“Vos me enseñaste a amar; ella, a coger”, responde el recontramillonario Christian Grey ante el planteo de su novia Anastasia Steele por una ex amante, en lo que debe ser una de las explicaciones más extrañas y sin sentido que haya entregado el cine en décadas. Siempre y cuando, claro, se considere a esta adaptación de la segunda parte de la trilogía literaria escrita por E. L. James como una película. Fija para integrar el podio de lo peor del año a fines de 2017, la lógica de funcionamiento de Cincuenta sombras más oscuras es digna de El Coyote y el Correcaminos pero sin su gracia: los personajes podrán enfrentarse al acoso sexual del jefe, a recuerdos tortuosos del pasado, a una noche de sexo con nalgadas, a un día en un yate de lujo e incluso a la caída de un helicóptero (¡!), que siempre, irremediablemente, la escena posterior los encontrará en el mismo lugar que antes, igual que si nada hubiera pasado. A esa falta de progresión psicológica se le suma una aún peor, que es la dramática: Cincuenta sombras más oscuras no cuenta prácticamente nada, y lo poco que quiere contar lo cuenta mal. 

El primer film concluía con los tórtolos separados después de que ella (Dakota Johnson) se hartara de prestarse a los jueguitos sadomasoquistas de él (Jamie Dornan). Porque él, pobre, tuvo un pasado bastante jodido y ahora, en lugar de ir a un psicólogo y buscarse algún amigo para que le preste el oído, anda por la vida sodomizando mujeres. Algo de lo que ella se da cuenta recién a una película y pico de haberlo conocido. “Esto no es una relación, es sumisión”, le espeta cuando descubra que, más allá de las promesas propias de quien quiere volver, a Christian le sigue gustando el látigo y las pinzas. La cuestión es que Anastasia, unos minutos antes, aprobó el reencuentro. Aquí tranquilamente la película podría haber concluido, ahorrándole al espectador casi dos horas en las que sólo queda verlos viajar, pasándola lindo, teniendo sexo con musiquita de porno soft, comiendo afuera, peleándose por alguna nimiedad (que aparezca una ex con las venas cortadas y dispuesta a matarla, por ejemplo), volviéndose a encamar, viajando de nuevo, teniendo otra noche de gala, y así.

Sin conflicto a la vista, poblada por personajes más insípidos que una hostia, dueña de una serie de diálogos imposibles y de una misoginia galopante, Cincuenta sombras más oscuras es sobrevolada, igual que la primera entrega, por el espíritu de los thrillers eróticos de los 90, con Sliver o El cuerpo del delito como máximos referentes. En ese sentido, se agradece que James Foley (director que nada casualmente tuvo su máxima productividad en aquellos años) suba levemente la apuesta en las escenas de sexo, volviéndolas al menos un poquito más sudorosas y menos culposas. Pero a no ilusionarse demasiado, porque sigue habiendo más erotismo en las rayas azules del viejo Venus codificado que en esta saga que, claro está, deja todo armado para la tercera parte. Ojalá sea la última.