Las encadenadas parte de una tragedia y deriva en otra. En 1985, Villa Epecuén, un pueblo situado en el partido de Adolfo Alsina, en la provincia de Buenos Aires, vivió una inundación que arrasó con toda su infraestructura y dejó bajo el agua su orgullo de haber sido un destino turístico elegido por la aristocracia bonaerense desde su fundación en 1921. Desde ese momento, el pueblo, destruido por la fuerza del desbordado lago Epecuén, quedó en ruinas y deshabitado hasta hoy. 

En esa historia, el director Juan Mako encontró un material rico para esta puesta que acaba de reestrenar en su segunda temporada y revela la rutina de Graciela (Mónica Driollet) y Esther (Cecile Caillon), dos mujeres que trabajan a destajo y precarizadas en el crematorio del cementerio municipal de Carhué, localidad vecina de Epecuén. Para ellas, la muerte es algo cotidiano. Por eso es que Graciela puede intercambiar recetas de cocina con Esther, comer bizcochitos y escuchar música, al mismo tiempo que tamiza las cenizas de un cuerpo sobre una caja. 

Una noche de lluvia torrencial, en una de esas jornadas laborales en las que la vida y la muerte dialogan sin contradicción, la rutina se interrumpe con el llamado de su jefe, Arismendi (Claudio Depirro), quien llega al crematorio para llevar sus problemas. A partir de la aparición de ese tercer personaje, el argumento de la obra que se desarrollaba en clave de comedia, aunque con algunos ribetes dramáticos, vira hacia al lado del thriller.    

En esa trama que se bifurca hacia terrenos disímiles, no obstante, subyace un clima bien logrado que se mantiene de principio a fin en el cual se hacen palpables las condiciones difíciles de trabajo que enfrentan las mujeres. En ese sentido, el elemento central que contribuye en ese efecto es la escenografía, que recrea de forma acertada el espacio del crematorio, donde se desarrollan todas las escenas, como un lugar hostil, abandonado e incómodo y que llega al colmo de la desidia con un cartel en el que puede leerse: “No se muera. No hay cementerio”. 

En el terreno interpretativo, la historia se sostiene en el personaje de Esther, con una actuación sobresaliente de Cecile Caillon, por la cual obtuvo el Premio Luisa Vehil 2018. De forma sólida, la actriz retrata una mujer que construye una máscara de seguridad y fortaleza tras la cual esconde el dolor que la vincula a ese pasado trágico ocurrido en Epecuén. En este mismo sentido, las actuaciones de Mónica Driollet y Claudio Depirro (quien interpreta el papel de Arismendi en la función analizada), son correctas, pero no logran esa contundencia en la composición. 

Construida con el formato de teatro documental, la ficción se arma en torno a hechos reales, poco conocidos, olvidados y perdidos en medio de la cronología histórica. Desde el propio título, ya se configura un juego de palabras que hace alusión al sistema de Lagunas Encadenadas del Oeste al que pertenece el Lago Epecuén, y al mismo tiempo a la situación de opresión de los personajes femeninos de la obra.   

Las encadenadas opera, así, como un registro testimonial que trae a la memoria una tragedia, y su fuerza está en que lo hace sin imparcialidad, tomando partido y con una clara intención política para denunciar que lo sucedido en Epecuén no fue una fatalidad, sino producto de una larga cadena de negligencias.