A esta altura, no resulta temerario declarar la existencia de una “Trilogía del regreso”. La apuesta del guionista y realizador Juan Pablo Sasiaín en su segundo largometraje en solitario vuelve nuevamente al punto de partida de su debut, La Tigra, Chaco (codirigida junto a Federico Godfrid), y de su siguiente esfuerzo, Choele: un personaje masculino regresa a la tierra de origen, en algún lugar del interior del país, para reencontrarse con su padre y poner a prueba varias de sus certezas, dudas y miedos personales. Los cambios en cada caso tienen que ver con la geografía, la edad del personaje principal y, desde luego, los pormenores de la trama, además del oficio del patriarca que permaneció en el terruño. Traslasierra está dedicada al titiritero cordobés Rufino Martínez, que el realizador conoció al interesarse por el mundo de los títeres y quien, además, terminó interpretando en la ficción el papel clave del padre del protagonista.

Esa cualidad especular entre personaje y persona se duplica asimismo en la decisión de Sasiaín de interpretar él mismo a Martín, un joven que, como su progenitor, también se dedica al arte de animar muñecos con las manos y la voz, y que está de regreso en su lugar de crianza, en el Valle de Traslasierra, sitio donde anualmente tiene lugar un importante Festival de Títeres. La visita no es solitaria: el muchacho llega acompañado de su novia Juli (la actriz venezolana Ananda Troconis), una chica de Mérida con la cual ha compartido sus viajes recientes como artista nómade. Traslasierra impone desde el primer momento un tono reposado y amable, que seguirá siendo la marca de estilo más evidente incluso en los momentos de crisis, que gradualmente comenzarán a hacer eclosión. El reencuentro de Martín con una noviecita del pasado, interpretada por Guadalupe Docampo, no hace más que complicar aún más las incertidumbres del protagonista, en particular luego de que una inesperada novedad no puede sino implicar un cambio radical en su vida.

Si la trama gira alrededor de temas tan universales como la paternidad, las decisiones de vida y la cercanía de la muerte, la forma elegida por el realizador es la misma que empapaba Choele: un naturalismo construido en base a los diálogos y los pequeños gestos, enmarcados por la belleza natural de las locaciones y una bondad diáfana en los personajes que, en más de una ocasión, rozan el pintoresquismo cinematográfico. Las bondades del film hay que buscarlas en los detalles, en la manera en la cual el realizador logra obtener de su troupe de profesionales y actores debutantes un sentido de genuina humanidad, en el humor cómplice y las miradas que dicen más que una línea de diálogo. Las reflexiones y confesiones campechanas del veterano titiritero –que tal vez tengan más de un punto de contacto con el Rufino Martínez real, fallecido poco después del rodaje, en el año 2013– le aportan al guion un elemento de verdad. Como los títeres y su relación con aquellos que les dan la vida, un personaje puede a veces ser el reflejo fiel de quien lo interpreta.