Debido al retiro de medicamentos básicos para la cobertura de salud de los ancianos, al aumento de tarifas en los servicios esenciales y de precios en los alimentos, además del histórico ajuste contra los jubilados que el presidente Macri logró en el Congreso en diciembre de 2017 al modificar la fórmula de movilidad jubilatoria, cientos de miles de viejos cayeron en la pobreza y la indigencia.

El Presidente ha sido meridianamente claro en lo que necesitamos para revertir, finalmente liberados de la ilusión populista, la caída libre en el desastre: “la gente tiene que aguantar, tenemos que tirar todos juntos de este carro”. Las intenciones del Presidente resultan sin duda loables pero insuficientes, pues los viejos son inservibles para tirar de ningún carro –para ello hacen falta jóvenes enérgicos y emprendedores–, y como no les queda ya demasiado tiempo de vida, no serán siquiera capaces de aguantar lo necesario para alcanzar la ansiada meta de reducir el déficit público. 

Por lo que me atrevo a formular una modesta proposición que solucionará, si no todos, gran parte de los problemas que vuelven inviable el tan anhelado éxito económico perdido desde hace setenta años: acabar con los viejos. A algunos podrá parecerles demasiado cruel pero, lejos de eso, resultará una medida que sólo procura beneficios, como será necesario admitir una vez justipreciada la argumentación siguiente.

Acabar con los viejos permitiría equilibrar las arcas, ahorrar tanto dinero que se dispendia de manera improductiva en vez de destinarse a inversiones rentables, y sobre todo eliminaría uno de los principales obstáculos que impiden a los empresarios en el gobierno, de cuyas intenciones por lograr una solución final para nuestros problemas nadie duda, cumplir la promesa de “pobreza cero”. Detectado el inconveniente, solo se trata de elaborar un plan estratégico que sincere las medidas necesarias para hacer de la Argentina un país competitivo, sobrepuesto a tantos años de “soluciones mágicas” y finalmente en marcha por “el único camino posible”.

Como es evidente para cualquiera, incapaces ya de producir riqueza, los viejos son completamente inútiles para el desarrollo del sistema productivo y una carga para todos. No solo eso, también son un estorbo para sus hijos, que deben distraer parte de su fuerza de trabajo para cuidados y atenciones, innecesarios a los efectos de lograr los objetivos económicos que nos han sido prescriptos. Cualquiera que la pondere de manera imparcial deberá admitir que, frente al incordio de la ancianidad, esta modesta proposición redundará rápidamente en un país sustentable, en condiciones de alcanzar las metas relativas al déficit fiscal exigidas por el Fondo Monetario Internacional, con cuya inestimable ayuda hemos comenzado a volver al mundo.

El desecho de todos los ancianos que a lo largo de su vida fueron incapaces de volverse millonarios, o que no tuvieron el suficiente mérito para, en el curso de los muchos años, adquirir propiedades que les permitiría gozar hoy de una vejez sin sobresaltos, no solamente sería un aporte para la sociedad en su conjunto sino también un “alivio” para ellos mismos, y nos evitaría a todos el espectáculo que provocan actos de mal gusto y asestan noticias poco edificantes a telespectadores optimistas y entusiasmados, ocupados por fin en el cultivo del propio mérito.

En efecto, qué necesidad de someter a las personas de bien a imágenes como la de Teresa, la anciana que recogía berenjenas caídas luego de la represión del “feriazo” en Plaza Constitución, en febrero último. O la de Rodolfo, el hombre de 91 años que en junio de 2016 se pegó un tiro en las escaleras del Anses. Todo ello no hace más que perjudicar la imagen de la Argentina en el exterior, y ahuyentar inversores. Los ancianos que llegan a sus últimos años pobres –es el núcleo de esta modesta proposición– no tienen derecho a continuar con su vida, que no supieron aprovechar para hacerse ricos por la obcecación de persistir en la pobreza a lo largo del tiempo.

La decisión de eliminar ancianos que ya no trabajan y –aunque tuvieron muchos años para lograrlo– no hicieron mérito para librarse de la indigencia, únicos responsables de la desdicha que les toca por su propia culpa, debería adoptarse con urgencia. El modo de hacerlo eficazmente (más eficazmente) es apenas un asunto técnico que la probada sagacidad del gobierno argentino no tendrá mayores dificultades en concebir. 

Al habilitar e incentivar el asesinato de jóvenes indigentes por la fuerzas que mantienen el orden y el derecho de propiedad de las personas sanas, la ministra Bullrich acaso marca la vía correcta. Esos jóvenes seguramente llegarán a viejos tan pobres como nacieron, por lo que su eliminación precoz no puede dejar de ser reconocida como una gran contribución social, habida cuenta que reducirá considerablemente el número de viejos pobres del futuro. Un aporte institucional incluso para para esos mismos pibes, a quienes esperaba una vida desgraciada y una vejez a la intemperie debido a su propia incapacidad, que puede advertirse en ellos desde que son niños.

La “modesta proposición” (comerse a los niños pobres de Dublín) que Mr. Jonathan Swift recomendaba en 1729 para paliar la carestía producida en Irlanda por la política inglesa, sin duda marca el camino (“el único camino”) para la prosperidad argentina. El autor de “Los viajes de Gulliver”, sin embargo, no advirtió que la existencia de viejos pobres es al menos tan inconveniente como la de niños que, pudiendo ser útiles para el banquete de los ricos, se hallan destinados al hambre de por vida. Un espectáculo que sin duda no merecemos.