Cada tanto, parece que cada tanto, alguien hace un esfuerzo por mostrar que todavía queda vida inteligente en este planeta, en estas pampas. El Museo Nacional de Bellas Artes acaba de poner lo suyo en este esfuerzo a lo mejor intergaláctico, con una muestra tan erudita que hay que animarse. Se llama “Ninfas, serpientes, constelaciones: la teoría artística de Aby Warburg” y consiste en tres salas ilustrando los descubrimientos en teoría del arte de un personaje notable, bastante trágico y muy erudito, alguien que fue un eje en este esfuerzo interminable de entender por qué andamos pintando, esculpiendo, escribiendo, componiendo.

Abraham Moritz Warburg nació en 1866 “hebreo de sangre, hamburgués de corazón y florentino de alma”. Lo último fue la sorpresa, porque Warburg era judío y nació en Hamburgo, Alemania, pero lo de Florencia fue una tarea literalmente de amor al arte. Los Warburg eran banqueros, muy ricos en serio, muy integrados a su patria y un ejemplo de esa clase ya bastante perdida que era la burguesía culta. A Aby no le interesaron nunca los negocios porque lo suyo, de joven, eran Burckhardt y Nietzsche, y la naciente ambición de tratar de entender las pulsiones ocultas del arte. De todo el arte, nada menos.

Warburg se merece largamente una novela y una película, aunque sea por el hecho de renunciar a su enorme herencia a cambio de una suerte de salario familiar que le permitiera viajar, sobre todo a Italia, y estudiar, y de una cláusula que es el sueño de todo lector: él no se metía en los negocios familiares, pero la familia le pagaba todos los libros que quisiera comprar. La cosa terminó con sus tesis sobre Boticelli, Piero della Francesca, Durero, el arte italiano y la irrupción de los ideales antiguos en la pintura renacentista, y con una biblioteca de arte que llegó a tener 120.000 volúmenes.

Tanto papel necesita un edificio propio, que rápidamente se convirtió en la Biblioteca Warburg de las Ciencias de la Cultura y más tarde en el Instituto de fama mundial, una de las fuentes de pensamiento especializado más ricas que se hayan visto. Para dar una idea, entre sus figuras están Panofsky, Gombrich, los Wittkover, Cassirer, Saxl, Ginzburg y Yates, una verdadera bibliografía básica. Warburg, que se definía como un psico-historiador, ordenó los libros de acuerdo a sus peculiares ideas sobre las formas básica que el arte humano repite, muta y recoge una y otra vez. Este orden se mantiene en la sede del Instituto en Londres, a donde se pudo mudar milagrosamente después que en 1933 los nazis tomaran el poder y lo declararan una institución “degenerada”.

Warburg murió en 1929 y más allá de sus no muchos escritos, dejó un marco teórico fértil que se puede resumir –y resumir hasta la pobreza– en los conceptos de la fórmula del pathos y de la pervivencia. La idea es que hay una memoria individual y colectiva que transmite, cambia, adapta, conserva latente y devuelve a la vida ciertas fórmulas visuales. Para ilustrar su tesis, Warburg creó un objeto fascinante, el Atlas Mnemosyne, el palabrón griego es el nombre de la musa de la memoria. Es literalmente un atlas, una colección de cartas visuales que ilustren los temas que circularmente vuelven y vuelven. En las fotos de 63 paneles que sobreviven, se ven reproducciones de obras medievales, antiguas y renacentistas par a par con recortes de diarios, fotos de moda y arte moderno.

La muestra en el Bellas Artes toma algunos de estos temas y los ilustra con arte propio y ajeno. Héroes, ninfas, el cielo, serpientes y la memoria misma son los ejes de lo que montaron José Emilio Burucúa y su equipo de investigación. Hay una ninfa y tres gracias de Pablo Curatella Manes hechas en la misma década en que Warburg montaba el Atlas, hay serpientes de las culturas precolombinas de Catamarca y la Siria helenística, un Piranesi mostrando las ruinas de un raro templo romano con báculos serpentinos, una tinta del siglo 17 con Moisés enfrentando a la sierpe.

El héroe permite una potente mezcla de tintas y sanguinas renacentistas mostrando a Hércules y Leónidas, una pieza de centauromaquia del siglo tres antes de Cristo y una cabeza de boxeador de Rogelio Yrurtia de tal fuerza que no estaría fuera de lugar en el foro romano. Y planeando sobre todo, La Siesta de Berni, el espléndido cuadro de 1943 en que el héroe argentino y rural duerme en su ranchito vigilado benignamente por una Virgen y el Niño, criollos ellos, que lo miran desde la ventanita.

La sección sobre el cielo es un poco más desdibujada, pero tiene una pieza rara de ver, la copia del museo calcográfico del espectacular Zodíaco de Dendera, que está en el tercer panel del Atlas, proviene del año 50 de nuestra era y muestra, según Warburg, la fusión de ideas orientales y europeas. Fue un hilo que el maestro siguió por años y al que le dedicó una de sus tesis más originales.

Y por supuesto, hay una sala para las ninfas, uno de los topos más prevalentes, dominada por la Ceres de Raquel Forner, una campesina de tobillos fuertes, coronada de flores, sonriendo entre las mieses con su hoz en la mano. La pervivencia queda perfectamente ilustrada con otros dos calcos de ninfas griegas, con sus paños mojados, que hacen un perfecto pendant con el Forner. Y para más, en un rincón conviven dos tintas y un grabado de ninfas bañándose, de Tiziano, Mantegna y Sívori, separados por cuatro siglos pero de una misma alma.

Y para terminar con una humorada seria, una prueba de continuidad en el espacio y el tiempo, los curadores se tomaron el trabajo de reproducir el panel 39 del Atlas, el de las ninfas, y crearle al lado uno porteño, con las pibas mitológicas que coronan nuestros edificios de cuando teníamos buena arquitectura. En el de Warburg están las bellezas de Boticelli, en la nuestra hay hasta una ninfa de túnica clásica manejando un veloz auto a bigotes en Azcuénaga 718.

Como se dijo, tres salas ilustrando un concepto fundamental que, pasada la moda de tirar el pasado por la borda, vuelve a ser estudiado, central. Y para el que sea completamente indiferente a estas aventuras teóricas, una chance de ver buen arte y piezas que no salen mucho del misterioso depósito de nuestro museo mayor.