Los muertos vivos forman parte de las sagas de vampiros y de zombies. Sobreviven chupando la sangre a sus víctimas o comiendo sus cerebros. ¿Quién no tembló en el cine con el Drácula que despertaba de su féretro al anochecer? ¿Quién no se sobresaltó con la aparición tambaleante de entes desarrapados y heridos, ante las imágenes en la televisión?

Sangre y cerebros como metáforas de lo vital. Sangre y cerebros como lo anhelado por los que ya no son sino autómatas. Vampiros esperando la oscuridad para dejar la tumba. Zombies desplazándose como muñecos desarticulados y amenazantes. Ficciones.

Paradójicamente, otra mirada sobre el tema: ¿Qué es lo que sucede con  quienes están muriendo? ¿Qué implica ese tránsito? Realidades.

Son los vivos muertos en la cama de casas, hospitales y geriátricos, donde permanecen en suspenso. No murieron aún, pero ya no viven plenamente. Para quienes perdieron la capacidad de comunicarse (dejaron de hablar, no se sabe si escuchan) y la posibilidad de valerse por sí mismos. Sin movilidad, sin control de esfínteres, asistidos en lo más íntimo y alimentados por una sonda, lo que sigue vivo en ellos es el corazón que bombea y la respiración que continúa. Esas funciones reducidas a su mínima expresión. Sí, realidades agobiantes.

Lo que ellos fueron cuando amaban, luchaban, cumplían sus sueños o padecían penurias, eso ya no está. Se han deshabitado. Hay un cuerpo inmóvil que es manipulado por un ejército de familiares y de enfermeras, para evitar los daños en la piel. Familiares fatigados que se preguntan: ¿Hasta cuándo? Enfermeras que realizan un trabajo difícil, por el que cobran un sueldo que nunca está a la altura de la tarea, a veces en instituciones que van proliferando con el achicamiento de las familias y la longevidad de las poblaciones. Instituciones que en muchos casos especulan espuriamente y trafican con dolores, penas y cansancios. Porque ha de ser difícil estar en el lugar de asistencia desesperanzada de alguien que, casi con certeza, ya no volverá. Que lo que cabe esperar es que quien está muriendo, pueda partir, con el menor sufrimiento posible.

¿Hay respuestas para esto? ¿Hay alguien suficientemente sabio para decir su palabra?

Quién dispone de la prudencia y la honestidad de encontrar el sentido a la prolongación de esa permanencia que no es vivir, pero que continúa hasta límites impensables por la sofisticación de la tecnología médica actual. Días, semanas, meses. El afecto, la gratitud y la compasión arrasadas por las noches de cuidado y los días de desgaste en el sostén de esa brizna que palpita. El que yace inmóvil, en el pasado fue amado y fuente de protección y alegrías para los suyos, y se ha tornado en su prolongado final, una bomba succionadora de energías de quienes quedan a su cuidado.

Si sembró amor, la paciencia permitirá una espera delicada, en donde no se nombra lo que todos esperan: un final con dignidad.

Hay otros dramas, en enfermos y ancianos, en quienes no declinaron las funciones cognitivas. Que permanecen lúcidos y en los que es el cuerpo el que ya no sostiene. En ellos está preservado el pensamiento, la memoria, la voluntad. Pero la afección impide la movilidad, la autonomía, la capacidad de bastarse hasta en lo más sencillo de lo cotidiano. Y esto suscita una impotencia que a veces se tramita con una respuesta de ira, con despotismos y maltratos para quienes, justamente, asisten a quien está impedido. Tiranías insoportables que ensombrecen el vínculo.

En otros casos (¿los menos?), en vez de ira por la impotencia, sobreviene una resignación y una gratitud que permite un modo solidario entre cuidador y asistido. En que acompañándose en ese tramo, pueden el uno partir, y el otro permanecer, en la pendiente ineludible, sin quejas ni reproches.

***

Tal vez, así fue el de María José.

María José Carrasco era madrileña. Tenía 61 años. Treinta años atrás le habían diagnosticado esclerosis múltiple. A los diez años de padecer la enfermedad hizo un intento de suicidio. El esposo llegó a tiempo entonces para evitar su muerte. Este abril, veinte años después, grabaron un video donde ella expresaba su deseo y decisión de morir. Ellos lo grabaron como un testimonio y  para que al auxiliarla para ello, para morir, él no fuera acusado.

Habían intentado que ella estuviera internada en una residencia especializada, mientras él era operado de la columna, dañada por los años de atención a su esposa. No la obtuvieron, enredados en las trabas burocráticas siempre ciegas.

Postergó tres veces su cirugía. La desesperanza prevaleció. ¿O fue el final inevitable tras treinta años?

¿Alguien puede decir cómo pensar este drama, que es humano, que nos concierne, que nos afecta y que hunde dolorosamente sus resonancias en nuestras realidades?

¿Quién puede, con responsabilidad, condenar o elogiar decisiones que atañen a los bordes de la resistencia de quien va a morir, de quien lo asiste?

¿Habrá una muerte misericordiosa? Tal vez aquella en que la suerte permitiera una despedida sin desasosiego, con un balance acabado de los días y las horas. Tal vez si pudiéramos irnos sin atravesar esa etapa de muerte en vida (¿regalo envenenado de la tecnología?). Partir sin arrastrar los días finales como penuria y sin condenar a los otros a ser testigos de una declinación sin retorno, ni consuelo. Partir en paz y dejando en paz a los que quedan.