Los complejos de salas cinematográficas Village vienen manteniendo una política de exhibiciones regulares (aunque con escasa prensa y difusión) de una serie de títulos que, de otra forma, serían muy difíciles de disfrutar en pantalla grande. En líneas generales, se trata de películas de origen asiático, en muchas ocasiones de animación, consideradas de escaso interés para un público general pero que poseen un enorme atractivo para ciertas audiencias “de nicho”, puesto en términos estrictamente comerciales. Es por esa misma razón que, a pesar de tratarse de films destinados en su mayoría a un público infantil, juvenil o familiar, las copias suelen exhibirse en idioma original con subtítulos en español. Es el caso de Mirai: mi pequeña hermana, último largometraje del realizador japonés Mamoru Hosoda, que además es representativo de cierto estado de las cosas en la distribución local: ni siquiera su nominación a un Oscar durante la última entrega parece ser justificativo suficiente para un lanzamiento más osado. Quienes se hayan perdido sus bondades durante el Bafici deben saber que es ahora o nunca.

A diferencia de otros largometrajes previos de Hosoda, como La chica que saltaba a través del tiempo o El niño y la bestia, en Mirai los elementos fantásticos se toman su tiempo antes de hacer eclosión. Es posible suponer, incluso, que ese componente esencial en el cine de animación contemporáneo –la fantasía como reino de lo posible, gracias al talento de los dibujantes y animadores– puede no ser aquí otra cosa que el producto de la imaginación de su protagonista, un chico de unos cinco años llamado Kun. La cuestión central, como en tantos films de Yasujiro Ozu y otros realizadores del cine clásico nipón, es el de la familia y la compleja dinámica entre sus integrantes. La primera secuencia encuentra al protagonista jugando con sus trenes de plástico bajo la mirada atenta de la abuela. De pronto, suena el timbre de casa. Son los padres, que regresan con una gran novedad: Mirai, la hermanita recién nacida de Kun. Los trazos simples de los personajes y su ámbito cotidiano marcan los primeros veinte minutos del film, aunque la estilización súbita de las formas y los colores anticipa la aparición de lo prodigioso.

Antes de que eso ocurra, los más incontrolables celos. En una magnífica escena que reproduce milimétricamente una situación típica de la vida real –pero que rara vez es reflejada en pantalla– Kun se acerca a su hermanita, de apenas un par de meses, con la intención de “hacerle algo”. La madre alza la voz previsoramente pero, a pesar de ello, el protagonista golpea la cabeza de la criatura con un trencito. Llantos, recriminaciones, gritos y, más tarde, el arrepentimiento de la madre, consciente de lo dificultosa que se ha tornado la existencia cotidiana. Mientras el padre adopta ¿temporariamente? los roles asociados tradicionalmente a la ama de casa, Kun se retira enojado al patio luego de un grueso berrinche. Allí se produce la primera aparición extraña: un príncipe con cola de perro dispuesto a darle al niño un par de consejos. Poco después, será la propia Mirai en versión adolescente, una Mirai del futuro, la que se asociará a Kun en sus viajes del otro lado del espejo.

Mirai: mi pequeña hermana recorre diversas instancias iniciáticas en la vida de Kun, durante esos pocos meses en los que debe afrontar la inesperada existencia de una hermana y dejar de ser el centro de atención de sus padres. El guion del propio Hosoda logra sostener el interés narrativo durante toda la proyección, escapándole a la sensiblería (la temática se prestaba a posibles excesos) y logrando que la simple aventura de crecer se transforme en un robusto relato acerca de qué es ser un niño. Los miedos y deseos, desde luego, pero también esa particular forma de ver el mundo que, inexorablemente, el paso del tiempo va horadando hasta hacerla (casi) desaparecer.