Una estocada revestida de noticia, esta semana, pretendió confirmar que Cuba sigue cautiva de la homofobia de Estado. Se la acusa de no haberse liberado del todo de aquella sombra y, por tanto, de hacer cada tanto síntoma: el gobierno de Díaz-Canel, embotado por los sucesivos asedios imperiales, prohibió que las pájaras habaneras pasearan esta vez sus demandas por el Malecón. La Conga Lgtbi, como decidieron ahí llamar a la marcha del orgullo, con tal de no impregnarse del glosario pink global, se transformó el 11 de mayo en pura disputa. A pesar de no estar autorizada, la caminata –dizque independiente– se hizo de todos modos, en el contexto del Día contra la Homofobia y la Transfobia, y con estruendo; eran más de doscientas personas decididas a plantarse frente al funcionariado cubano y contra la diputada Mariela Castro Espín (hija de Raúl), quien desde hace ya doce años, a través del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba –el Cenesex, viene instalando en la sociedad y en las elites políticas la necesidad de incorporar los derechos de las comunidades lgtbi. Y no le fue mal. Consiguió que la nueva Constitución incluya la prohibición de discriminar por orientación sexual e identidad de género, y reemplazar en el capítulo del matrimonio las figuras bíblicas de varón y mujer por la muy lábil de cónyuges. Una rendija por donde embutir, cuando las condiciones asomen, el bendito matrimonio igualitario, justo cuando hay un avance en Cuba de los evangelismos alucinados y Francisco juega al bonapartismo, pone un huevo antineoliberal en una canasta mientras opera contra los derechos de desposeídos lgtbi en otra. Qué difícil ser Cuba en la era de Trump, los neopentecostales y el cerco a Venezuela. Y con qué facilidad su gobierno la pifia en sus respuestas. Víctor Hugo Robles, activista chileno, escribe –y lo reproduce Mariela en su muro de Facebook– que “las imágenes de la Marcha... esconden la puesta en escena de una orquestada operación que busca cuestionar el trabajo del Cenesex.  

La Conga, interrumpida como un mal coito, estuvo precedida por Twiteos encendidos y acompañados por mañosas cámaras extranjeras que estaban aguardando con ansiedad registrar los incidentes. Varios detenidos, un herido, y un mensaje abracadabra en la cuenta oficial de Twitter de la Embajada de Estados Unidos que, de repente, convierte al sapo Trump en un príncipe de los derechos civiles: “La Marcha alternativa comenzó pacíficamente pero luego hubo detenciones agresivas. El régimen le niega al pueblo cubano sus derechos fundamentales. Estamos con el pueblo de Cuba”. La preocupación de la Embajada  tiene su gracia; el texto nace en la misma isla escindida por la base militar de Guantánamo, y a favor de un pueblo al que, al mismo tiempo, se le bloquea la supervivencia económica. Como quien lava y no tuerce.

Nadie puede hacerse el distraído cuando ve en tal o cual texto el significante Cuba unido al de homofobia, es cierto, porque esa yunta semántica tiene, como en el resto de Latinoamérica, su sucia historia: las célebres Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) de fines de los sesenta eran un reservorio de locas bajo trabajo forzado, que la revolución había separado de la sociedad  por considerarlas “antisociales”. Jean-Paul Sartre se desencantó con ese devenir mataputo del discurso y la práctica del Hombre Nuevo. Después vinieron los marielitos homosexuales huyendo de noche, y su sangoloteo en balsas precarias, rumbo a la costa yanqui; el anochecido escritor Reinaldo Arenas, sidado de melancolía en su refugio neoyorquino, donde no encontraba ya verdaderos chongos con quienes coger. Y así hasta llenar páginas. Ni qué decir lo que lo costó a Alejandro, el nieto de Salvador Allende nacido en La Habana, crecer con la íntima convicción de que le gustaba la pinga, a tal punto que, años después, la conservadora Santiago de Chile fue para él un salvoconducto  para vivir según le marcara el deseo.   

Pero los tiempos cambiaron, y hasta Fidel Castro habló de los errores que cometió el Hombre Nuevo cuando se reconoció Macho Nuevo. Además, la película Fresa y chocolate fue una manera de armisticio. Y, por más que muchos sigan repitiendo, y con justicia, ni olvido ni perdón por los crímenes  cometidos en las UMPA (porque, en todo caso, solo los muertos podrán perdonar), no nos olvidemos, tampoco, que Judith Butler advierte siempre que el movimiento lgtbi no debe rebajarse a instrumento cultural del imperio en las guerras que lo convocan en Oriente Medio o contra  gobiernos revolucionarios americanos. Por eso digámosle a Trump: querida, a otra loca con tu Twitter.