Desde Barcelona

UNO Para cuando ustedes lean esto ya todo habrá sido consumado y las calles y bares rebosarán de consumidos súbitamente conscientes –una vez más, de nuevo lost– de que  han pasado varios años de sus cortas vidas pensando en algo en lo que, después de todo, no valía tanto la pena haber pensado tanto.

Se acabó Game of Thrones, sí. Ya pasó. Y que pase la que sigue. Y Rodríguez nunca se sintió particularmente preocupado por la cuestión del mismo modo en que, en su momento, no le preocupó en absoluto aquella de los náufragos del avión o The Sopranos (aunque sí le preocupó para muy bien Six Feet Under y The Wire y Breaking Bad y Mad Men y, por estas noches, le preocupa Better Call Saul o Stranger Things o ese delirio inesperadamente davidlynchiano que es Riverdale). 

Durante las sucesivas temporadas de Game of Thrones Rodríguez pasaba por el living y miraba la televisión del mismo modo en que se contempla un paisaje fugaz por una ventanilla de tren. Entonces escuchaba los comentarios de las cada vez más empoderadas esposa e hija elevando cánticos a la gloria de Daenerys mientras se preguntaba (en voz cada vez más bajísima) cómo podía ser que la actriz Emilia Clarke hubiese sido votada en 2014 como la “mujer más deseable del mundo” por el portal AskMen y en 2015 como “la mujer viva más sexy por Esquire”, cuando todavía se podían proponer ese tipo de rankings sin que te decapitaran. 

En cualquier caso, ahora, parece, la cosa ha cambiado. Luego de las más bien anticlimáticas muertes del Rey de la Noche y de Cersei Lannister, Daenerys se ha vuelto loca para desesperación de todas aquellas que la habían enarbolado como estandarte #MeToo. Y a Rodríguez algo le dice que Arya (aquella que de verdad es feminista feroz e implacable) la va a despachar sin pensárselo dos veces para que así el domado Jon Snow se convierta en el monarca más insulso de la historia de Westeros. O tal vez –ahora es domingo por la noche, faltan unas horas para que se emita el último episodio– no ocurra nada de eso y ocurra todo de aquello. En lo que a Rodríguez respecta, él estaría más que encantado con que el trono fuese final y definitivamente por ese colosal enano que es Tyrion Lannister alias Peter Dinklage y también conocido como el único y último buen actor (los que había fueron muriendo) que queda en todo el reparto. Pero quién sabe. Eventualmente, se supone, George R. R. Martin acabará (o no) los dos volúmenes que le faltan a su saga. Magnum opus de la que la HBO decidió, si no tomar distancia, al menos sacar ventaja. Así, un caso verdaderamente raro: nadie puede decir que la adaptación a la pantalla es peor que la novela; porque lo que adapta es algo que aún no existe del todo y, para colmo, lo hace/hizo con la bendición/autorización del propio autor quien en ningún momento termina de aclarar si eso que se ve ahora será lo mismo que se leerá quién sabe cuándo. Algo así como lo que suele suceder en la vida real o en la irreal política durante las campañas a las elecciones cuando lo que se promete no es necesariamente lo que se hará y lo único que se cumplirá es, una vez entronizados, el no cumplir con aquello que se juró con la espada en alto.

DOS Así que ayer –horas antes de la emisión del último capítulo de Game of Thrones y una semana antes de las elecciones autonómicas y municipales y europeas– lo cierto es que la serie lo tenía complicado. Llegaba a su final con todavía fresco y caliente el efecto producido por la impecable conclusión de Avengers: Endgame cerrando con clase y emoción un ciclo de veintidós películas y más de una década de permanencia en el inconsciente colectivo planetario. Y a horas de otras debacle patria –ya esperable– en esa suerte de esa demencial jugarreta de tronados que es Eurovisión. Y –al menos en España, país donde se han filmado varios de los parajes de una serie a la que alguna vez alguno de sus protagonistas restó peso cultural y redujo  un “no es más que dragones y tetas”– las cosas habían cambiado mucho desde la primera llamarada y el primer coito. Ahora, cenizas enfriándose y orgasmos más o menos fingidos que –como ya sucedió a aquel extraviado despropósito de J. J. Abrams– intentan convencer de que nada ha cambiado y de que la pasión es la de la primera noche.   

Pero no. Ya nada volverá a ser como entonces y tan sólo el infantil Pablo Iglesias de Nosotras Podemos (quien alguna vez le regaló a Felipe VI pack de varias temporadas para que aprendiese algo de estrategia monárquica o algo así) insiste en insertar en sus inflamadas arenas alguna que otra alusión a los “caminantes blancos” y poner de manifiesto una y otra vez su un tanto contradictoria fascinación con castillos y estandartes.  

Mientras por aquí, en las diferentes comarcas del reino (pero sobre todo en Madrid y en Barcelona), hay cincuenta y siete padres y madres plebeyas muy preocupados y súbitamente conscientes de la inconsciencia de haber bautizado a su hijita con el nombre de Daenerys y pensando que, puestos a incurrir en la tontería, hubiese sido mucho mejor ponerle Arya, como lo hicieron otros doscientas setenta y nueve madres y padres vasallos. 

Pero lo más inquietante ahora es, claro, el brusco cambio psicótico de “‘Daenerys de la Tormenta, rompedora de cadenas, madre e hija de dragones, de la sangre de la antigua Valyria y Khaleesi de los dothraki...” y todo eso. Los diarios abundan en infografías dando cuenta al detalle primero de la “evolución del personaje” y, desde la semana pasada, de su patología. Y, para colmo, es una patología vulgar: chica loca perturbada por la genética de su propio linaje y porque el de Jon súbitamente tiene más likes y followers que se dispara cuando comprende que no se va a salir con la suya y entonces pasa de ser la poco común lideresa a típica mujer fatal despechada y sedienta de venganza. De ese momento escribía días atrás en El País Patricia Gosávez con gracia: “En la última escena, tenemos a Daenerys La loca, un recurso para que Jon parezca mejor. Perdona, la Khaleesi ha cabalgado dragones, liberado pueblos, roto cadenas, pensado estrategias, escuchado opiniones de sus enemigos naturales, subvertido normas. Se ha currado la revolución sin despeinarse la trenza. Por currículo no será, sin embargo es esa última escena, su cara desencajada por la ira la reduce a un estereotipo. ‘Se le ha ido’, comentan. ‘No gestiona la ambición’. ‘La chica no está preparada’, giro inesperado, ‘mejor quitarla de en medio’. Pero mira, un día malo lo tiene cualquiera”.

De ahí que, ayer, Rodríguez haya optado por ir a ver Shadow, la nueva película de Zhang Yimou. Y, ah, esos sí que son amores tempestuosos, intrigas palaciegas, batallas donde se ve hasta la última gota de lluvia. De regreso, por la noche, decidió que no iba a trasnochar y que mejor vería el último episodio de Game of Thrones con café con leche y croissant. En cualquier caso, ya sabía lo que iba a pasar y lo que habría pasado.

Lo que pasó es que ya pasó.

Se acabó el juego.

Paz.