No hay que ser un genio para darse cuenta de que el título alude a la remanida idea de que detrás de toda quietud pueblerina, de ese tiempo en apariencia detenido, anida una serie de secretos que la comunidad ampara con un silencio cómplice. Pero lo infernal en el segundo largometraje como realizador de Alberto Romero luego del documental Carne propia no se da en la inmensidad desértica del norte de la provincia La Pampa donde transcurre la totalidad del relato, sino puertas adentro de la casa que comparten María (Guadalupe Docampo) con Lionel (Alberto Ajaka), tal como demuestra la primera escena. Allí se produce un forcejeo con un arma que termina con un balazo, mientras que ella, embarazada y harta de un sometimiento ilustrado luego a través de una serie de fla­shback al uso, huye a bordo de su camioneta rumbo a su pueblo natal, Naicó. Un pueblo donde la luz mala es mucho más que un elemento constitutivo del ideario local, según le dice el policía que la detiene en medio de la ruta. 

Ese policía marca el primero de varios cruces con seres de ínfulas marcianas. Marciano es un calificativo acorde a la propuesta general de la película. Casi como si fuera un cuento de Ray Bradbury enmarcado en un contexto polvoriento y solitario, casi distópico, digno de Mad Max, María rumbea a un destino que cada minuto parece más lejano, al tiempo que se topa con distintas criaturas que la orientarán en su camino. Pero, ¿cuánto hay de real en esos hombres y mujeres que aparecen en los lugares menos pensados, en los contextos más inesperados? Cuento fantástico en el sentido más literal del término, Infierno grande crea un mundo deformado que María percibe con la tranquilidad de lo normal. Así, por ejemplo, habrá un buscavidas que por unos pesos se ofrece de guía, un chico solo en medio de la noche, un lugareño ominoso con pinta de linyera y hasta un cura con un confesionario ambulante montado arriba de una bicicleta. Infierno grande entrega sus mejores momentos cuando hace chocar su deriva apacible con esas alteraciones solapadas, dejándose llevar por un surrealismo que convierte al recorrido de María en el producto de lo que podría ser una mente afiebrada.

En paralelo a ese relato central, Romero desarrolla una subtrama centrada en la relación de María con Lionel, un machirulo dominante que pone a su mujer en el lugar de servidora y que no comulga para nada con la voluntad de ella de pedir un traslado. Lógico: son tiempos electorales y para él, candidato a la intendencia, una separación significaría una derrota segura. Imposible no encontrar en esa dinámica los ecos de una coyuntura atravesada por la visibilización de la violencia de género. Una imposibilidad que proviene del esfuerzo de la película por hacerlo notar: todo lo que durante el recorrido de María es pura sugestión se diluye ante el carácter evidentemente opresor de Lionel. En ese sentido, no ayuda mucho que ese personaje esté construido a puro lugar común del costumbrismo rural, con gestos ampulosos y un acento bien marcado, como para que quede bien clarito que el muchacho es un villano de aquellos.