¿Quién más queer que Alfonsina? Llamaba a su hijo “hermano”, le dejó de herencia un empleo público y sus alumnos –cosas que no se heredan–, estaba en contra de tener una casa por que las casas son de a dos, pedía un “amor feroz de garra y diente” y no se quería ni casta ni blanca. En realidad fue una poeta de vanguardia cuya poesía encubrió la inmensidad de su obra periodística. La crítica y poeta Delfina Muschietti que estuvo a cargo de la selección de las obras completas la enfrentó a Borges bajo el subtítulo de Storni 1, Borges 0, publicado por Radarlibros el 6 de agosto de 2000: “Cuando la despreciada firma de la Storni concurre con la de Borges en una misma revista literaria, resulta que el texto de ella se adecua mucho más claramente al programa de vanguardia que el poema que firma el varón pensativo que parece ocuparse de los sentimientos (los “trebejos” que conmueven en los versos de las “muchachas”) ordenados además en estrofas clásicas de cuatro versos en los que se alternan endecasílabos y alejandrinos y, más tradicionalmente aún, eneasílabos y decasílabos. El poema de Alfonsina, en cambio, tiene una disposición totalmente irregular: una larga tirada de versos sin estructura estrófica ni patrón rítmico irregular. Escrito en verso libre y fragmentario, se acerca al lenguaje coloquial y prosaico”. Alfonsina era una feminista independiente y cachadora, y aunque llegue a ser vicepresidenta del Comité Feminista de Santa Fe e integrante de la Comisión Pro Derechos de la Mujer de 1919, declara: “Yo pienso que el feminismo es la carrera de las fracasadas”. Pero, ya se sabe, es un viejo truco feminista denostar la propia posición como una estrategia defensiva con algo de treta. En un artículo publicado en un ejemplar de Mundo Argentino de 1926, se mete a abogada defensora de Elvira D’Aurizio, una mujer que ha matado en pleno juzgado al padre de su hijo natural que se negaba a reconocerlo, hecho que fue avalado por el juez: “Fácil ha sido siempre advertir que el espíritu argentino tiende a proteger al individuo en desmedro de la sociedad que lo integra: todo, en nuestro país, delata al individualismo imprevisor y sensual, atropellando la ley para beneficiar a un hombre, a una institución, a un interés creado cualquiera”. En derechos civiles femeninos apoyará el proyecto del senador socialista Enrique del Valle Iberlucea en pro de las madres solteras. Si en ambos casos la experiencia personal es el punto de partida de la conciencia social y de género, es precisamente esa dimensión subjetiva la que avala el feminismo del que dice abjurar.

Contra el suicidio de tocador

Siempre se lee del lado del suicidio de una mujer la razón narcisista del miedo a la vejez y la pérdida de la belleza –ellas estarían sujetas hasta en la muerte voluntaria al deseo masculino– y en el de un hombre la del honor en nombre de Patria o la de la víctima de lo indecible de la humanidad –el Holocausto–, el transfondo psiquiátrico sublimado en la Gran Obra. Pocas críticas atienden a al fantasma esencial que empujó a Virginia Woolf al río Ouse: el nazismo no era un plus sino un cambio de lógica, su marido, judío. Clotilde Sabattini, bañada en ácido hasta la desfiguración por Rául Baron Biza –luego se suicida de un balazo– se tira por la ventana años después ¿La devastación de su rostro, su inútil restauración fue más definitiva que una mutación política para ella un heroína de la pedagogía y casi tan famosa como Evita, sólo que radical y de clase media? ¿con qué cara enfrentar el advenimiento del peronismo cuya oratoria y semblante popular ella no podría jamás encarnar? ¿La trama política y personal de Marta Lynch que la llevó del charter en que Perón volvía a la Argentina a una relación con Massera habrán sido menos importantes en el balazo final que la condena al lifting a perpetuidad? 

Una ética de la despedida

Que al linaje literario propuesto por Ricardo Piglia entre Borges y Arlt se nos oponga el mito de dos suicidas    –Alejandra y Alfonsina– no es más grave que la interpretación de esas muertes. 

Aún el suicidio tiene mucho que decir dejando intacto su misterio. Para una ética de la despedida quizás sea necesario releer a Jean Amery, autor de Levantar la mano sobre uno mismo. El autor, apólogo del suicidio y suicida lo define como un cambio de lógica, lo cual lo extraería del campo de la psicología y de la sociología, considerándolo fruto de una decisión que es preciso desdramatizar y por eso, exige solidaridad. Como feministas quizás sea preciso pensar relacionadas la cuestión del aborto, de la reasignación de género, la eutanasia y la muerte voluntaria: se trata de no ceder al totalitarismo biológico. Hay que vivir se dice desde las buenas intenciones. Respondería: hay que vivir tanto como hay que vivir en el género asignado, de acuerdo al modelo de un cuerpo saludable y en pro de la belleza dictada por la divina proporción del número de oro y dejar vivir siempre lo que fue fecundado porque tautológicamente hay que vivir. No es casual que la Iglesia prohiba el aborto y el suicidio. Los campos de exterminio también. Se trata siempre de quien tiene y ejerce la propiedad de los cuerpos. 

No es menos escandalosa la metáfora del ingeniero disparada por los antiderechos que las de las bellas mañanitas que pudiera haber vivido quien decidió morir voluntariamente -la idea de potencialidad suele servir a los intereses más reaccionarios. 

Por Alfonsina

Par de los varones, pero sin que encontrara en ninguno de ellos un amor simétrico que ella pudiera reconocer como tal, impar entre las mujeres, Alfonsina era la loba, la oveja descarriada, la que no tiene plata para comprarse medias. Cuando muere, no sólo sigue siendo una mujer despareja sino que le falta un pecho. En su poema final “Voy a dormir”, que envía a La Nación, parece permitirse una pequeña venganza; ella, que tanto esperó, hace esperar: “Ah, un encargo,/ si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido”. En sus textos , en su leyenda, siempre aparece un exceso : la pobreza, las dificultades de vivir sin ser “casta de buey”, una temprana querella antipatriarcal , avatares de una militancia en singular. En el caso del motivo de su suicidio –una enfermedad incurable– no sería más que una oportunidad, el suicidio mismo, un acto de soberanía que la hermana con su amigo Quiroga en el morir en los cabales porque más pudre el miedo, como le dijo en un poema cuando él ya no podía leerlo, con Lugones de quien también era amiga y compartía la estética del arsénico. Alfonsina se toma revancha contra ese ineludible cuerpo a cuerpo con los otros y el mundo, adelantándose con un gesto a la metástasis. Y esa soberanía la saca de la pequeñez de quien teme el dolor, la degradación, pero sobre todo la excluye del suicidio “femenino”. Si dice en su última carta “me arrojo al mar” y no “me mato”, es porque su ademán apunta más a ganar de mano y sustraerse a su imparidad que a lo insoportable que escapa a su voluntad. No se deja terminar , termina ella, que la naturaleza avance sólo a través del mar , no de células malignas , ninguna entrada al escarpelo, a los rayos aunque son palabras modernas que ella usaría en sus poemas, la corta de un salto, como quien pone el punto final –ese rigor en la puntuación de toda normalista– y con su sombrerito en forma de escupidera y su cartera llena de poemas escritos a manos, sale para la Historia.