Cuando mi padre me llevaba al colegio, en la década del 60, compartíamos un juego que él decía haber inventado. Ibamos tomados de la mano –yo tenía siete años– y de pronto papá decía “Alto”, y ahí nos quedábamos, inmóviles los dos, en la posición en que nos sorprendía su grito. El que se movía primero perdía. Lo jugábamos sólo dos veces por semana, “para no aburrirnos”, decía el Capitán Soriani, que no cambiaba su decisión a pesar de mis ruegos para que lo hiciéramos más seguido.

A veces, mi padre llevaba a esa escuela de Almagro a otros chicos del barrio, y el juego se hacía más entretenido. Todos querían ir con nosotros, porque caminar esas cuadras atentos a su voz de “Alto” era una fiesta que nos divertía y excitaba.

Sus fallos eran inapelables y el que acumulaba más prendas durante esas cinco cuadras perdía. Con el paso de las semanas perfeccionamos la técnica y era cada vez mayor el tiempo que durábamos quietos. Las caminatas a la escuela se hicieron más largas, porque los minutos transcurrían con nosotros inmóviles y vigilando el mínimo movimiento que hicieran los demás, aunque siempre la última palabra era la de mi viejo, que repartía sus fallos de manera pareja, para hacer la cosa más competitiva.

Era una época de juegos en la calle en ese barrio de clase media donde las simpatías se dividían casi por igual entre radicales y peronistas. Yatay era una calle sin semáforos y en su esquina con Cangallo había un buzón que era el punto donde nos reuníamos para ir a jugar “a la pelota” al Parque Centenario, del que nos separaban pocas cuadras.

Caminábamos por Cangallo hacia Río de Janeiro y pasábamos por la puerta del departamento donde vivía Silvio Frondizi. El “Profesor Fondizi”, como se lo conocía en el barrio, era querido y respetado por los vecinos, que lo veían hacer las compras junto a Doña Pura, su mujer. Sus hijos, Silvia y Julio, compartían con nosotros los juegos y los días.

Silvia, un par de años mayor, nos hacía suspirar con su belleza inalcanzable, y envidiábamos sus novios, a los que siempre elegía fuera de las fronteras del barrio.

Silvio, hermano del presidente Arturo, fue militante de izquierda, profesor universitario y abogado defensor de presos políticos. Sus ideas y su compromiso provocaron su asesinato por la Triple A de López Rega. En setiembre de 1974 una patota lo arrancó de su casa en pleno día y lo asesinó a balazos en los bosques de Ezeiza. Su yerno, Luis Mendiburu, esposo de Silvia y militante de la Juventud Peronista, quiso evitar el secuestro y también fue asesinado. Todavía no hay una placa que los recuerde, es una deuda pendiente, pero ese crimen quedaría para siempre en la memoria del barrio.

El juego de las “Estatuas” era uno más entre muchos. “El Patrón de la Vereda” cotizaba alto, porque podían compartirlo varones y mujeres. Se sorteaba quien sería el “Patrón” y el elegido se paraba en el medio de la vereda para tratar de agarrar a los demás, que lo desafiaban corriendo por el cordón o por la calle, donde los fines de semana no pasaba ningún auto. Al que tocaba caía “prisionero” e iba a parar contra la pared, a espaldas del Patrón, que a su vez debía evitar que fueran liberados por los que seguían jugando. Cuando caían al menos tres participantes se cambiaba de Patrón, y los presos estaban obligados a cumplir las prendas que decidieran los demás jugadores.

También se jugaba al “Quemado”, que no hace falta explicarlo porque aún hoy está vigente, al “Hoyo Pelota”, levantando las tapas de las bocas de agua que existían en las veredas para usarlas como hueco, donde había que embocar la pelota de goma a rayitas marrones y amarillas, la clásica “Pulpo”. Los domingos a la tarde eran para las carreras de carritos de madera, armados por nosotros mismos, con cuatro listones cruzados, dos ejes y cuatro rulemanes. Eran de “tracción a sangre”, así que uno empujaba y otro manejaba el carrito, turnándose en los dos puestos. Las carreras eran ruidosas y nunca empezaban antes de las cuatro, cuando los vecinos terminaban su siesta.

Los partidos en la calle solían suspenderse con la llegada de algún patrullero de la “Once”, que era la Comisaría de la zona, en la Avenida Diaz Vélez, a metros del Hospital Durand y a pocas cuadras del Instituto Pasteur, de donde salían los famosos camiones de la “Perrera”, impensables hoy, pero frecuentes en aquella Buenos Aires.

Esos camiones eran el terror del barrio.  Se dedicaban a “cazar” perros callejeros y llevarlos al Pasteur donde, si no eran reclamados a tiempo por el dueño, se los mataba sin más.

Recuerdo un domingo que se llevaron a nuestro “Colita” y tuvimos que correr con mi padre las ocho cuadras que nos separaban del Instituto para rescatarlo con vida. Volvimos felices el Capitán y yo, con “Colita” en nuestros brazos.

En esa época aparecieron los sifones Drago. Fabricar soda antes de almorzar era fantástico. Había que calcular muy bien el gas que se le ponía, para que no pareciera “pis de gato”, según definía mi madre que no estaba para nada convencida con una compra que papá había decidido sin consultarla. “Se paga sólo”, repetía mi viejo cuando ella se quejaba por un gasto que juzgaba inútil, además de peligroso. “En cualquier momento volamos todos” repetía con tono de tragedia.

La basura se sacaba a la calle en tachos de lata, que los basureros vaciaban y dejaban en el mismo lugar de donde las habían levantado, con cuidado para que no se abollaran. Se compraba carbón suelto en las “Carbonerías” y se calentaba agua en pavas enormes. El calefón eléctrico fue otro invento revolucionario en esa Argentina de los sesenta, y reemplazó con éxito a las incómodas pavas.

Las fogatas de San Pedro y San Pablo eran una ceremonia que se preparaba durante el mes previo, juntando madera, dejándola en algún baldío y cuidando que no vinieran “los del otro barrio” a robarlas, mientras se armaba el muñeco que todos los años nos parecía más grande y más lindo que él anterior. Las papas y batatas a las brasas eran el final de fiesta, con todos los vecinos celebrando en la calle la quema del muñecote gigante.

Después crecimos y nos fuimos del barrio. Algunos siguieron una vida sin sobresaltos y a otros les tocó la cárcel, el exilio o la muerte cuando la dictadura de Videla terminó con los sueños de varios de los que crecimos en esas cuadras.

Silvia y Julio Frondizi, los hijos del viejo Silvio, pudieron refugiarse en Italia y desde ahí habrán recordado el viejo juego de Las Estatuas, que ahora se llama “Mannequin Challenge” y se puso de moda en las redes sociales. Miles de personas en el mundo juegan a congelarse en las posiciones más insólitas, luego las fotos circulan por Internet y el “Mannequin Challenge” aumenta su número de adictos.

Artistas famosos interrumpen sus shows para que la multitud que los presencia se quede paralizada. Luego un video en You Tube difundirá por el mundo la proeza. Hasta las FARC lo utilizaron como un recurso de propaganda cuando negociaban el tratado de paz con el presidente Santos en Cuba, y las imágenes estáticas de los guerrilleros en sus campamentos de la selva colombiana lograron miles de visitas en la Web. El Comandante Timochenko sonreía satisfecho por la repercusión de la iniciativa, que se viralizó por el mundo.

Muy lejos de imaginar todo esto estaba el Capitán Soriani, cuando camino a aquella escuela de Almagro gritaba “Alto” y todos nosotros obedecíamos su orden para quedar congelados en el aire, y suspendidos en el tiempo.