La sirvienta canta a menudo. Canciones populares antiguas y canciones nuevas de moda que hablan de la guerra. Escuchamos las canciones, las repetimos con la armónica. Pedimos también al ordenanza que nos enseñe canciones de su país.

Una noche, tarde, cuando la abuela ya se ha acostado, nos vamos al pueblo. Cerca del castillo, en una calle vieja, llegamos a una casa baja. Ruido, voces y humos proceden de la puerta que se abre a una escalera. Bajamos los escalones de piedra y desembocamos en una bodega convertida en una taberna. Unos hombres, de pie o sentados en bancos de madera y toneles, beben vino. La mayor parte son viejos, pero también hay algunos jóvenes, así como tres mujeres. Nadie nos hace el menor caso.

Uno empieza a tocar la armónica y el otro a cantar una canción conocida, acerca de una mujer que espera a su marido que fue a la guerra y que volverá pronto, victorioso.

La gente, poco a poco, se vuelve hacia nosotros: las voces callan. Cantamos, tocamos, cada vez más fuerte, oímos resonar nuestra melodía, hacer eco en la bóveda de la bodega, como si fuese otro el que tocase y cantase.

Cuando terminamos la canción, levantamos los ojos hacia los rostros cansados y vacíos. Una mujer ríe y aplaude. Un hombre joven a quien le falta un brazo dice con voz ronca:

–Seguid. ¡Tocad otra cosa!

Intercambiamos los papeles. El que antes tocaba la armónica se la pasa al otro y empezamos otra canción.

Un hombre muy delgado se acerca a nosotros tambaleándose y nos grita a la cara:

–¡Silencio, perros!

Nos empuja brutalmente uno a la derecha y el otro a la izquierda; perdemos el equilibrio, se nos cae la armónica. El hombre sube por la escalera apoyándose en la pared. Le oímos gritar todavía desde la calle:

–¡Que se calle todo el mundo!

Recogemos la armónica, la limpiamos. Alguien dice:

–Está sordo.

Otro dice:

–No solo está sordo. También está loco de remate.

Un viejo nos acaricia el pelo. Las lágrimas brotan de sus ojos hundidos, con ojeras negras.

–¡Qué desgracia! ¡Qué mundo de desgracias! ¡Pobres niños! ¡Pobre mundo!

Una mujer dice:

–Sordo o loco, el caso es que ha vuelto. Y tu también has vuelto.

Se sienta encima de las rodillas del hombre a quien le falta un brazo. El hombre dice:

–Tienes razón, hermosa, he vuelto. Solo que estoy paralizado por abajo. Las piernas y todo lo demás. Ya no me empalmaré nunca más. Habría preferido morirme de golpe, quedarme allí, de una vez.

Otra mujer dice:

–Nunca estáis contentos. Los que veo morir en el hospital dicen: “Fuese cual fuese mi estado, me gustaría sobrevivir, volver a mi casa, ver a mi mujer, a mi madre, como fuera, vivir un poco más aún”.

Un hombre dice:

–Tú, cierra el pico. Las mujeres no han visto nada de la guerra.

La mujer dice:

–¿Qué no hemos visto nada? ¡Imbécil! Nosotras hacemos todo el trabajo, tenemos todas las preocupaciones: alimentar a los niños, cuidar a los heridos… Vosotros, una vez que acaba la guerra, sois todos unos héroes. Muertos: héroes. Supervivientes: héroes. Mutilados: héroes. Y por eso habéis inventado la guerra vosotros, los hombres. Es vuestra guerra. Vosotros la habéis querido, ¡así que hacedla, héroes de mierda!

Todos se ponen a hablar y a gritar. El viejo, cerca de nosotros, dice:

–Nadie ha querido esta guerra. Nadie, nadie.

Salimos de la bodega; decidimos volver a casa.

La luna ilumina las calles y la calle polvorienta que lleva a casa de la abuela.

Fragmento de Claus y Lucas de Agota Kristof