Cuando iba a la facultad, me hice amiga de Cecilia Pavón. Ella vivía en pleno centro, a pasitos de Avenida de Mayo. Las tardes caminábamos por ahí buscando ferias americanas, metiéndonos en un bar a discutir qué significaban presente, poesía, amor. Nos cruzábamos con seres interplanetarios, entre ellos, Marosa di Giorgio, en una foto, en la portada del diario de poesía. Eran los noventa, pero no se llamaban así, porque todavía no tenían nombre. Cuando descubrimos esas prosas alocadas nos fascinamos. Y yo nunca más salí de ahí, quedé atrapada en las enredaderas, las casas de hongos y las flores sangrientas de las que me sigo alimentando. 

Al tiempo, Marosa iba a hacer una performance en el Rojas. ¡La diosa iba a corporizarse frente a mí! Como dos mariposas revoloteamos hasta la puerta. Le compramos un prendedor dorado, rosa, verde, tornasol. Era un prendedor de mariposa. Antes de la lectura me animé a acercarme a ella, la musa uruguaya que no podía tener cuerpo pero sí, y pelo de fuego, y pestañas para filtrar su mirada animal. Ella abrió el paquetito y se prendió en sus gasas lo que era para sí, agradeció.

Como si con mis dedos hubiera quedado yo misma puesta en sus telas, me evaporé hacia la puerta a respirar la emoción. Era amor correspondido. 

Al rato, la sala se oscureció y ahí estaba toda yo, esperando recibir la bendición de su performance. Marosa salió a escena descalza, vestía algo rojo y vaporoso, igual que su pelo, algo que no tenía ningún siglo al que pertenecer, era magia roja sin tiempo. Descalza, así vestida de rojo vapor, avanzó por el escenario. Recostada sobre sus antebrazos, una tropilla de rosas rubí. Ella andaba a la deriva por el espacio del escenario, cada tanto podía caerse una flor. Hacía sonar sus palabras como piedras preciosas que absorbí. Fueron mi claro alimento, la unción de su cáliz. De aquí para allá sus poemas salieron, remolinos envolventes de peligro y deseo, hasta que cayeron rendidos sus brazos, rendidas las rosas cayeron, cantaron su ruido de espinas, dieron las doce, ese fue el primer final.

Una vez me tocó participar del mismo ciclo que ella. Fue en NYU, había que hablar de las influencias, que debían ser eufóricas. En vez de hablar de Borges, como otros, Marosa habló de la naturaleza. Daba esa conferencia como si mostrara un jardín. Las hojas que llevó para leer no eran impresiones A4, eran, como el título de su obra reunida, a la que siempre vuelvo, papeles salvajes. Hojas escritas a mano, doble faz, amarillentas y arrugadas, papeles que habrán envuelto su cuerpo como un gran chal mientras cruzaba el río en un barco hecho de viento. 

Su madre, la música de las plantas, el secreto de las rosas, los jardines y sembradíos salieron a deleitarnos. Sus poemas eran su biografía, su biografía eran sus poemas. Nadie puede obligarnos a decir la verdad, parecía decirme Marosa, porque sólo podemos componer nuestra verdad, una y otra vez, como una costurera que hila una música infinita, desde que nace. 

La saludé al final, ella me preguntó mi nombre y dijo que me había leído mucho, en el diario de poesía, ¡justamente! Yo estaba encendida, era como un mechón de su pelo. Así que ella también me quería, lo nuestro era una cuestión de espejo. Quise hacer una reverencia, o sacarla a bailar. 

Después todos iban a cenar pero yo no acepté la invitación. Fui tímida y además, no quería saber cómo era ella sentada a una mesa de escritores, intelectuales. Verla manipular el menú de un restorán banal, verla entrar en contacto con platos, con vasos sin gracia de este mundo demasiado real. Preferí ser el mechón, quedar prendida de su solapa como aquella mariposa. Y así guardé su ofrecido tesoro, el camafeo dorado que, nombrándome, me había regalado ella a mí. 

Años después, de visita en casa de Roberto Echavarren, Montevideo, la llamé por teléfono con la ilusión de vernos. Imaginaba su casa con una gran mesa de comedor, un aparador cuyas copitas harían un leve tintín al caminar nosotras hacia el té o el licor, por los pisos de madera antigua. Pero esta vez Marosa no aceptó, me contó que estaba enferma. Yo no entendí, era joven para pensar en la muerte. La próxima será, dije liviana, ya vas a estar mejor. No creo, contestó...

Pocos meses después debí guardar una carpetita, pintada con esmalte de uñas dorado, que yo había confeccionado para enviarle por correo unos poemas. Hacía tanto tiempo la tenía preparada… demasiado demoré. Ya nunca salió en el barco de viento, rumbo a su casa en Montevideo, para llegar y ubicarse entre sus estantes de licor verde, tacitas y copitas, teteras llenas de mariposas, para que ella me leyera cerca de un patio de gladiolos y seres invisibles que me hubiera mostrado, con la luz de su magia, cuando hubiera oscurecido adentro de nuestro té. 


Gabriela Bejerman acaba de lanzar Aurelia, poemas de amor, maternaje y orfandad, por Ediciones Nebliplateada, proyecto feminista. Desde los 90 participa en la escena literaria con libros (Alga, Crin, Pendejo, Ubre, Querida, Presente perfecto, Linaje, Heroína, Un beso perdurable), performance, música electrónica y el cuerpo en escena. En sus libros recientes se pregunta por la relación entre vivir y escribir. Trabaja coordinando talleres literarios: [email protected]