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El Baúl de Manuel

Por M. Fernández López

Sin pan ni circo

No sólo de pan vive el hombre. Si el pan satisface una necesidad del estómago, enormemente más importantes son las necesidades del cerebro. Me refiero a las fantasías y hábitos culturales que la sociedad inculca. Pero si existen infinitos caminos para llenar, saciar y engañar a la panza, en cambio las necesidades de la fantasía no admiten tanto margen de sustitución. ¿Da lo mismo un Van Gogh auténtico que una imitación? ¿O Beethoven que Palito? Y cuanto mayor la “cultura” en esos consumos, más difícil la sustitución. Son bienes cuyo consumo aumenta el goce cada nueva vez. Como hacer el amor, beber, fumar o ver fútbol: la iniciación puede ser difícil, pero su disfrute y necesidad crece con la práctica y el conocimiento. Acaso la primera vez que uno ve fútbol perciba una veintena de energúmenos en calzoncillos pateando una esfera. Con los años, percibe acciones estratégicas, armonía y concertación. El gusto, una vez adquirido, se incorpora a nosotros y prescindir de él puede ser traumático y penoso. Baste recordar casos de famosas prohibiciones o interrupciones de suministro de artículos no indispensables biológicamente, como bebida o tabaco: la dramática y violenta historia de la prohibición de bebidas alcohólicas en Estados Unidos en la década de 1920; o la interrupción de la venta de cigarrillos en la Argentina en la década de 1950. Yo recuerdo largas filas en casas particulares -a pocas cuadras de la mayor productora de cigarrillos del país- donde se vendían puchos a precios varias veces superiores a los normales. Y eso mismo cabe esperar del precio de cualquier bien que de pronto pasa, de producirse normalmente, a ser bien no reproducible o cuya oferta de nuevas unidades cae a cero: la utilidad de una unidad más del bien se va pum para arriba, y lo acompaña el precio de demanda. En un país donde el pan ha desaparecido de muchas mesas -de desocupados, de pobres, de marginados, de jubilados- la prohibición del fútbol producirá muchos síndromes de abstinencia, y con ello un aumento de todos los valores monetarios involucrados en este negocio, desde las entradas hasta las regalías por transmisiones televisivas y aun ¿por qué no? la privatización de la seguridad dentro y fuera de los estadios. Lo cual beneficiará más que a nadie a quienes ganan con tal negocio. Como la prohibición de la droga: si a alguien beneficia es en primer lugar a los narcotraficantes.


Rascando con el juez

Hacéte amigo del juez, no le des de qué quejarse.
Pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse.

De tres grupos de gentes el mundo no suele hablar bien: los argentinos, los economistas y los jueces. Que a estos últimos les pase está casi en la naturaleza de las cosas: al juez sólo acuden quienes tienen un interés controvertido con otro, y el juez debe dar la razón a una de las partes, por lo que la parte desfavorecida se acordará de él con amargura, y si está en posición de publicar su pensamiento le tirará de todo menos rosas. Shakespeare, en Hamlet, deploraba la lentitud judicial. Y de tales quejas hay montones. ¿Para qué diantre hay jueces? Según Adam Smith -y en esto coincidía el autor de la Constitución argentina- la apropiación de los bienes terrenales fue desigual, y excluyó a muchos: “donde existen grandes propiedades -decía- existe gran desigualdad. Por cada hombre riquísimo habrá por lo menos quinientos pobres, y la abundancia de algunos pocos supone la indigencia de muchos”. Una gran casta de desposeídos, envidiosa de las propiedades de los propietarios: “La abundancia que gozan los ricos despierta la indignación de los pobres, que con frecuencia se ven arrastrados por la necesidad, o impulsados por la envidia, a atropellar las posesiones de aquéllos”. El temor al castigo es disuasivo: “Sólo bajo el cobijo del magistrado civil puede dormir una sola noche tranquilo el propietario de esas propiedades valiosas. La autoridad civil es una institución destinada a asegurar los bienes y las propiedades, se instituye para la defensa de los ricos contra los pobres, es decir, de quienes poseen algo contra los que nada poseen”. El juez defiende a uno frenando las aspiraciones del otro: se convierte en instrumento del rico y en verdugo del pobre. Mientras el rico puede servirse de los mejores abogados e intentar halagar al juez, el pobre debe entregarse al defensor de pobres y ausentes y de él no puede el juez esperar ninguna atención. A todo argentinito de tierna edad, en la escuela el programa oficial le manda estudiar el libro que representa a la literatura argentina, y lee: “¡Pucha, si usté los oyera / como yo en una ocasión / tuita la conversación / que con otro tuvo el juez! / Le asiguro que esta vez / se me achicó el corazón. / Hablaban de hacerse ricos / con campos en la frontera/ ... Todo se güelven proyetos / de colonias y carriles / y tirar la plata a miles.”