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Por M. Fernández López
La sal de la vida
Una sola especie es tan perjudicial a un ecosistema, como una sociedad humana o una comunidad científica. La diversidad enriquece y fortifica. La economía lo descubrió, relacionando el origen de la ciudad y la división del trabajo. ¿Qué sentido tendría una ciudad poblada exclusivamente por carpinteros, donde todos produjeran el mismo bien? Pan con pan, comida de tontos. El intercambio, de existir, sería más molestia que ventaja. Porque para intercambiar no se asocian dos médicos, pero sí un médico y un agricultor y en general personas diferentes y desiguales. Pero, además, no podrían vivir en casas, alimentarse ni vestirse, porque no habría albañiles, agricultores, panaderos, tejedores ni sastres. La diversidad de aptitudes y profesiones, por el contrario, crea una base natural para el intercambio y une, por interés propio, a quienes participan en él: todos necesitan los productos de los otros; todos los demás necesitan del producto de uno. De ahí la frase de Aristóteles: la necesidad mantiene todo junto como una sola unidad. En una microciudad formada por un agricultor, un albañil, un herrero y un carpintero, la aparición de un sastre permite que todos se vistan; la desaparición de cualquiera de ellos perjudica a todos. Cuando comenzó la economía no había economistas, sino líderes sociales, filósofos, juristas, teólogos, santos, etc. Se enriqueció con experiencias, voces técnicas e instrumentos de comerciantes, banqueros, médicos, matemáticos, ingenieros, abogados, agrónomos, astrónomos, militares, y aun de estafadores y asesinos; siempre y sin excepción, grupos minoritarios; muchas veces, objetores. Sin el aporte médico, por ejemplo, la visión de la economía normal estaría privada de las ideas, aportadas por el Dr. Quesnay, de metabolismo -como destrucción de bienes (insumos, medios de producción) y su creación (reproducción)- y de circulación (transacciones entre sectores). Y perderíamos voces introducidas por el Dr. Juglar para las crisis, enfermedades de la economía, cuyo estudio -escribía Alberdi- es la patología de la ciencia económica. Términos para fenómenos anormales: crisis, contracción, plétora, paralización o parálisis, efusión o derrame, enfermedad, remedio, síntoma, fiebre, pánico o terror. Si no incluye lo diverso, la democracia no prospera, ni la sociedad se cohesiona ni la ciencia avanza.
Fuera de la ley
Milton Friedman, acaso sin saberlo o sin proponérselo, elaboró a través de un caso una familia amplia de actos de gobierno. Demostró cuán peligrosa podía ser la discrecionalidad en el manejo monetario. Recomendó sujeción estricta a pautas prefijadas. Era un caso particular de la sujeción a normas -enfrentado al discrecionalismo- o de acotar las acciones a los límites que la ley fija. Como diría Perón: Dentro de la ley todo. Fuera de la ley, nada. En la comunidad organizada, a todos rige una misma ley y no caben en ella los outlaw. Tal fue el título de una película, cuyo protagonista ya nadie recuerda, exhibida como El proscripto. En una película más reciente, su protagonista asumía dicho nombre, considerándose tal por verse obligado a actuar según la ley, vedado el camino de un deporte nacional, la elusión. Prefería el camino de la anomia (del griego a-nomos: sin ley), donde la ley está, pero se obra como si no estuviera. Puede no pecarse por falta de leyes, sino por violarlas o hacerlas vanas con artificios. Por ejemplo, la reelección, de la que Perón dijo: alienta a que personas menos escrupulosas o fracciones de ciudadanos supongan que la salvación de la patria sólo puede realizarse por sus hombres o sus sistemas. Hombres, pues, providenciales. Y los actos del hombre providencial, por ello mismo, no resultan de deliberaciones públicas o de raciocinios de expertos. Se suponen dictados por Dios conforme a sus designios. Luego, no es necesario dar cuenta del proceso de formación de decisiones, sino sólo anunciar actos consumados. Es innecesaria la transparencia de los actos de gobierno. Creer en el origen providencial de los actos del gobernante es análogo a la creencia de siglos pasados en el origen divino de los reyes: sólo un pueblo ignorante, adormecido o coaccionado podía aceptarlo sin reaccionar. No parece que Dios aconsejara no escuchar el clamor angustioso de los jubilados y sí de las AFJP. Dios no aconsejaría abandonar a los accidentados laborales y atender a las ART. Dios no aconsejaría desoír a los desocupados y oír al FMI. No suele ser la voz de Dios, sino otra voz, más contante y sonante, a la que prestan oídos. Diríase que su visión de la gestión pública es pseudo-calvinista: así como el particular ve un signo de predestinación en el éxito económico, el funcionario mide el éxito de su gestión por el monto de las recompensas económicas obtenidas.
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