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DESIGUALDAD                   &nbsp

Por Maximiliano Montenegro

El empeoramiento en la distribución del ingreso, que confirmaron los últimos datos oficiales, es sólo la punta del iceberg de la desigualdad. Un trabajo inédito del economista Luis Beccaria, ex director del INdEC, demuestra que la desigualdad de ingresos que releva el organismo oficial es el punto de partida de otras disparidades, acentuadas en los últimos años, que perjudican a las familias más pobres. Es la mejor descripción realizada hasta el momento del círculo vicioso en el que la Convertibilidad está encerrando a los excluidos del modelo: familias que se caen en la pirámide de ingresos; madres, hijos y abuelos que salen a buscar trabajo para compensar el desempleo del jefe de hogar; hijos que dejan de asistir a la escuela o estiran los años de cursada; empleos en negro, informales, inestables; falta de calificación para acceder a puestos mejor remunerados, perspectivas laborales más negras a futuro, etc., etc.

El sábado de la semana pasada, Página/12 informó que en agosto se batió un nuevo record en la concentración del ingreso desde que el INdEC empezó este tipo de estadísticas a principios de los años setenta. Según los resultados de la encuesta de hogares de ese mes, una persona del décimo más rico de la población ganaba en promedio 25 veces más que una del décimo más pobre. En 1991 dicha diferencia era de 15 veces y a mediados de los setenta rondaba las 8 veces. Visto de otro modo: hoy, de cada 100 pesos cobrados en el país, 37,3 pesos son acaparados por el décimo más rico de la población y sólo 1,5 pesos por el décimo más pobre. O, si se quiere, el quinto más acomodado de la población se queda con 53,2 pesos contra los míseros 4,2 pesos que le corresponden al quinto más relegado.

El aumento de la desigualdad no sólo se explica porque los sectores bajos soportan un nivel de desocupación que casi triplica la tasa del 13,2 por ciento que marcó la encuesta de agosto pasado para el total del país. También se debe al vertiginoso deterioro de las remuneraciones en los empleos peor pagos, lo cual descifra que en los últimos dos años -cuando la desocupación bajó- la desigualdad se agudizó.

Roque Fernández y sus asesores nunca prestaron atención a la concentración del ingreso e incluso llegaron a justificarla con argumentos exóticos (ver aparte). Otros economistas, en especial los de extracción liberal, a lo sumo propusieron como solución la receta de siempre: invertir en educación para igualar las oportunidades de acceso al mercado laboral. Sin embargo, en un estudio reciente, aún inédito (“Brechas de ingresos y de otros tipos en Argentina”), Luis Beccaria sostiene que semejantes niveles de desigualdad y pobreza están condenando a los sectores bajos a un círculo vicioso de difícil escapatoria.

Según el economista de la Universidad de General Sarmiento, las familias pobres intentaron amortiguar su caída con un fuerte aumento de los miembros que salieron a buscar empleo, ya sea para reemplazar o completar los ingresos insuficientes del jefe de hogar. Pero este salto terminó en empleos precarios, de gran inestabilidad. Y, para colmo, obliga a una porción creciente de las familias más necesitadas a renunciar a la educación y cuidado de sus hijos. Es decir, a su futuro.

Entre ’91 y ’97, la oferta de trabajo (tasa de actividad, en la jerga técnica) entre los “cónyuges” se más que duplicó, entre los “hijos de todas las edades” se triplicó y la de “personas de más de sesenta años” se duplicó. Por el contrario, entre las familias más ricas, la oferta de trabajo siguió una tendencia mucho más lógica con las sociedades modernas: un aumento moderado en cónyuges e hijos (del 10 y 34 por ciento, respectivamente) y una baja entre los individuos de más de 60 años. Si no fuera por esta salida masiva y forzada al mercado laboral de los miembros adicionales de las familias más pobres la brecha de ingresos sería bastante mayor a la que refleja el INdEC: por ejemplo, el quinto más rico ganaría 16 veces más que el quinto más pobre, en lugar de las 12 veces más que recibe actualmente.

Como los hogares del estrato de menores ingresos cuentan con más cantidad de niños, “los beneficios de las actividades domésticas resultan mayores para sus cónyuges”, dice Beccaria. Por lo tanto, semejante incremento en la participación económica fuera del hogar de éstas “debe haber tenido un impacto negativo en el bienestar de estas familias” no contemplado en las estadísticas de ingresos del INdEC. “Este perjuicio sería consecuencia de factores tales como la intensificación de las tareas que deben realizar las cónyuges y/o la desatención o menor cuidado de los niños, asignando su cuidado a otros menores. En este caso sería también afectado el tiempo que éstos dedican al estudio”, especula Beccaria. Más directamente, el boom de oferta laboral de adolescentes de más de 13 años, además, “debió perjudicar sus niveles de educación”, agrega.

Efectivamente, las cifras corroboran las sospechas:

  • La tasa de asistencia escolar de los adolescentes de 13 a 17 años, provenientes de hogares pobres, se estancó en el 72 por ciento del total desde 1991. En cambio, aumentó entre aquellos de familias ricas: del 89 al 98,3 por ciento del total.

  • La diferencia de asistencia resulta todavía mayor entre los jóvenes de 18 a 25 años, ya que se redujo entre quienes pertenecen al estrato bajo (de 25 a 16 por ciento del total) mientras que aumentó entre los del segmento alto (del 45 al 70 por ciento).

  • El indicador de “retraso escolar” también refleja el problema: en 1991, el 69 por ciento de los estudiantes secundarios de origen humilde repitieron de grado, mientras que hoy el 95 por ciento se halla en esta situación. En cambio, entre los ricos, los alumnos repetidores cayeron de 43 a 42 por ciento del total.

  • De por sí semejante deterioro educativo es una carta segura para estar cada vez más alejado de los puestos de trabajo mejor remunerados en los próximos años. Y de hecho, la gran mayoría de los que salieron desesperadamente a buscar empleo, en el mejor de los casos (es decir, si lo encontraron), ya se han ensartado en la franja más precaria del mercado laboral, padeciendo desde el subempleo a la explotación laboral.

  • Entre los ocupados de grupo más pobre, el 31 por ciento se encuentra hoy subocupado (es decir, que trabaja menos de 35 horas semanas y desearía trabajar más) mientras que en 1991 sólo el 9,6 por ciento estaba en esta situación. Para colmo, estos subocupados trabajan casi 5 horas semanales menos que siete años atrás: 16,6 horas en promedio contra 21,4 horas semanales.

  • En el otro extremo, la subocupación creció sólo del 5,8 al 7,3 por ciento de los ocupados. Y se mantuvo la cantidad de horas semanales trabajadas en el orden de las 21.

  • Entre los pobres, los que no soportan el subempleo debieron estirar la jornada laboral. En promedio, las horas semanales trabajadas de éstos aumentaron de 47 a 53. Pero una franja importante labora hoy más de 65 horas semanales (ver aparte), como en Malasia.

  • La otra cara de la precarización es la gran inestabilidad de los nuevos puestos de trabajo con que el grupo menos favorecido intentó suavizar una caída libre.

  • El 88 por ciento de los empleos conseguidos por las cónyuges son “asalariados en negro” o “cuentapropistas no profesionales”, en su mayoría un refugio ante la imposibilidad de hallar un trabajo formal. El 80 por ciento de los puestos conseguidos por los hijos de los hogares pobres caben en estas categorías.

  • Entre los jefe de hogares pobres, el 62 por ciento de los ocupados se desempeñan como asalariados en negros o en tareas informales, y sólo un 34 por ciento son asalariados en blanco. El deterioro respecto de 1991 es notable: entonces el 57 por ciento estaba en blanco mientras que en empleos informales revistaba el 43%.


    Uno de cada cuatro ocupados en el GBA busca otro empleo porque no llega a fin de mes Las caras de la precarización laboral

    Por M.M.

    El jueves próximo el gobierno dará a conocer los resultados de desocupación de la encuesta de hogares de octubre. Como anticipó este diario, la tasa mostrará una caída al 12,5 por ciento del 13,2 por ciento de agosto pasado. Pero, más allá de esa disminución, los últimos datos del INdEC confirman que el mercado laboral argentino se parece cada vez más al modelo de explotación asiático.

    El primer síntoma es el descontento e incertidumbre reinante entre los ocupados: según la encuesta de hogares de agosto, se batió un nuevo record de gente que teniendo empleo busca otro. Uno de cada cuatro ocupados en el área metropolitana (Capital y Gran Buenos Aires) se encuentran en esta situación. Son 1.270.000 personas, el 27,7 por ciento de la población ocupada de la región, que insatisfechos con los ingresos que perciben buscan “activamente” (así lo declaran al INdEC) otro conchabo para llegar a fin de mes. A comienzos de la Convertibilidad, sólo el 13 por ciento de los empleados perseguía otro trabajo, lo que representaba solamente 550 mil personas, menos de la mitad del número actual.

    El universo de los ocupados, en tanto, se divide de la siguiente manera:

  • Subocupados: los que trabajan menos de 35 horas y desearían trabajar más, más que duplican la cantidad de principios de la Convertibilidad. Hoy representan el 16 por ciento del total de ocupados.

  • Ocupados plenos: son los que están conformes con el número de horas dedicadas al trabajo. Cayeron más de 10 puntos desde el principio desde 1991 y hoy representan el 39 por ciento de los empleados.

  • Sobreocupados: suman casi 1,9 millones de personas en el área metropolitana.

  • Explotados: se refiere a las personas que trabajan más de 62 horas semanales, bajo un régimen laboral parecido al sistema de superexplotación malayo que deslumbró al presidente Menem cuando viajó al sudeste asiático el año pasado. Hoy revistan en esta condición en el Gran Buenos Aires 620 mil personas, casi uno de cada seis ocupados en la región. Entre los hombres, en tanto, la proporción es todavía mayor: uno de cada cinco de los ocupados trabajan jornadas de más de 12 horas durante cinco días a la semana.

  • Asalariados en negro: en agosto alcanzó un nuevo record la proporción de asalariados en negro. Entonces, el 37,2 por ciento de los asalariados de la región estaban “en negro”, sin aportes previsionales ni cobertura social. Esto es 1.266.000 personas. En octubre del ‘94, el 29 por ciento de los asalariados de la región estaba en negro, 400 mil personas menos que en la actualidad.

  • Según los expertos, estas cifras revelan distintas formas de precarización laboral. Para Ernesto Kritz, director del Centro de Estudios Laborales, “es probable que la gente que dice estar buscando otro empleo esté en el segmento del mercado que yo denomino de baja calidad laboral Es una parte de la población ocupada que está en trabajos intermitentes: rotan entre empleos pasando por intervalos frecuentes de desocupación”, afirma. Beccaria, a su vez, considera que “el aumento de personas que buscan un empleo adicional tiene que ver con que algunos sectores están cobrando salarios muy bajos y deben completar los ingresos con otra actividad”.

  • Las distintas modalidades de sobreempleo, por otro lado, no serían explicadas por la sobreexigencia que impone el capitalismo en las sociedades más avanzadas a los sectores medios y altos ávidos de progreso social. Kritz dice que “hoy apenas un 40 por ciento de la población tiene un trabajo asalariado en blanco y estable. Por lo tanto, para el resto del mercado no es sorprendente que haya una proporción elevada de personas que trabaja más de 45 horas semanales. Y lo más probable que esta gente gane bastante poco”, asegura.