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convivir con virus
¿Qué se hace con este silencio que apaga la risa que eran carcajadas, que era esa voluntad de subirse a los bondis a ofrecer almanaques, que era ese gesto exagerado de su cojera real disfrazada de lástima para conseguir un mango y que era de nuevo carcajadas y era voluntad de vivir y de caminar la calle? ¿Qué hago, entonces, con este desconcierto? Siempre supimos que nadie tiene la vida comprada, que es una lotería, que el sida puede ser nada más que una alerta para vivir ahora, para no estar muerto ahora sosteniendo un todos los días parejo y sin sorpresas, sin sensualidad, sin alegría, algo opaco como el gris del asfalto, como apretarse en un colectivo donde ella montaba el escenario de su tragedia. Pero ahora que otra vez el teléfono me trae una noticia absurda, como su cuerpo enredado entre las patas de elefante de ese colectivo escenario del que se acababa de bajar y la mutiló irremediablemente (mientras ella sostenía su sonrisa hasta el último minuto de conciencia), la verdad me pega como un piano en la cabeza que alguien soltó desde el cielo sin fijarse quién estaba abajo. Ella tenía hiv y la muerte no tuvo cara de enfermedad sino de desprecio. El desprecio por lo demás de quien está al volante, seguro del poder de toneladas del paquidermo que conduce. Es así, la gente se muere de otras cosas, la muerte no pregunta tu historia clínica, a veces te asalta, te toma por detrás, te viola en plena calle y todos asistimos en silencio a la confirmación de lo que ya sabíamos. Puede ser que me ponga melancólica, que a nadie le importe el nombre de mis muertos, pero cada uno deja un mensaje, entrega algo antes de irse. Ella dejó un sello en el pavimento, la marca del absurdo, la orden explícita de que hay que salir de las paredes de tu cuerpo, que hay que seguir buscando eso que te da placer, que te da tu nombre y apellido, que hace un día distinto del otro y cada bocado como el último. Nadie pensaría en la belleza si alguna vez no se hubiera enfrentado con la cara del hambre. A veces es tan poquito lo que se tiene, como ella, la Renga, tenía tan poquito. Y con eso le alcanzaba, el recuerdo de su hijo que se fue de la vida montado en su motocicleta, las reuniones con las amigas, alguna caricia que le robaba a la noche cuando iba a escuchar a sus amigos que hacen música en los barrios. Nunca un mango, nunca la dignidad del mismo techo un mes seguido. Y sin embargo se reía tan fuerte y le temía tan poco a la enfermedad. No era mi amiga, era un punto de referencia para mis días sin luz. La vi pocas veces, pero cada vez nos tomamos unas cervezas escapándonos de los proverbios médicos como chicos que se ratean de la escuela. Es la ley de la calle, me dijeron para anunciarme su partida, ni siquiera a ella la hubiera sorprendido de haberlo sabido un día antes. Tal vez hubiera arreglado su bagayo, besado a sus amigos y soltado su risa como un montón de globos para despedirse. Yo no estuve a la altura de las circunstancias, me guardé mis ganas de llorar, me explotó el pecho de bronca, me peleé con el sinsentido. Y después, muchos días después, leí en el asfalto la huella de su paso y entendí. Es ahora o nunca, vida, y te tengo para mí.

Marta Dillon