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Clara de noche
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Convivir con Virus

Algunos días me gustaría olvidarme de todo. Despertarme y no pensar si me tomé o no me tomé las pastillas. Salir de vacaciones de mí, hacer de cuenta que el hiv no existe, comer a la hora que se me da la gana y por la noche emborracharme sin culpa, sin apuro, sin miedo. Salir a pasear como si no supiera que la vida es corta, darme el lujo de ser indiferente a las noticias de los diarios, a la cara de la gente.

Me gustaría quedarme en casa y jugar a que no tengo que trabajar, que puedo quedarme estos días húmedos haciendo bizcochuelos y mirando novelas, una tras otra como si la vida me fuera a durar varias vidas y yo pudiera perderme entre nubes de úbeda, como cuando tenía quince y el tiempo me dejaba soñar con ser azafata o diplomática o escritora. Todo a la vez, todo apretado en el mismo sueño en la misma tarde escribiendo poemas de amor, cartas de renuncia para novios despechados. Me gustaría que llegue la tarde y ninguna voz interna me hablara de pastillas, que no me diera miedo entrar al baño y ver el frasco de crixivan con su amenaza de náuseas para recordarme todo el tiempo que soy una persona adulta y no puedo eludir mis responsabilidades. Y comerme todos los dulces que horneé justo a la hora en que me correspondería hacer ayuno. Que el teléfono suene -porque ya no lo tengo cortado- y me digan que alguien nació, que alguien consiguió trabajo, que alguien está enamorado y es correspondido y además que bajaron las tarifas telefónicas.

Hay días que tengo una necesidad imperiosa de buenas noticias. Me gustaría poder pedírselas a alguien como quien le pide un mimo a su mamá, que me cuenten el mundo de nuevo como una leyenda en la que no hay ni buenos ni malos. Quisiera tomar vacaciones de mí, cambiar la anécdota de mi vida como una figurita con alguien más, para volver renovada a la mía, para que me guste como siempre me gustó. No es que ahora la desprecie, pero a veces me confieso cansada.

Y tengo ganas de darme el gusto de un capricho, aunque después me arrepienta. Hacer pucheros y decir que estoy harta, harta de que las horas pasen según se acerca el momento de tomar la medicación. Ya sé que no es tan así, que sólo son días negros, que es injusto no despertarse todos los días y dar gracias de que estoy en forma para ir a trabajar y atender a mi hija y querer a mis amigos y hacer algo para seguir regando utopías aunque sea un jardín de enanos, pequeños bonsais cuidados con manos de artesanos, sutilmente mutilados por las tijeras de la historia, de lo cotidiano, de lo silenciado.

Pero es así, no puede ser verdad una alegría sin pausa. Y esas pastillas que detesto son las que duplican mis posibilidades y aunque suene a discurso de mamá tratando de hacerte tomar la sopa, también es cierto que mucha gente quisiera tomarlas y no puede, no solamente acá, en este país donde la salud se brinda en pequeñas cuotas, sino en América, en el mundo. Entonces me las tomo, como todos los días y espero el domingo para jugar a la señora gorda y me maquillo en el espejo para jugar a que soy otra.

Marta Dillon