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Clara de noche
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Convivir con Virus

Una tarde de sol, limpia como las últimas tardes de la semana. Una tarde nítida que le devuelve la magia a las cosas y hasta a las más feas las viste de fiesta. La colonia penal de Ezeiza está disfrazada de un otoño perfecto, hasta parece que no hay un lugar mejor que el césped del patio central para sentarse a tomar mate, con los pabellones como telón de fondo y una radio en cada puerta tirando escaleras al cielo de cumbia y chamamé. Los hombres que viven allí están prontos a terminar su condena. Algunos ya consiguieron el premio mayor: salir los fines de semana, ir a su casa los domingos o los sábados a la noche para empezar a acostumbrarse a lo que se viene, la libertad, tan deseada como temida.

Tomamos mate con churros mientras hablamos. Al principio son dos o tres los que se acercan, otros dan vueltas como satélites, ni muy cerca ni muy lejos, la confianza no les alcanza para sentarse. Pero de a poco la ronda se hace grande y los temas aparecen como si se hubieran puesto de acuerdo para quitarse de encima las medias tintas y preguntar de una vez. El Tano es de los que tocan y se van, entra, se sienta, se disculpa, se va, vuelve. Tiene un dejo de bronca en la voz y el íntimo mandato de no dar el brazo a torcer.

El de estos temas no habla. El no quiere pensar en estos temas. No quiere acordarse de que hace 12 años que vive con vih. No quiere pensar en el médico, no quiere tomar decisiones. Los infectólogos van a la colonia una vez al mes. Cada vez le dicen al Tano que tendría que tomar medicación para bajar su carga viral. “¿Cuál carga viral?”, se queja él, “Si nunca me hicieron el análisis, ¿cómo va a saber el tordo lo que tengo que tomar si ni siquiera sabe lo que me pasa adentro?”. Su lógica no tiene mella, después de tantos años de vivir con el virus sin haber tenido nunca un episodio oportunista, nada más grave que una fiebre que se le fue con aspirinas, tiene derecho a pensar, incluso, que tal vez el análisis que le hicieron en el ‘86 era un falso positivo, pasa hasta en las mejores familias. La carga viral podría detectar perfectamente si el virus está en actividad o qué pasa con él. Pero no. El médico le pidió los recibos de sueldo de su familia, y le exigió completar un cuestionario larguísimo del que no recuerda mayores datos. El Tano se negó y no quiso volver a hablar del tema. Su familia no sabe que está infectado y tampoco quiere que se enteren. El dice que al virus le ganó a fuerza de huevo, de no creerle que lo iba a matar. Pero vio a muchos amigos adelgazar y partir cuando el cuerpo ya no tenía lugar para el corazón. Y en algún lado del suyo, el Tano tiene miedo. Por eso no habla, ni siquiera para quejarse, para pedir el análisis que le traería alivio, saber qué pasa, decidirse sobre alguna base cierta si tomar o no la medicación. El no habla pero esa tarde de sol dijo lo suyo, sin esperanza, con el caballo cansado. Y sus compañeros los escucharon, le prometieron sacar su caso en la revista que están haciendo en la colonia, firmarlo con otro nombre para no comprometerlo, hasta hablar con el médico si era necesario. No sé cuánto de todo eso será cumplido, pero esa tarde el sol calentó lo suficiente como para que el Tano ya no sienta más el frío de la soledad.

Marta Dillon