![]() Como un ejercicio, cierro los ojos y trato de habitar la casa siguiendo los canales de la memoria: el olor de la cocina, el ruido en el cuarto de mi hija, el rumor de la computadora encendida. La lluvia cerca la casa con su malla húmeda, un tejido de cristales que estalla en el piso. Me pongo la máquina entre las piernas. Y como siempre, no se queda quieta. No es lugar para una máquina de palabras. Entre las piernas, digo. Pero las mantiene abiertas. Y también ellas, las palabras, se escurren por allí. Un canal que no sabe mentir, no entiende de simulaciones. No piensa en lo más conveniente, no mira televisión. Siente. Para andar a ciegas es mejor estar abierta. Dejar a las sensaciones entrar, sacudirme. Sentir también las que no quiero, esas que son como un puño en la boca del estómago, las que me dan vuelta como a una bola de ruleta, esas que mis ojos no saben ver. Mejor cerrados. Llega por el canal entre mis piernas el olor de la tierra mojada. Sin ojos las palabras se tipean sobre el cráneo, una pantalla en cinerama que anota grandes vocablos independientes. Salud, trabajo, amor. ¿Ese era el orden? Amor, salud, trabajo. La lista de mis deseos colgada de mis ojos cerrados como un norte, un lugar seguro hacia donde voy. La puerta abierta entre las piernas me dice sí al horizonte del amor, allí puedo beber de la fuente de la vida. El trabajo es un deseo que concedo a la sociedad de consumo que inventa las enfermedades y las curas y hasta la lista de deseos de lo que no tenemos. Todavía se me ocurre pensar que no soy más que un conejillo de Indias de 50 kilos tragando pastillas y dejando que anoten los efectos colaterales sobre mi cuerpo. ¿Podría rebelarme? Mi cuerpo está intervenido por los males del siglo. Es el campo de batalla donde la medicina ejerce su poder de dictadura. Nada atemoriza tanto a los hombres como las pequeñas alteraciones químicas que se desatan sin su consentimiento. Como una metáfora del mundo el cuerpo se corrompe, genera enfermedades, se quiebra en los quirófanos donde lo recortan y lo pegan y lo mandan a vivir como sea, asistido, pinchado, intoxicado, mudo de placer. Porque si es el placer el que balbucea el torpe lenguaje de los químicos, entonces hay que prohibir, no lo olviden, las drogas matan. Y yo, que ya creo que no me voy a morir de sida, me he convertido en adicta a tres drogas diarias que me dejan el estómago como un campo minado. Pero eso sí, son legales. Y tan modernas que controlan los males del mundo moderno. La mano del amor me consuela con su paciencia, Con los ojos cerrados veo mejor y la tecnología corrige los errores de mis dedos ciegos. Pros y contras. Contrastes indispensables para buscar un camino hacia mi norte. Por el canal entre mis piernas puedo irme a navegar, ágiles patinan las barcas en su medio, se van en busca del huracán y así, como se llevan el mástil de mi emoción, en el último impulso, se acaban, también, las palabras. Marta Dillon |