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Convivir con Virus

Como perros de campo nos ovillamos frente al calor. Cada movimiento tiene una respuesta en cadena, una pierna, la cabeza, el brazo, la manta; la arquitectura de nuestro reposo es casi perfecta. Es tan caliente el sol como eso que late entre nosotros y se canta en canciones viejas de las que apenas conocemos la letra. El tiempo pasa a su antojo, volando como siempre que no hay nada urgente que hacer. Podrían guardar esta imagen como una estampita y llevarla en la billetera como una guía para recordar todo lo que quiero. En el fondo los niños juegan a algo con la pelota, un deporte tan indescifrable como nuestras canciones. Se me ocurre que para cualquiera, fuera de este abrazo, también son indescifrables nuestros vínculos. Pero ya nada es como antes, diría mi vecina que a veces espía por la medianera de cañas. Y no. El amor nos sorprendió a todos de maneras diferentes. Poco a poco nos fuimos entregando a la forma que nos propone la vida. Estar solos. Ser amantes. Ser novios. Amigas. Nadie les pide papeles a los sentimientos. Raquel dice que somos como perritos de Pavlov que responden al calor. Y lo necesitamos tanto que somos capaces de arrimarnos a restos radiactivos que nos queman la cabeza. Es tan fácil arder así, cuando uno anda dispuesto a entregarse a cualquier hoguera. Todos contamos varias ausencias en nuestra historia. ¿Quién no? La historia siempre cuenta muertos en sus mapas y nosotros somos parte de la historia. Supongo que es así para todo el mundo. En los setenta los desaparecidos, en los ochenta, Malvinas y después el sida amenazando al placer, sirviendo de excusa para un momento en el que parece más importante mantenerse intacto que lanzarse a la aventura. Y sin embargo la aventura sigue ahí, acechándonos en cada nuevo encuentro. No hay forma de pasar igual a través de ninguna relación, algo perdemos, algo ganamos. Como una carrera de obstáculos que no siempre alcanzan a sortearse pero que nos pide dejar el cuerpo suelto, abierto a los cambios, flexible a todas las formas, blando, para absorber mejor los impactos. Como ríos, dice Josefina, que se encuentran y engordan su caudal y se separan y acaban todos en el mismo mar. Ahora los ríos somos un lago, demorada nuestra carrera en una pampa de agua quieta en la que somos todos y ninguno. Nunca es suficiente la cuota de espanto, pero nos juntamos para conjurar el miedo. Cada vez que un amigo nuevo viene a mezclar su agua con la nuestra nos presentamos con la misma fórmula: es como nosotros, está loco. Y en esa locura se adivina dejar que el cielo se caiga a pedazos y detenerse a mirar los colores de la catástrofe. Así aprendimos a vivir, sobre restos que prometen levantarse. Así nos animamos a amar, sabiendo que a la intemperie cualquier roce lastima el alma. Pero eso tiene consuelo. Están nuestras tardes de domingo para poner curitas sobre las heridas y secar la madera de nuestro corazón. Estamos locos, sí, pero listos para arder en la hoguera del próximo encuentro.

Marta Dillon