Cannes sigue siendo para muchos lo que en realidad debería ser el cine. Como desde 1946, el miércoles próximo 22 películas de todo el mundo, entre las que se encuentra la argentina Corazón iluminado, dirigida por Héctor Babenco y coescrita con Ricardo Piglia, competirán por las ansiadas Palmas de Oro.
Cuenta la leyenda que allá por 1946, cuando un olvidado ministro de Francia subió al escenario del flamante Festival Internacional de Cine de Cannes para dejar inaugurada la primera muestra oficial, su lapsus linguae se transformó en el mejor de los augurios: Declaro abierto -proclamó con pompa y circunstancia, delante de una gran pantalla blanca- el Salón de Agricultura. En los cincuenta años que siguieron a aquella burocrática confusión, la cosecha no pudo haber sido mejor. Cannes -así, a secas- se convirtió no sólo en el festival más importante del mundo, plagado de estrellas, de films y de periodistas de los rincones más apartados del mundo, sino también en el principal trampolín para el mejor cine posible, en la última trinchera capaz de seguir luchando por un cine concebido como medio de expresión artística. La frivolidad de las soirees de gala y de las starlets, la gigantesca cobertura mediática (más de 4000 periodistas desembarcan año a año) y el frenesí comercial del mercado del film, donde se juegan millones de dólares cada noche, como en cualquier otro casino de la Costa Azul, también contribuyeron a la leyenda del festival. Pero, tal como afirmó en 1997 la dama de ceremonias, la eterna Jeanne Moreau, Cannes es el último reducto de defensa del cine.
La prueba está en el palmarés del año pasado, la celebrada edición cincuentenario, que por encima de las exigencias comerciales de la gran industria audiovisual, privilegió a dos reconocidos maestros, aunque de escasísima repercusión popular, el japonés Shoei Imamura y el iraní Abbas Kiarostami. La anguila y El sabor de la cereza -los films ganadores ex aequo de la codiciada Palma de Oro- no son precisamente el tipo de films que prefieren los grandes circuitos de exhibición internacional (de hecho, nunca llegaron a los cines argentinos, por ejemplo), pero no cabe duda de que el jurado presidido por la diva francesa Isabelle Adjani decidió premiar la calidad de estas dos obras maestras, más allá de cualquier otra consideración.
El miércoles próximo, cuando la alfombra roja se vuelva a extender sobre la escalinata del Grand Palais del festival y empiecen a desfilar entorchados de gala los famosos de siempre, comenzará otra nueva carrera por la Palma, que en esta edición incluye -por primera vez desde que en 1992 concursó El viaje, de Pino Solanas- a un film argentino en competencia. Corazón iluminado, de Héctor Babenco, escrita a cuatro manos con Ricardo Piglia y protagonizada por Miguel Angel Solá y Walter Quiroz, tuvo el raro privilegio de haber sido seleccionada entre 1074 postulantes -un premio en sí mismo, según se ufana el legendario director de Cannes, Monsieur Gilles Jacob- y deberá medirse con otras 21 películas, entre las cuales se cuentan las flamantes producciones de algunos de los más importantes cineastas contemporáneos. Este año, incluso, parece a priori más fuerte que el anterior, por el calibre de los realizadores involucrados. El griego Theo Angelopoulos, autor, entre otros films notables, de La mirada de Ulises, premiado en Cannes 95 (y olvidado también por quienes manejan el negocio de la distribución cinematográfica local) vuelve con Mia eoniotita ke mia mera, un título tan misterioso que ni siquiera figuran datos adicionales en el site oficial del festival en la Web. El inglés Ken Loach presenta otro film de corte social, My Name Is Joe; el italiano Nanni Moretti lleva Aprile (ya saludada por la crítica de su país como una nueva obra maestra, a la altura de Caro diario), y el danés Lars Von Trier envía a través de sus productores (es fóbico a los viajes, particularmente en avión) Idioterne, su nueva película después de la arrolladora Contra viento y marea. También habrá en concurso films de John Turturro (el segundo largo como director del actor fetiche de los Coen Bros.), de los franceses Patrice Chéreau, Claude Miller y Benoit Jacquot, del irlandés John Boorman, del italiano Roberto Begnini y del veterano ruso Alexei Guerman. Por su parte, el ex Monty Python Terry Gilliam estrena en Cannes su versión de Miedo y asco en Las Vegas, la novela de Hunter S. Thompson de la cual, seguramente, habrá sabido extraer sus elementos más lisérgicos, en la línea que se puede esperar del director de Brazil y Doce monos.
Entre los cineastas aún desconocidos por el público argentino, pero ya considerados auténticos maestros en el circuito de festivales internacionales, que este año participan de la competencia de Cannes, se destacan dos taiwaneses: Hou Hsiao-Hsien y Tsai Ming Liang. El primero ya tiene toda una obra a sus espaldas, e incluso algún premio mayor en Cannes, con El maestro de las marionetas, un film verdaderamente magistral. El segundo, de una generación posterior, maneja un estilo minimalista como pocos y con sus tres films anteriores ya se llevó el oro y la plata en los festivales de Venecia y Berlín, por lo que ahora aspira seguramente a completar la tríada y alzarse con la Palma de Cannes. Una Palma, por otra parte, que será discernida por un jurado presidido por Martin Scorsese e integrado, entre otros, por las actrices Sigourney Weaver y Winona Ryder (lo que demuestra que llegaron sanas y salvas a la tierra después de Alien 4) y por la escritora cubana Zoe Valdés.
Si de escritores se trata, otro que va a estar en Cannes desde el primer día es Paul Auster, pero esta vez como cineasta: el autor de Cigarros y Blue in the Face esta vez se animó a estar solo detrás de las cámaras y abre la sección Una cierta mirada (paralela, fuera de concurso) con su esperada Lulu on the Bridge, protagonizada, claro está, por Harvey Keitel. Esta sección también tiene otros nombres de mucho peso, como los del maestro sueco Ingmar Bergman, que poco antes de su cumpleaños número 80 envía un pequeño film de cámara titulado Haz ruido y juega al idiota. En Una Cierta Mirada también estará el mexicano Arturo Ripstein (Profundo carmesí) con su nuevo melodrama, El evangelio de las maravillas, que cuenta con capitales argentinos en la producción y la presencia en el elenco -¡ay!-. de Carolina Papaleo.
Si el año pasado Cannes celebró el cincuentenario de su existencia, esta vez recuerda los treinta años transcurridos de una de sus ediciones más tumultuosas, cuando la impresionante onda expansiva de los acontecimientos de Mayo de 1968 en París alcanzó el hasta entonces terreno neutral del festival. Nadie puede dejar de comprender que el país está paralizado y que sería lógico que el festival también lo estuviera, proclamó François Truffaut desde las páginas de LExpress. Para su coup de etat, contaba por supuesto con el respaldo incondicional de Jean-Luc Godard y otros de sus compañeros de la nouvelle vague, pero también con la adhesión de varios de los miembros del jurado, entre ellos Roman Polanski, Louis Malle y la musa de Michelangelo Antonioni, Monica Vitti, que renunciaron a su investidura y se sumaron al movimiento revolucionario, dejando al festival literalmente fuera de concurso. Entre los cineastas de aquel momento que estaban inscriptos en la competencia y aportaron su solidaridad a la causa figuraba un joven español llamado Carlos Saura, que por aquel entonces presentaba, junto a Geraldine Chaplin, Peppermint Frappé, y que este año -ya todo un veterano del circuito de festivales internacionales- vuelve a Cannes, ahora como invitado especial, para el estreno de Tango, la película que rodó casi íntegramente en Buenos Aires, la temporada anterior.
Los detractores de Cannes siempre recuerdan algunos papelones históricos del festival, como cuando en 1986 La misión, aquella inverosímil saga hollywoodense sobre un episodio de la conquista de América le arrebató la Palma a El sacrificio, de Andrei Tarkovski, consagrado luego como uno de los grandes films de la última década. Pero más allá de injusticias y omisiones, de crímenes y pecados, Cannes supo honrar con su Gran Premio a realizadores de la talla de Orson Welles (Otelo), Federico Fellini (La dolce vita), Luis Buñuel (Viridiana), Luchino Visconti (El gatopardo), Michelangelo Antonioni (Blow Up), Lindsay Anderson (If ...), Robert Altman (M.A.S.H.), Joseph Losey (El mensajero del amor), Francis Coppola (La conversación, Apocalypse Now!), Martin Scorsese (Taxi Driver), los hermanos Taviani (Padre padrone), Ermanno Olmi (El árbol de los zuecos), Wim Wenders (Paris, Texas), Emir Kusturica (Papá salió en viaje de negocios, Underground), David Lynch (Corazón salvaje), los hermanos Coen (Barton Fink), Jane Campion (La lección de piano), Chen Kaige (Adiós mi concubina), Quentin Tarantino (Tiempos violentos) y Mike Leigh (Secretos y mentiras).
La lista es ciertamente impresionante y ofrece un corte transversal sobre el desarrollo del cine en el último medio siglo, hasta convertirse en aquella utopía que reclamaba el poeta Jean Cocteau para Cannes: El festival es una tierra de nadie, apolítica, un microcosmos representativo de lo que el mundo llegaría a ser si los hombres pudieran iniciar contactos directos y hablar la misma lengua.
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