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Yo me pregunto

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El mundo de la gastronomía acaba de sufrir uno de los embates más severos en toda su historia, al salir a la luz lo que hasta ahora era un secreto a voces: ni la galleta ni la fortuna que conforman la célebre Galleta de la Fortuna son chinas. A pesar de la magnitud de esta revelación, el creador de la primera galleta sigue siendo materia de disputa entre las ciudades de Los Angeles y San Francisco. Los primeros sostienen que el creador fue un panadero cantonés residente en Los Angeles, fundador de la Hong Kong Noodle Company, quien la habría inventado después de la Primera Guerra, inspirado en la leyenda de los generales chinos que, durante el siglo XIV, vencieron a los mongoles gracias a los mensajes secretos que se enviaban dentro de los pasteles de luna. Los de San Francisco, por su parte, defienden a su jardinero Makata Hagiwara, un norteamericano que habría comenzado a venderlas en la Sala de Té del Golden Gate allá por 1909. Como fuere, ninguno de los dos creadores jamás pisó China. Según informó el gerente de marketing de Wonton Food Inc. (la empresa de galletas de la fortuna más grande del mundo, y con sede en el Brooklyn neoyorquino), durante más de veinte años la compañía contrató escritores free-lance para que redactaran las frases con buenos augurios (aparentemente, según una de las cláusulas del contrato, ni ellos podían develar su trabajo ni la empresa divulgaría sus nombres, en caso de que se transformaran en escritores conocidos). Por su parte, la Hong Kong Noodle Company, con sede en Los Angeles, admitió haber sido abastecida durante los años ‘50, ‘60 y los ‘70 por Maria Raine, un ama de casa californiana sin mayor experiencia en el rubro sinoísta que haber lavado platos un par de meses en un restaurante chino. Otras empresas fabricantes de galletas han terminado reconociendo el carácter apócrifo de sus augurios y desactivado a sus creativos. Por cierto, las Galletas de la Fortuna no se conocieron en China hasta entrados los años ‘80, cuando empezaron a importarse de Norteamérica bajo un nombre de asombrosa peculiaridad: “Genuinas Galletas de la Fortuna Norteamericanas”.


NEGOCIOS DE FAMILIA

Alguna vez Fritz Lang aconsejó que no era conveniente para un director enamorarse de la protagonista de sus películas, porque terminaría filmando planos innecesarios y diálogos redundantes. Alejándose de los consejos del cineasta alemán y entroncándose en una tradición vernácula en la que ya ganaron su lugar Enrique Carreras (y su mujer Mercedes), Daniel Tinayre (y la Chiqui Legrand), Armando Bo (y su Coca Sarli), y Raúl de la Torre (primero con Graciela Borges y después con Andrea del Boca), algunas películas de producción nacional bien pueden jactarse de estar haciendo historia: La nube, de Pino Solanas, está brillantemente protagonizada por Angela Correa, brasileña y mujer de Solanas, mientras que el rol femenino de La sonámbula está a cargo de Sofía Viruboff, también casada con el director (no Solanas, sino Fernando Spiner). A estos aportes para la que ya es una significativa tradición nacional, se le suma el lanzamiento en video de El sekuestro, protagonizada por Sandra Ballesteros y dirigida por su entonces marido (Eduardo Montes Bradley, ver este Radar, página 8), y el de Maria Luisa Lopes, actriz de Veinte años después (todavía sin estrenar) y mujer de Héctor Babenco, el director. ¿Se revertirá acaso esta situación cuando conozcamos al hasta ahora anónimo director de cine argentino que embarazó a Jodie Foster (pero fue incapaz de incluirla en sus películas)?



Un trance llamado PLAGIO

En su número 22, la revista Los Inrockuptibles publicó una reseña del libro El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, titulada “Paisaje de dolor” y firmada por Sylvia Saítta. Tres meses después, la revista trespuntos publicó en su número 59 una nota firmada por Ricardo Ibarlucía en la que entrevistaba a Jorge Barón Biza y formulaba una breve introducción a la novela y a la historia familiar. Pero, según publicó Los Inrockuptibles en su último número, “dejando de lado el diálogo con Barón Biza, el resto de la nota tiene una inquietante y definitivamente incómoda similitud con la reseña de Saítta”, y aclara que no se trata de “la siempre discutible propiedad de una idea o de un dato: lo irreparablemente peculiar de la nota de trespuntos es el uso de las mismas palabras, en un orden similar” (y sin ninguna referencia a la fuente inspiradora, cabe agregar). Dos muestras de la asombrosa clonación a la que fue sometida la reseña de Saítta. La dama escribe: “Sólo al finalizar la novela, después de la palabra fin, la primera persona puede reconocerse en un nombre propio que ya no es producto del azar sino de la elección”. El caballero Ibarlucía reproduce: “Recién en la página final del libro, Barón Biza sella el pacto autobiográfico al reconocerse en un nombre propio que ya no es producto de una fatalidad sino de una elección”. Saítta escribe: “Esa tarde de agosto de 1964, en presencia de sus abogados, estaban acordando los trámites del divorcio. El vitriolo resolvió los términos del acuerdo”. Ibarlucía reproduce: “Aquella trágica tarde de agosto de 1964, Barón Biza y Clotilde discutían, en presencia de sus abogados, los trámites del divorcio. El ácido selló los términos del acuerdo”. Según la carta enviada por Ibarlucía y publicada en Los Inrockuptibles, ciertos amigos le hicieron notar que algunos pasajes de su artículo eran extractos de otro ya publicado (déjà-vu, que le dicen). Ibarlucía argumenta haber leído el texto de Saítta siguiendo el consejo del propio Barón Biza: “De modo que hice un resumen de la excelente investigación de Sylvia, y agregué algunos datos que me comunicó el autor y otros tomados de un ensayo sobre Raúl Barón Biza escrito por Christian Ferrer y publicado en la revista La Caja”. Pero apenas termina su descargo, Ibarlucía añade: “La segunda explicación que encontré -a mi juicio más importante que la primera- fue mi identificación inconsciente con el trabajo de Sylvia, lo cual me habría llevado a transcribir algunos pasajes de su investigación”. La gente deLos Inrockuptibles jura haber escuchado al propio Ibarlucía argumentar, en privado, que todo se redujo a la fascinante experiencia que le habría deparado leer la reseña de Saítta, que le habría despertado tales ganas de escribir sobre el tema, que “entró en un trance”. Y, oh-oh, la copió.