Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


HACE 25 AÑOS PARAPOLICIALES ASESINABAN AL DIPUTADO RODOLFO ORTEGA PEÑA
Fusilado en pleno centro por la Triple A



Treinta días después de la muerte de Perón, la Triple A comenzaba a actuar en forma pública. El blanco fue un diputado que, sin pertenecer a ningún partido, expresaba a la izquierda peronista y se había destacado como defensor de presos políticos durante las dictaduras militares.

 

Rodolfo Ortega Peña, diputado, periodista, historiador y abogado, exponente del intelectual comprometido

na12fo01.jpg (10459 bytes)

Por Miguel Bonasso
t.gif (862 bytes)  Sabía que estaba condenado a muerte, pero no sospechó nada cuando el supuesto periodista de El Cronista Comercial le preguntó por teléfono hasta qué hora permanecería en el Congreso, para pasar a entrevistarlo. El diputado Rodolfo Ortega Peña le respondió que lo esperaría hasta las ocho de la noche. El periodista no se presentó y el hombre alto y pelado, de barba mefistofélica y anteojos de intelectual, abandonó la Cámara de Diputados con su compañera Helena Villagra. Caminaron desprevenidos por Callao hasta Santa Fe. El pelado se rehusaba a que lo custodiaran. Había descartado de plano la sugerencia de sus íntimos de que abandonara por algunos meses el país y pensaba que la única seguridad posible era manejarse así, a la luz, de manera absolutamente legal y abierta. Salvo que la línea que separaba las instituciones democráticas del terror era lo suficientemente delgada como para ser traspasada por una oscura maquinaria del crimen que ya había decidido navegar a dos aguas. Esa maquinaria se proponía debutar públicamente con su primer magnicidio --consumado y firmado-- esa misma noche: la noche del 31 de julio de 1974. Treinta días antes había muerto Juan Perón, dejando en la Presidencia a su viuda, María Estela Martínez (Isabelita), escoltada por su secretario privado, José López Rega, ex cabo de policía, cantante frustrado de boleros y caracterizado brujo del culto Umbanda, vinculado con la Logia Propaganda Dos y con la CIA.

Había una fría llovizna que copiaba las siluetas en el pavimento, cuando Ortega Peña y su compañera Helena concluyeron su rápida cena, salieron del King George (en Santa Fe entre Callao y Riobamba) y subieron a un taxi Siam Di Tella (patente C 371002) que estaba allí, detenido, con las luces encendidas, como esperándolos.

El taxista (Santos Vilella) se hizo repetir dos veces la orden, en voz bien alta, y luego enfiló hacia Carlos Pellegrini y Arenales. El auto se detuvo sobre la vereda peatonal, en doble fila, El Pelado y Helena bajaron. Mientras el pelado sacaba seiscientos pesos y se los daba al chofer, un Ford Fairlane, verde oscuro, avanzó hacia el taxi y frenó bruscamente. Tres hombres de mediana edad, con los rasgos desfigurados por medias de mujer, descendieron armados con metralletas. Uno de ellos puso rodilla en tierra y apuntó al diputado. Los tres abrieron fuego sincronizadamente, con absoluta frialdad.

De la primera bala, un rebote perforó la mejilla de Helena y salió por el otro cachete sin destruirle ni un diente. La mujer sintió como si una bomba de agua hubiera estallado en su boca y lanzó un grito. "¿Qué pasa, Flaca?", alcanzó a preguntar Ortega Peña, antes de ser alcanzado por una certera andanada de balas que lo derribaron sobre un Citroën 2CV, al que arrancó el paragolpes trasero en la violencia de su caída. Tenía ocho balazos en la cabeza, uno en la muñeca, otro en el antebrazo y varios en el cuerpo. El taxista se había arrojado cuerpo a tierra, mientras una de las ráfagas pulverizaba la luneta trasera. Todo ocurrió en contados segundos.

Los asesinos se replegaron con la misma eficacia y tranquilidad, a pesar de que a cien metros estaba la Comisaría 15ª de la Policía Federal. Eran las 22.15. Helena gritaba enloquecida "¡Mataron a mi marido!". Con asombrosa velocidad un control policial cerró con dos autos la intersección de Carlos Pellegrini y Santa Fe. Con idéntica celeridad circuló en el Congreso la noticia de su muerte, apenas diez minutos después del atentado. Por una de esas extrañas casualidades, uno de los hermanos de Eduardo Luis Duhalde, el eterno compañero de Ortega en la militancia, en los trabajos historiográficos y en la defensa de los presos políticos, pasó casualmente por la esquina del atentado y vio al Pelado en el suelo, la cara destrozada, los anteojos cruzando el rostro ensangrentado. De inmediato Carlos Duhalde llamó a Eduardo, que esa noche debía verse con el Pelado y se había retrasado cerrando la revista De Frente. Carlos trató de retardar lo inevitable. "Está herido", mintió. "¿Cuándo fue el atentado?", preguntó Eduardo. "Hace veinte minutos", confesó Carlos. "Entonces está muerto", sentenció Eduardo y salió a toda velocidad hacia la Comisaría 15ª. Allí encontró a otros compañeros de la Gremial de Abogados y de la Tendencia Revolucionaria del Peronismo.

El cadáver desnudo del Pelado yacía en el piso de una de las piezas. A la medianoche entró a la seccional el jefe de la Federal, el robusto comisario Alberto Villar, que había sido entrenado por la AID norteamericana y apenas dos años antes había irrumpido en la sede central del Partido Justicialista para llevarse los ataúdes con los restos de tres guerrilleros asesinados en Trelew, que enterró clandestinamente.

Ahora el comisario de la penúltima dictadura militar era jefe de la policía peronista. Su designación había sido firmada, en persona, por el difunto General. Villar entró al cuarto donde yacía Ortega, riéndose a carcajadas y palmeando a los oficiales de la comisaría. Había divisado a los amigos del difunto, a los que odiaba tanto como al muerto, y quería confirmar con su festejo lo que algunos de esos hombres comenzaban a sospechar: que el mismo hombre que comandaba de día la Federal, conducía de noche la Alianza Anticomunista Argentina. La temible Triple A, que no tardaría en reivindicar el asesinato de Ortega Peña. Entonces le salió al cruce un hombre temerario, el aristócrata revolucionario Diego Muñiz Barreto. Que le gritó en la cara: "¡No te rías tanto, hijo de puta, que la próxima boleta es la tuya". (Frase que se convertiría en profecía cumplida unos meses más tarde.)

Y cuando Villar y los otros policías estaban a punto de tirarse encima de Muñiz Barreto, hicieron un ingreso teatral y oportuno el jefe del bloque justicialista Ferdinando Pedrini y el presidente de la Cámara de Diputados Raúl Lastiri, que también era yerno de López Rega, el sostén político del comisario Villar. Siguiendo los preceptos de la mafia, el yerno del autor intelectual venía a ofrecerle a la viuda velar al asesinado en la Cámara de Diputados. El ofrecimiento fue obviamente rechazado y Ortega Peña fue velado en la Federación Gráfica Bonaerense. Detrás del féretro un cartel anunciaba: "La sangre derramada no será negociada". El lema con el que había jurado como diputado del bloque unipersonal "De base", que se escindía del justicialismo para representar al ala más crítica del peronismo revolucionario.

El entierro fue al estilo Villar: la policía reprimió y estuvo a punto de provocar una masacre; luego quiso llevarse el ataúd por la fuerza (lo que impidieron varios diputados que lo rodearon con sus cuerpos), y finalmente se metió en La Chacarita con las motos, deteniendo a 300 manifestantes. Los poderes legales del Estado parecían temer al cadáver del historiador que había reivindicado a los caudillos antiimperialistas del siglo pasado; que había desafiado a la policía y a los servicios defendiendo presos políticos sin distinción de banderías; al diputado mordaz que había denunciado la claudicación del peronismo isabelino; el tribuno de la plebe que levantó en el recinto los conflictos sociales.

En el velorio Duhalde dijo que no interesaba tanto "la mano que empuñó el arma, sino de dónde provino la orden de matar". Una aproximación a la respuesta la había dado, poco antes, en un editorial escrito en alemán, el propietario del Argentinisches Tageblatt, Roberto Alemann. Ex ministro de Economía, ex embajador en Washington, Alemann expresaba (y expresa) como pocos a un stablishment sólidamente asociado con el gran capital financiero internacional y a lo que entonces se llamaba imperialismo. Aconsejando a esos peronistas despreciados a los que había combatido en 1955, Alemann proponía en 1974: "El gobierno podría acelerar y facilitar ampliamente su victoria actuando contra la cumbre visible (de las organizaciones guerrilleras), de ser posible al amparo de la noche y la niebla (la consigna hitleriana), y calladamente, sin echar las campanas al vuelo. Si (Mario) Firmenich, (Roberto) Quieto, (Rodolfo) Ortega Peña, entre otros, desaparecieran de la superficie de la tierra, ello sería un golpe fortísimo para los terroristas. Las guerrillas tendrían que buscarse nuevos líderes y sería mucho más difícil encontrar gente para cubrir estos puestos, si todo aquel que actuase pública y políticamente como dirigente de la izquierda armada supiese que automáticamente firmaba su sentencia de muerte".

OPINIONES

Por David Viñas

Por Rodolfo Mattarollo

Por Eduardo Luis Duhalde

 

PRINCIPAL