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Por M. Fernández López
¿Te acordás de Figueredo?
Discúlpeme, Pérez, le dice el jefe al empleado, repasando prolijamente una larga lista de rubros de un formulario continuo, no piense que lo estoy echando, pero en el organigrama usted no está. Esta historia se publicó hace años como chiste gráfico. (¿Por qué se considera chiste que una persona no sepa si su vida continuará como hasta entonces o se verá repentinamente excluida?) Pero después se aplicó como política de Estado: primero a trabajadores de gran especialización, el personal aeronáutico. Se desplomaron aviones, cayó una azafata al vacío, pero los universitarios no eran pilotos ni azafatas y no les importó. Luego a trabajadores de Somisa, despedidos con magras indemnizaciones y promesas de microemprendimientos. Los universitarios no eran siderúrgicos y no se sintieron afectados. Luego se despidieron a los trabajadores y técnicos telefónicos, en muchos casos reemplazados por técnicos importados, y se vendieron los barcos mercantes y se cesanteó a su personal. Los universitarios no eran telefonistas ni marinos mercantes y bajaron los brazos sin apoyarlos. No era problema suyo. Después se despidieron a trabajadores y técnicos de la electricidad, formados en años de estudio y práctica. Se los reemplazó por personal menos calificado, pero más barato. Vinieron los apagones, pero los universitarios no eran electricistas. Estalló Río Tercero, y los trabajadores quedaron mutilados, sin casa y sin trabajo. A nosotros no nos va a pasar. Ahora el chiste le llega a la universidad pública, cuya desfinanciación ya se consumó. La plata de 1998-99 llega hasta setiembre. El nuevo presupuesto, se dice, borró el rubro universidades nacionales, como en el cuento del organigrama: Disculpen, universidades, hemos eliminado gran parte de la industria, malvendido empresas públicas a capital extranjero; y no es que se proponga eliminar la universidad pública, pero no figura más en el presupuesto. Una sola vez pasó, en febrero de 1831: el rector Figueredo, personero de Rosas, dispuso suprimir por ahora la enseñanza de unas ciencias que son de puro lujo, y disminuir el número de catedráticos, dejando los absolutamente necesarios. Eran de puro lujo: Economía Política, Derecho de gentes, Matemáticas trascendentales, Físico-matemática y Filosofía, que no se volvieron a enseñar sino hasta sacar del gobierno al responsable.
Usar y desechar
Quizá no hay punto de la sociedad donde los principios económicos converjan tanto como en la universidad. Acaso porque allí es donde se produce el conocimiento económico. Cuando uno examina las vidas de los grandes economistas de nuestro tiempo, sus distintas etapas se distinguen por las universidades en que se han desempeñado, ya como estudiantes, como graduados o como docentes. Una larga tradición argentina, que comenzó en 1821, considera a la universidad un emergente de la sociedad y una instancia educacional al servicio de ella: toda la difusión del conocimiento avanzado quedaba a su cargo. El costo de esa tarea, en contrapartida, fue asumido por la sociedad a través del poder público. Este no siempre fue transparente en sus propósitos hacia los centros del saber, no por cierto complacientes con dictadores o tiranos. Pero éstos, como en el caso de Rosas, mostraron su preferencia revelada en el presupuesto que otorgaban a la universidad pública. Hace cien años, un pensador profundamente ético, como Alfred Marshall, mostró cómo el gasto en educación equivale a formación de capital. Hoy se considera que el capital humano es el factor más importante del crecimiento económico. La universidad es una unidad de producción, según el análisis del ex rector Olivera. En particular, es un factor de incremento de ingresos para los propios educandos, según el análisis de Böhm-Bawerk: para este autor, el estudiante espera mejorar sustancialmente su ingreso con el título que le otorgará la universidad, lo que da sustento a tomar un préstamo a interés para financiar su estudio hasta recibirse. En tal caso, la universidad es un medio para adquirir riqueza, no sólo humana sino pecuniaria. Hay, en efecto, dos usos de la universidad, como escribió Aristóteles: uno propio, el saber por el saber mismo; y uno impropio, el saber como puente para alcanzar otra cosa, como mayores ingresos, prestigio o ascenso social. Adam Smith los llamó valor de uso y valor de cambio. Ambos aspectos siempre están presentes, aunque algunos graduados de universidades públicas, luego de alcanzar altos cargos en los poderes públicos, y a la vez mejorar visiblemente su nivel de vida, no sólo olvidan su centro educacional de origen, sino que apoyan decididamente la destrucción de la universidad pública, y traducen a su manera la fórmula de Aristóteles y Adam Smith, como úsela y tírela.
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