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Jueves 11 de Noviembre de 1999
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Federico Pertusi sale de la oscuridad

El pequeño
saltamontes

El primer cantante de Attaque 77, hermano y compañero de hogar de Ciro, siempre ha sido un personaje mentado antes que conocido verdaderamente. Aquí, a propósito de su “regreso” a la música junto con Doble Fuerza, cuenta cosas de su vida: la banda, el viejo, la vieja, los excesos. Y eso es lo bueno de este momento: que las cuente.

P.P.


De golpe a Federico Pertusi le “cayó” un secuenciador de 1985 y un portaestudio, y decidió grabar las canciones que tocaba en la intimidad de su habitación. Los equipos se los prestó un amigo, pero cuando lo cuenta parece que hubiera recibido un regalo del cielo. “Me volví loco: usé la batería electrónica, grabé la viola y los bajos, metí voces. Tenía un sonido súper ochenta, terminé haciendo lo que siempre detesté. Mi súper influencia es el punk del ‘77, y ahora hice un tema tipo Cyndi Lauper. Pero las canciones tienen una carga un poco dark, según me dijeron todos. Y no tienen letra, sólo sonidos que hago con la voz. A los perros se los hago escuchar y se cuelgan, así que estoy redondeando algo. Sería música para animalitos”. Este es el primer cantante de Attaque 77 diez años después de haber dejado la banda. De aquella parte hasta ahora Federico integró Belfast, Durango 95 y otros proyectos que vio cómo se hacían polvo junto con su estado de ánimo.
“Cuando me fui de Attaque, le daba al escabio a morir. Eso hacía que todo entrara en cortocircuito. Tenía 17 años y no entendía lo que estaba pasando. Terminé yéndome”, relata él en un bar, con una botellita de agua mineral sin gas transpirando sobre la mesa. “Todas las bandas que formaba se disolvían por eso, éramos todos borrachos. Durango 95 duró un año o dos. Fue la peor época: todos adictos al alcohol, éramos una bomba de tiempo. No queríamos llegar a ningún lado con la música, sólo nos interesaba hacerla.” Federico recuerda aquello como “una época necia y embrutecedora.” Cada vez que salía a la calle corría el riesgo de terminar debajo de un auto, roto a trompadas o embarazando a una chica. “Por suerte estoy vivo y no tengo hijos”, sonríe Federico ahora, desintoxicado, alimentando el fuego de su proyecto solista De Romanticistas Shaolín, y compartiendo una casa en Caballito con su hermano mayor Ciro y la perra Hendy.
–¿Fue sólo el alcohol lo que te alejó de Attaque?
–Fueron muchos factores. Attaque 77 se formó en 1987. Eramos cinco integrantes, de los cuales en el ‘88 se fueron dos: Leiva, el batero, y Dani, el guitarrista. Esos pibes habían formado la historia con mi hermano. Yo era un chiquitito así y no se les ocurrió mejor idea que proponerme cantar. La banda se estaba haciendo muy Ramones, y en realidad la primera idea era hacer punk inglés. Fue una época estúpida... Había una parte del grupo que estaba muy ramonizada y otra que tenía una tendencia new wave, que al final fue el punk que más me gustó: Damned, Buzzcocks, The Jam. Por esas diferencias egresaron esos dos pibes. Entró otro baterista –Leonardo–, quedó una sola guitarra. Mariano (Martínez) y yo no componíamos nada, éramos los más chicos. Ciro tocaba el bajo. Entramos en una historia muy llana. Yo noté la ausencia de estos dos pibes, los compromisos con Radio Trípoli, había que empezar a dar entrevistas... No me interesaba. Me interesaba cantar. Pero cuando el alcohol o cualquier droga te controla, entrás a hacer cualquier cosa. Eso interfiere en la armonía. Llegaba súper borracho a los ensayos y me ponía agresivo.
–¿Te inspirabas en la leyenda punk, la del descontrol?
–No, yo siempre por punk entendí la música, y una actitud lo más noble y justiciera posible. El destroy no. Yo de los punks aprendí. Empecé a escuchar en el ‘83: de Kiss salté a Los Violadores, Sex Pistols, Damned, Buzzcocks. En esa época estaban todos con la gilada de la democracia y yo ya había escuchado a una banda española cantar “todos los políticos son iguales...”.
–¿En tu casa, de chicos, qué clase de motivación artística tenían?
–No mucha. Mi infancia no fue del todo feliz. Personalmente, cuando me enteré de que las personas se morían, se me vino el mundo abajo. Mi vieja me lo dijo y me pareció una locura. Teníamos un viejo que tenía problemas de adicción: era medio desequilibrado de la cabeza, y la familia de él como que no lo quería. Era la oveja negra: adicto a las drogas y alalcohol. Falleció cuando yo tenía siete años, y antes ya se había separado de mi vieja. El tipo era un flash, tenía una gran afinidad con los animales. Un día se aparecía en casa con una gallina, otro con una víbora, perros de la calle, conejos, loros. Mi vieja se volvía loca. Un día apareció con un puma chiquitito así, nunca supe de dónde lo sacó. Era medio delirante. Un día decidió terminar con todo, le iba muy mal. Una vez le dijo a mi vieja que no quería tener más hijos porque las grandes potencias del mundo iban a dominar todo a través de la droga y el alcohol, que es lo que sucede, y yo también lo viví. Autodestruirte, pensando que estás al margen de todo lo negativo. El tipo vaticinaba eso. Y durante mi adolescencia no pude tomar la historia mala de mi viejo como ejemplo para no hacerlo. Y me trajo muchos problemas.
¿Cómo lo trataste?
–Sólo a través de la marihuana. Empecé a fumar y pasé a un lado diferente, mucho más cool, tranquilo y menos embrutecedor que el alcohol. Con el faso era un lord inglés. Me daba cuenta de que salía a la noche y no había nada para hacer. Me di cuenta de que salir era pasar una noche en un boliche tomando alcohol, consumiendo tabaco. Entonces me quedaba en casa, viendo Kung Fu. Con la marihuana empecé a darme cuenta del equilibrio, y que era una persona con problemas. Te vas a reír, pero me empecé a dar cuenta de las cosas cuando empecé a ver Kung Fu. Fumaba y me ponía a verlo. Pero no me ponía a ver las patadas, me ponía a ver la tranquilidad del tipo para resolver situaciones, toda la filosofía del maestro shaolín, toda su educación de monje shaolín, toda su vida dedicada a la superación. A veces me pregunto por qué no me metieron en un templo shaolín en lugar de un jardín de infantes o una escuela. Aprender a vivir y controlar las emociones, en lugar de la geometría o la estúpida historia.