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el Kiosco de Página/12

Ninguna flor
Por Roberto Cossa

  El aviso ofrecía el departamento que andaba buscando: Corrientes y Pueyrredón, edificio antiguo, cuatro ambientes y dependencias. La ubicación me convenía y el alquiler parecía razonable. Marqué el número de teléfono y del otro lado escuché una voz cascada, de mujer vieja. Le dije que hablaba por el aviso y quedamos en que visitaría el departamento esa misma tarde a una hora convenida.
Tengo costumbre de investigar detalladamente el lugar donde voy a vivir antes de tomar la decisión. Así que me metí en el subte con tiempo suficiente. Trepé los escalones de la estación Pueyrredón y salí a la calle por la esquina sudeste. Cuando llegué a la vereda y alcé la vista, se me apareció el edificio con toda su imponencia: una mole de paredes cuidadas, color arena, quebradas por los hierros de balcones negros, simétricos y brillantes. Una construcción de esas que crecieron en el Buenos Aires de la época dorada. Sólida y armoniosa.
Me dije que valdría la pena vivir en ese edificio. Sin embargo, algo desentonaba. La casa despedía un aire triste a pesar de la claridad de las paredes y la buena conservación del edificio. Pero nada empañaba su majestuosidad.
Crucé la avenida y me enfrenté con la puerta señorial; hice sonar el portero eléctrico. La voz cascada me obligó a identificarme, atravesé el pasillo palaciego y me introduje en el ascensor de madera oscura y espejos pulidos.
Apenas toqué el timbre del departamento, se entreabrió la puerta contenida por una gruesa cadena y en la hendija asomó el rostro apergaminado de una mujer. Me relojeó largamente sin disimular su desconfianza, cerró la puerta, destrabó la cadena y me dio paso. La vieja caminaba muy lentamente, apoyada en un corralito de metal.
Avancé hacia el centro del living. Era como me lo había imaginado. Amplio, de construcción fuerte, con mucha y buena madera. Recorrí todos los ambientes, me detuve especialmente en la generosa cocina. Volví al living en el momento en que la anciana se desplomaba en un sofá de dos cuerpos, extenuada por el esfuerzo. Pensé que no le quedaba mucho tiempo de vida. Hablamos brevemente de las condiciones y nos pusimos de acuerdo. Luego le pedí permiso para hacer una última recorrida.
Salí a uno de los balcones, me asomé a la avenida Pueyrredón y, como al pasar, comenté:
�Hermosos balcones para llenarlos de flores. A mi esposa le encantan las flores.
�No se lo van a permitir.
Miré a la vieja con extrañeza.
�Está prohibido poner flores en los balcones.
�¿Y por qué?
�Orden del consorcio.
�Es extraño...
�No se discute, dijo cortante. No se permiten flores en los balcones. Nunca se permitieron.
Iba a empezar a protestar cuando comprobé que la viejita estaba llorando. Me pareció que todo lo que podía hacer era sentarme a su lado, como un gesto solidario. Estuvimos varios minutos, uno junto al otro, hasta que la vieja dejó de llorar y con su voz cascada rompió el silencio.
�No es cierto, no siempre fue así. Hubo un tiempo que los balcones desbordaban de flores.
�¿Hace mucho de eso?
La vieja sonrió por primera vez. Pero la sonrisa me pareció más dolorosa que el llanto. Se tomó un tiempo para contarme la historia.
�Yo tenía catorce años y me enamoré perdidamente. Era el hijo del portero, un hermoso muchacho que soñaba con cambiar el mundo. Me escribíaversos y me los pasaba por debajo de la puerta. Y desde la terraza me arrojaba flores que caían en los balcones. Llenaba los balcones de flores en mi homenaje.
Hizo una pausa y agregó.
�Pero era el hijo del portero, ¿usted me entiende? Mis padres se enteraron y casi enloquecieron. Exigieron al consorcio que echaran a la familia.
�¿Los echaron?
�No sólo eso. Además prohibieron que se pongan flores en los balcones.
Se hizo otro largo silencio. La vieja seguía llorando y me sentí obligado a ser amable.
�¿Y qué se hizo del muchacho?
�No lo volví a ver. Pero no lo pude olvidar nunca. Lo amo y lo amaré siempre. Guardé sus versos y los leo todas las tardes.
No pude con la curiosidad.
�¿Y usted se quedó soltera?
�Mis padres hicieron todo lo posible para que lo olvidara. Me quisieron casar con el hijo de uno de los socios fundadores de Pippo. Pero me negué.
Permanecimos callados mientras el crepúsculo ensombrecía el antiguo departamento. Sólo se escuchaba el llanto de la anciana en la penumbra. Me puse de pie, le dije que la iba a llamar si me decidía a alquilarlo. Tuve la impresión de que no me escuchaba.
Salí a la avenida Pueyrredón, crucé la calle y desde la vereda opuesta me volví para mirarlo una vez más. Un hermoso edificio. Fue en ese momento que se me ocurrió contar los balcones. Cincuenta y seis.
�Cincuenta y seis balcones y ninguna flor, me dije. Y comprobé, con dolor, que Buenos Aires ya no es lo que alguna vez pudo ser.


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