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Convivir con virus
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Jueves 09 de Marzo de 2000
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convivir con virus

MARTA DILLON

Cíclicamente me ataca el miedo. Lejos, un miedo como un susurro. Como la voz del viento esquivando edificios. Nunca contemplo la posibilidad de la muerte, es cierto. Pero es ella la que me habla al oído. ¿Para qué dar más vueltas? No soy ni la primera ni la última en sentir su aliento sobre la nuca. Todos los miedos, se me ocurre, son el mismo, la misma incertidumbre al final del camino. Y sin embargo tiene muchas caras y alguna de ellas me asustan más que la muerte misma. “A todos nos pasa”, me dice alguien, “todos creemos en algún momento que nos llegó la hora, que el corazón se va a parar, que nos van a tomar de rehenes o que nos alcanzará una bala perdida”. Todo parece frágil en estos días. Una amiga me cuenta que en su trabajo, a esas noches sin dormir y con taquicardia, llamando a emergencias porque la fantasía obliga a pedir la opinión de un profesional –lo que vulgarmente se conoce como ataque de pánico–, le pusieron, amistosamente, el “aneurisma”. Se preguntan por él como si hablaran en un código secreto que explicaría las ojeras o, a veces, la mirada vidriosa. Mientras la escucho me sorprendo. Creo que a mí nunca me pasó. Tal vez porque pienso en la muerte de formas más concretas, porque le puse un nombre aunque lo esquive –y con razón–, porque al fin y al cabo me costó suficiente afirmarme en la vida como para estar inventando falsas alarmas. Mucho más tarde empiezo a sentirme tan vulnerable como todos –¿todos ellos?–, sólo que, otra vez, pienso en cosas concretas: me canso demasiado, esas manchas en la piel, estas ganas de vomitar todo el tiempo, este adelgazamiento progresivo y selectivo –y no como yo quisiera exactamente–. Sí, voy al médico (últimamente más seguido de lo que me gustaría) y eso a veces me alivia y otras no. Siempre estoy a la espera de algún resultado y cuando llegan no dicen gran cosa de este miedo que a veces es cotidiano y que no termino de conjurar. “Lo malo de la vejez es que uno se siente joven”, leí hace poco en algún lado y yo siento que mi cuerpo envejece mucho más rápido que yo. Y tengo miedo. Qué casualidad, justo ahora que el amor me sonríe y el tiempo podría prometerme más y mejores emociones. Tengo miedo de quedarme en el camino. Miedo de no poder. Miedo. Lo nombro para conjurarlo –y también voy al gimnasio y hago dieta y voy al doctor como una nena buena–, es apenas un enemigo débil que cada tanto me hace temblar la voz. Y nada más.