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Jueves 17de Agosto de 2000

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convivir con virus

MARTA DILLON

”Mi cuerpo, las transformaciones, de muy flaca a gorda, mucha panza, piernas y brazos como escarbadientes. No me reconozco, es más, mucho no lo acepto”, dice, y yo sí me reconozco en sus palabras. Pero el espejo suele ser implacable y no me queda otra que encontrarme en esa que me pregunta desde el espejo ¿hasta cuándo? ¿cuánto más seguiré cambiando? Es gracioso, pero el mismo interrogante que me dispara la lipodistrofia –esa acumulación desordenada de las grasas que causa el famoso cóctel– me increpaba cuando era chica y deseaba ardientemente crecer unos centímetros, tener tetas grandes como las de Moria Casán y cinturita de avispa. Me miraba todos los días y pensaba cuánto faltaría para verme como quería, para ser grande, para que me dejen salir sola. Después me di cuenta que la belleza no era una cuestión de tiempo y todavía estoy tratando de aprender que no tiene que ver con alguna forma determinada. (Y sin embargo, esta forma que ahora soy yo ¿tiene que ver con el paso del tiempo?) Hay un duelo diario en este desdibujarse del cuerpo, un duelo necesario en el que de todas maneras no se pierde nada fundamental. Es como resignar un vestido con el que cosechamos grandes éxitos porque ya no es de nuestra talla. Sucede a diario, desprenderse. Es la exigencia para seguir caminando, si el piso se llena de agua, me sacaré los zapatos, si se inunda me voy a desnudar para nadar más cómoda. Todas las pérdidas remiten a la muerte, pero no son lo mismo. Como una muñeca rusa puedo quitarme una y otra vez el mismo disfraz, pero por debajo, por debajo siempre estaré yo, estarás vos, tensando el hilo de tu identidad para que sobreviva aun cuando no quede nada de las señales externas. Es difícil acostumbrarse, ya sé. Es difícil porque cuantos menos artificios, más rápido se llega a lo fundamental y quien ve en ese fondo ya no quiere cubrirse con adornos. Pero es así. Cada día perdemos algo que no se recupera y sin embargo no llegamos a la noche con nostalgia por las pequeñas escamas de piel que perdimos bajo el sol. Hacemos el amor buscando el orgasmo y pocas veces sentimos la pérdida de la emoción que nos hacía buscarnos como perros de la calle, simplemente caemos en esa pequeña muerte efímera y punzante, con alivio, con placer, con dolor. Y no hace falta un cuerpo escultural para sentir el huracán del esplendor y la caída. Tus formas pueden cambiar, envejecer, perderse o deformarse, nada de eso impedirá que cuando haya un encuentro las pierdas todas y las tengas que inventar de nuevo. Muchas veces, cuando me miro en el espejo y me descubro otra, más vieja, más flaca, más gorda o más fea, cuando a pesar de las gastadas generales sigo usando las mismas minifaldas que tanto me gustan, pienso en mi hija que ahora mismo se desconcierta frente a los prometedores cambios de su cuerpo. ¿Cómo le voy a hacer creer que no existe una sola forma de ser hermosa, que no hay que comprar lo que te vende el mercado de la anorexia, si me la paso lamentándome por mi cuerpo perdido? Me miro al espejo. Me miro a los ojos en el espejo y descubro en ellos la chispa que dice mi nombre.

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