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Viejos son los trapos

 

�Soy un dinosaurio que vuelve a aparecer con toda su energía en un paisaje monótono. Es notable cómo a los escritores de hoy les falta energía vital. ¿Por qué Michel Houellebecq tiene tanto éxito? Es a causa de su nulidad, es por su mediocridad y por esa falta de energía que es visible tanto en su persona como en sus textos.�

Por Alejo Schapire,
desde París

Neuilly-sur-Seine es un suburbio chic de París donde casi todas las mujeres son rubias y casi todos los hombres manejan Mercedes Benz. Cuando Alain Robbe-Grillet no está en su castillo Luis XIV en Normandía ocupándose de su vivero, cuando no viaja por China promocionando su obra ni participa en un jurado de cine en Mar del Plata, reside en el cuarto piso de un edificio que da sobre el parque del Bois de Boulogne. En el departamento reina un aire burgués, enrarecido por toques teatrales que lindan con el kitsch. Las paredes de la entrada, sobre las que hay pintado un cielo nublado, están ornadas con máscaras griegas. Una de ellas tiene una lágrima roja. En el centro de la habitación pende un faux Magritte. Junto al marco, encastrado en el muro, brilla un zapato azul de mujer con lentejuelas. “Sí, soy un fetichista”, dice la voz grave que acaba de abrir la puerta.
Nadie diría que este hombre está por cumplir ochenta años. Tal vez la frondosa barba blanca que emerge sobre la polera negra y le cubre los rasgos –su mujer lo obligó a camuflar un bigotito poco fotogénico– disimula la edad. Pero esto no explica la energía y la lucidez de su charla que, sin perderse, parte en larguísimas digresiones. Con el premio Nobel Claude Simon, Alain Robbe-Grillet es el único sobreviviente del nouveau roman, una expresión inventada por un crítico de Le Monde en 1957 para condenar una literatura que se proponía romper con la novela balzaciana subvirtiendo las estructuras tradicionales del relato. Lejos del compromiso político de Sartre, este movimiento decretaba la muerte de un narrador-dios en el que el lector podía, hasta entonces, confiar. El grupo, patrocinado por el director de Les Éditions de Minuit, Jérôme Lindon (que la víspera de quebrar había apostado a publicar a un desconocido llamado Samuel Beckett), contaba en sus huestes a Michel Butor, Nathalie Sarraute, Marguerite Duras, Claude Ollier y Robert Pinget. Hoy, cuando ya nadie esperaba nada de él, el que se define –con Warhol- como alguien “conocido por su notoriedad”, publica Le voyageur, una selección de artículos y charlas establecida por Olivier Corpet (Christian Bourgois Editeur) y, sobre todo, La reprise (Les Éditions de Minuit), una novela de espionaje. HR, un agente secreto de los servicios franceses, es enviado al Berlín de la posguerra. En una atmófera brumosa que recuerda El Tercer Hombre de Graham Greene, el espía camina entre las ruinas tratando de comprender su misión: ¿ser testigo de un asesinato? ¿Matar? ¿Pero a quién? ¿O acaso ya mató y no lo recuerda? Mientras el héroe trata de dilucidar el enigma cruza en su camino a su doble, una prostituta adolescente con inclinaciones incestuosas y S/M, y a otros personajes siniestros (y, por eso mismo, extrañamente familiares) que suscitan vagos recuerdos de infancia. Para complicar un poco más las cosas, el relato alucinado en primera persona de HR es constantemente contradicho por otro agente, un segundo narrador que, a partir de notas a pie de página cada vez más largas, trata de imponer su voz compitiendo por el espacio editorial.
Cuando en 1953 Robbe-Grillet publicó Las gomas, su primera novela, Samuel Beckett fue el único en descubrir que la clave del libro era una reescritura del mito de Edipo en clave policial. Hoy Robbe-Grillet reescribe, bajo el signo de Kierkegaard, Las gomas, una forma de sintetizar toda su obra.
En una entrevista publicada en 1990 en la revista Le Débat, usted decía con resignación que el nouveau roman había entrado en “la cripta familiar de los manuales de literatura”. Hoy, La reprise es saludada unánimemente como “la novela más joven y vivaz del año”. ¿Cómo vive esta resurrección?
–Sabe, escribo para mí. Me pone muy contento cuando a un libro le va bien y un poco apenado cuando le va mal, pero no es muy importante. El objetivo no es tener lectores, el objetivo es escribir lo que tengo ganas de escribir. Escribí esta novela como se me antojó, pero fue recibida másfavorablemente que en otras ocasiones. Por primera vez la gente percibe el humor, por un lado, y, por otro, la belleza del texto, lo que no ocurrió con mis libros anteriores. Y esto me pone muy feliz. Evidentemente me cansa un poco, porque esta semana tengo todos los días una entrevista a las 13 hs. Ayer era El País, hoy es Radarlibros, mañana es La Stampa: es un fenómeno que desborda las fronteras de Francia.

Renacimiento
¿Cómo explica este entusiasmo?
–Existen varias razones. Por un lado, la crítica ha repetido durante mucho tiempo que los años 50 y 60 habían sido un largo período de gran euforia creativa debido, desde mi punto de vista, a la destrucción de Europa, de sus ciudades y de sus ideologías. Y sobre estas ruinas brotó un gran movimiento de creación: en el cine con Godard, en la literatura con el nouveau roman, en la música con Boulez, etcétera. Y, al contrario, a partir de los años 80, para la crítica ya no pasa gran cosa. Aparecen individuos, pero ya no hay movimientos. Y, por otro lado, los buenos escritores de hoy –para citar a amigos míos– como Jean Echenoz o Christian Oster, son gente que no molesta. En realidad hay cosas que pasan, pero son cosas individuales y que no incomodan. Bueno, y de golpe, yo publico este libro y la gente dice: “Ah, es cierto, la verdad es que el nouveau roman era otra cosa” (risas). Además, el nouveau roman terminó por crear con sus libros su propio público –integrado por una gran cantidad de jóvenes–, porque este público no existía. Sorprende el hecho de que un dinosaurio resurja así –Beckett, Sarraute, Duras, Robert Pinget y Jérôme Lindon están muertos–, súbitamente, y que no sea un viejo dinosaurio, sino un dinosaurio adolescente. Hoy soy un dinosaurio que vuelve a aparecer con toda su energía en un paisaje monótono. Es notable cómo a los escritores de hoy les falta energía vital. ¿Por qué Michel Houellebecq tiene tanto éxito? Es a causa de su nulidad, es por su mediocridad y por esa falta de energía que es visible tanto en su persona como en su texto. Que llame a eso Plataforma es muy normal, es la forma más chata posible. Él piensa que no se puede hacer otra cosa porque dice: “Soy un mediocre, vivo en un mundo mediocre y todo el mundo es mediocre”. Los personajes viajan a Tailandia para coger mediocremente, con partenaires mediocres, etc. Y eso es para la gente una imagen del mundo actual. Y, de repente, aparece un libro que da, al contrario, la impresión de vitalidad y juventud.
Otra razón es que, pese a todo, se trata de un libro que no vuelve al pasado. Es lo que podemos llamar “una nueva novela”. Se dijo mucho que en el nouveau roman no había más historias. No es cierto, hay un montón de historias en todas las “nuevas novelas” desde el principio, ya sean de Claude Simon, de Duras o de mí mismo. Pero no se las veía porque la narración era muy extraña, no había una historia estable. En los años 50 y 60 se les recriminaba mucho a esas novelas la inestabilidad de una narración donde el lector no podía poner los pies en tierra firme. Y yo decía: “Pero si el mundo es inestable, no es culpa mía”. Y esa fragilidad del mundo es cada vez más evidente. Ahora, el mundo sabe. Inclusive los norteamericanos terminaron por entender que su mundo era inestable. Esperemos que esto les haga algún bien. Aunque no me parece que estén reaccionando muy bien. Cuando se los ve envolviéndose en la bandera estrellada da una sensación bastante inquietante.
En La reprise se alternan dos narradores que desarrollan versiones contradictorias de los acontecimientos, inclusive en los detalles. Pero estas dos voces no están destinadas a converger hacia la resolución del enigma policial. Lo que parece estar verdaderamente en juego es la lucha por la conquista del texto como un espacio donde cada uno trata de imponer su mirada. –Sí, siempre hubo en mis libros fuerzas incompatibles que luchan entre sí. Por ejemplo: las tonterías que se escribieron sobre “la novela objetiva” en los 50 y 60 venían del hecho de que los lectores no podían admitir que había una objetividad y una subjetividad que eran, ambas, totales y que al mismo tiempo luchaban entre sí.
¿Podríamos decir que este combate por imponer una mirada es una de sus definiciones de la escritura?
–Uno de los aspectos que hacía del nouveau roman algo tan difícil hace cincuenta años es que para el lector de novelas tenía que existir un mundo real –lo que la crítica literaria llama “referente”– y la novela no era más que el relato vinculado a un referente que existía fuera de la novela. Eso era muy importante para el lector. El efecto de realidad era representación de eso real que, en definitiva, no necesitaba al libro para existir. Es el caso de las novelas de Balzac o de Dickens, donde el mundo existe fuera del libro, donde el libro habla de un mundo que preexiste. Desde Kafka, Joyce y Faulkner tenemos la sensación, al contrario, de que es el relato el que crea el mundo, que el escritor no representa un mundo que ya existía, sino que lo está creando. Aunque Berlín en La reprise, Nueva York en Proyecto para una revolución (1970) o Hong-Kong en La casa de las citas (1965) existen en realidad, esa realidad es un fantasma que existe quién sabe dónde. La verdadera realidad es la que el libro crea. Y, para mí, el verdadero Berlín es éste (toca la tapa de su novela). Lo que es interesante en todos los libros de Juan José Saer es que hay una creación de un mundo: de hecho cuando uno de sus libros transcurre en Sante Fe, no dice que es Santa Fe, es una ciudad imaginaria.

Borges y yo
Usted tiene con Nabokov y con Borges varios temas en común: el doble, los espejos, los laberintos. Ahora, además ha creado el personaje de Gigi, una suerte de hermana de Lolita. La diferencia es que, por ahora, no ha tenido problemas con la censura...
–Sí, pero Gigi tiene 14 años, mientras que Lolita tenía 12 (risas). 14 años no es la mayoría de edad, pero es la mayoría sexual. De todas formas, no oculto que me gustan igualmente las chicas de 12. Hubo gente que me dijo que iba a tener problemas. En todo caso por ahora no los tuve. Nadie va a acusar a un dinosaurio de 80 años de pedofilia. Nabokov tenía en su momento un estatuto más frágil, porque fue reconocido como un gran escritor más tarde. Ahora, el tema del doble es típicamente nabokoviano, incluso en Lolita, cuando ella se escapa con su amante, el héroe los sigue en coche por los EE.UU. y en los registros de los hoteles el otro anota “Humbert Humbert”, que era ya el nombre doble del narrador, el doble del doble. Creo que toda su obra es extremadamente importante. Leí Ada o el ardor con un poco más de dificultad, pero es un gran libro. Fíjese que Ada tiene 8 años cuando se acuesta con su hermano (risas). Además está, por ejemplo, la Julieta de Shakespeare, que tiene trece años y medio. Regina Olsen, el amor de Kierkegaard, tenía 14. Pero en Francia no creo que tenga problemas. El libro salió en Italia y no pasó nada, y sin embargo es siempre ahí donde tengo problemas. La Iglesia me puso allí varios juicios, pero hoy ésta tiene menos poder.
Me interesa que cite a Borges, porque ayer vino a entrevistarme una periodista de El País y me dijo: “¿Por qué me habla de Borges si él no es un escritor moderno?”. Yo le respondí que era un escritor que detestaba la modernidad, pero que él era un escritor moderno. Él me quería porque era su principal promotor, incluso en la Argentina. Pero nunca me hablaba de mis libros, que había leído (o mejor dicho que le habían leído, porque estaba ciego). Pero cada vez que nos encontrábamos era muy divertido. Me contaba con un lujo de detalles –porque tenía una memoria increíble– todo lo que habíamos hecho tres años atrás.
¿De qué hablaban?
–Yo le hablaba de literatura, pero veía que no le interesaba conversar de eso. Traté de hablarle del Ulises, que él detestaba. Me dijo: “Pero ¿qué es el Ulises? Es la descripción de Dublín. Yo conozco muy bien Dublín y no es así”. Entonces le pregunté qué había hecho él en su obra, y me respondió: “Describí bien el barrio de Palermo”. Para él, eso era muy importante. Para mí, Borges no hizo una gran obra aunque fue un fermento intelectual extraordinario, en particular para la literatura francesa, donde ocupó un papel preponderante. Borges no llegó a crear un mundo; escribió un mundo mental de posibilidades.

Un momento íntimo
De pronto suena el teléfono. Robbe-Grillet contesta, murmura unas frases y corta. Dice rápidamente: “Era uno de los amantes de mi mujer, se sienten muy incómodos cuando me molestan”. A Robbe-Grillet le gusta contar que, poco después de casarse con Catherine, ésta le explicó que “la fidelidad era una idea tonta y poco viable, que los señores necesitan carne fresca, y la damas también”. El marido asegura que su señora es una excelente dominatrix que busca jovencitas para materializar, a través de una puesta en escena teatral inspirada en su escolaridad religiosa, las fantasías sado-eróticas de la pareja.
Otra cosa que comparte con Borges y Nabokov es la aversión por “el charlatán vienés”...
–A mí gusta, me gusta porque es un loco, es un psicópata que responde exactamente a la definición que él mismo dio de la psicopatología. Además, él lo reconoce. Al final del análisis del presidente Schreber, Freud dice: “en el fondo, es como yo. Todo lo que dice es más o menos análogo a lo que yo digo. Es decir, que inventó un mundo, un mundo distinto que es el verdadero; yo hice lo mismo”.
Es la definición que usted daba del escritor.
–Sí, absolutamente: el escritor es un psicópata. ¿Leyó el número que me dedica la revista Critique? El texto más mediocre es el de Jean BelleminNoël, el más inteligente de todos nuestros psicoanalistas, pero que aplica a mis libros grillas de lecturas increíbles. Pero en enero habrá un congreso de psicoanálisis sobre mi persona en Besançon. Me invitaron y voy a ir a hablar con ellos. Les tengo mucha simpatía, pero son unos locos y lo ignoran. Cuando se está loco es mejor saberlo; yo lo sé.

Elitismo y masificación
En Francia, usted tiene la reputación de ser un escritor más bien árido, elitista, destinado a los estudios universitarios. En el exterior la situación es radicalmente distinta. De hecho, usted es el escritor francés viviente más traducido en China. ¿Cómo explica este éxito?
–Muy fácilmente: cada vez que un país se libera de la opresión busca una representación de la libertad. En China, la libertad es la Coca-Cola y el nouveau roman. Y sin embargo no son dos productos del mismo orden. La Coca-Cola es un producto de base y el nouveau roman es un producto de vanguardia. Además, hay una tradición, fuera de Francia, de no interesarse en los best-sellers franceses. Los best-sellers franceses no son traducidos al inglés, en el exterior se ocupan de fabricar los suyos. En el exterior, el nouveau roman es algo así como el buen bordeaux, los quesos fuertes y los perfumes.
¿Reconoce la herencia del nouveau roman en la literatura actual?
–Los grandes escritores no tienen herederos. Pero del mismo modo que yo escribí después de haber leído a Kafka con pasión, podemos rastrear lectores del nouveau roman. Echenoz en Francia, Juan José Saer en Argentina: podría citarle país por país gente que escribió a partir del nouveau roman.
¿Qué le interesa de la producción literaria contemporánea?
–En Francia, el escritor que más me gusta es Marie Ndiaye. En sus libros hay un mundo extraordinario. Y es evidente que ella también recibió ciertas influencias. En su última novela la influencia de Faulkner es tan fuerte que uno tiene la sensación de que transcurre en Alabama. Y sin embargo está ambientada en la isla de Guadalupe, un lugar que conozco muy bien porque trabajé ahí.
¿Y Christian Oster?
–Sí, claro. Luché mucho por él. Pero es un escritor que privilegia cada vez más la ligereza. Estos jóvenes escritores quieren vender libros y se dan cuenta de que lo que se vende bien es la liviandad. Uno puede reprocharle todo lo que quiera al nouveau roman, menos ser liviano. Lo que no ocurre con la obra de Marie Ndiaye.
Usted escribió en Por una nueva novela (1963) que la narración a la Balzac había quedado caduca. Sin embargo, hoy justamente lo que tiene éxito son las historias.
–Sí, y los lectores prefieren que todo esté bien contado, respetando la cronología, con claridad, para sentirse seguros. Yo pienso que es imposible reemplazar esta literatura tranquilizadora por una literatura de la angustia. Creo que no hay una sino varias literaturas. Cuando la gente vuelve a su casa luego de haber pasado todo el día en la oficina, y está cansada del contacto con este mundo constantemente extraño, en movimiento, incomprensible, agresivo, le gusta imaginar que sigue viviendo en 1830, que está todo bien y que la burguesía triunfó. 1830 es el triunfo de la burguesía y de las novelas de Balzac. Lo que es muy cómico es que las novelas de Diderot son mucho más perturbadoras que las de Balzac. Jacques el fatalista es un mundo inestable. Pero después vino la revolución, El Imperio, las guerras, millones de muertos y, de golpe, uno tiene la necesidad de sentirse seguro. Hay algo muy divertido en La náusea de Sartre. Cuando Antoine Roquentin no se siente bien por la agresión que le provoca la pérdida del sentido del mundo de las personas y de los objetos que lo rodean, tiene que curarse porque su malestar llega hasta la náusea. Pero no va a la farmacia para pedir un calmante, sino que se dirige a la biblioteca de la ciudad, toma prestado Eugenie Grandet de Balzac y se cura copiando varios pasajes. Uno ve que se siente mejor, que de golpe vuelve a entrar en el mundo de la continuidad, de la causalidad y de la significación definitiva.

El otro, el mismo
Es por eso que no le gusta Houellebecq...
–Seguro.
Pero su universo es más bien sombrío, no puede achacarle esa ligereza que mencionaba.
–Es cierto, pero su narración es constantemente tranquilizadora. Hubo una discusión entre Georg Lukács y Leo Bersani. Lukács, que era el gran teórico del realismo socialista, me detestaba, me había condenado en la revista Siglo Veinte por mi formalismo burgués y porque yo había presentado a Flaubert como un escritor revolucionario. Lukács escribió un texto muy largo para decir que el escritor revolucionario era Balzac, porque él se interesaba por los problemas materiales de la existencia, por la revolución, y que Flaubert ni siquiera había sido capaz de bajar a la calle en el 48. Y Leo Bersani, un gran profesor de literatura norteamericano de Berkeley, escribió un texto notable para explicarle a Lukács que quizás en la obra de Balzac se cuestionan los verdaderos problemas de la gente, pero que la narración tranquiliza a la burguesía. Es decir que la narración balzaciana no pone en tela de juicio el funcionamiento de la narración y, por ende, no cuestiona el funcionamiento del poder. Lo que quiere decir que la narración es el poder. Flaubert va aser el primero en cuestionarse lo que ya se preguntaba Diderot: ¿en nombre de qué puedo contar como si fuese Dios? Y efectivamente ocurre lo mismo entre Houellebecq y yo. Probablemente él habla del mundo real, de la mediocridad e incluso de los atentados islamistas, pero lamentablemente lo hace a través una narración perfectamente lineal, tranquilizadora y que no molesta a nadie. El contenido molesta a los islamistas (risas), sí, ¿y entonces?

Escritores viejos en Radarlibros

El 6 de junio de 1999, Manuel Vázquez Montalbán presentó a Andrea Camillieri, el octogenario italiano, y el 3 de agosto del mismo año Daniel Link entrevistó a Juan Filloy, ya centenario.

 

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