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En
Moby Dick
el estructurado sistema que había perfeccionado la novela europea parece
en todo momento a punto de disgregarse, para dar paso a otra especie narrativa
de construcción más libre y de vocación mítica más poderosa y avasalladora.
POR
JAIME REST
Al filo de 1800,
ya consolidada la independencia de la nueva república, los escritores
y pensadores norteamericanos afrontaron -a veces con incertidumbre y vacilación
la tarea casi insólita de crear una literatura nacional. En respuesta
a esta urgente necesidad de consolidación cultural, se ensayaron
muy diversas interpretaciones, sugeridas sea por las circunstancias históricas
mismas que habían engendrado la emancipación o por las tradiciones
políticas y religiosas que se habían heredado de la época
colonial: algunos autores postulaban una actitud pragmática, inspirada
en el racionalismo del siglo XVIII, y consecuentemente sugerían
el abandono de la actividad artística como labor autónoma
pues la juzgaban demasiado gratuita y ajena al enfoque práctico
y utilitario que había guiado a los constructores de la nacionalidad;
otros, de conformidad con las ideas puritanas, expresaban su desconfianza
con respecto a la literatura, tarea demasiado concentrada en la ficción
y en el deleite sensible para que respondiera a los esquemas del pietismo
más estricto; un tercer grupo, de orientación nacionalista,
sostenía que el mero hecho de que hubiera escritores ya entrañaba
por sí solo la existencia de una literatura propia que no tenía
razón alguna para ir a la zaga de la producción poética
europea; por último, en virtud de la lengua utilizada, un cuarto
sector pensaba que las letras norteamericanas no podían ser otra
cosa que un apéndice trasatlántico de la literatura inglesa.
Confeccionadas siempre sobre la marcha y a menudo con ánimo polémico,
hipótesis tan variadas podían contener en cada caso su parte
de verdad, pero resultaban insatisfactorias en la medida en que carecían
de una adecuada perspectiva y se mostraban incapaces de reconciliarse
entre sí. En definitiva, ninguno de estos vaticinios habría
de resultar tan profético como la observación apuntada por
un inmigrante francés radicado en Nueva Jersey cuyo nombre era
St. Jean de Crèvecoeur, quien señaló en fecha muy
temprana que el norteamericano es un hombre nuevo y, por consiguiente,
obrará de acuerdo con nuevos principios y deberá crear nuevas
ideas y elaborar nuevas doctrinas.
Por supuesto, este fenómeno no tuvo una expresión inmediata,
sino que se desarrolló de manera gradual y progresiva. No en vano,
Emerson todavía parecía justificado al declarar que toda
la literatura aún aguarda ser escrita, que la poesía
apenas si ha entonado su primer canto. Sin embargo, lo que en Crèvecoeur
sólo era un anuncio se convirtió en Emerson en un verdadero
programa, expuesto desde sus ensayos iniciales y sintetizado en la célebre
conferencia sobre la tarea del intelectual americano que dictó
en Harvard el 31 de agosto de 1837. Esta disertación puede considerarse
el plan concreto de un proyecto que ya se hallaba en vías de realización;
y en la actividad del período es posible desentrañar síntomas
indudables que declaran el advenimiento efectivo de una toma de conciencia,
volcada en una vasta exploración reflexiva y creadora. Precedida
por los esfuerzos más bien insulares que Irving, Cooper y Poe llevaron
a cabo en la primera mitad del siglo, hace su ingreso la generación
de escritores que alcanzaría su plenitud hacia 1850: Emerson, Thoreau,
Melville, Hawthorne y Whitman.
A partir de un común ascendiente romántico, este grupo se
dispersa en variadas direcciones: Emerson incorpora elementos del neoplatonismo
y de las doctrinas filosóficas y religiosas orientales; Thoreau,
a la vez que asimila estos mismos ingredientes, se convierte en heredero
del individualismo libertario; Whitman busca una forma poética
que responda a su visión cósmica y casi panteísta;
Hawthorne y Melville tratan de adaptar los procedimientos de la narrativa
a las exigencias impuestas por la vida norteamericana. Por cierto, los
recursos empleados dejan una impresión de honda disparidad, pero
los resultados ponen de manifiesto un significativo parentesco: todos
por igual consideran que los Estados Unidos han proporcionado al mundo
moderno una experiencia enteramente nueva, como crisol que logra amalgamar
materiales divergentes en una suerte de organismo unitario, cuya cohesión
debe buscarse en ciertas nocioneselementales que permiten construir un
sistema propio a partir del ejemplo moral proporcionado por doctrinas
ancestrales. En suma, la obra de estos autores expone, en forma directa
o indirecta, una sostenida reflexión sobre la naturaleza y destino
de la sociedad norteamericana.
La maduración del trasplante novelístico en la literatura
de los Estados Unidos impuso sugestivos cambios en el género empleado.
La pauta arquetípica de la novela, en su desenvolvimiento pleno,
quizá pueda extraerse de Inglaterra y Francia en los siglos XVIII
y XIX. Lo más notorio en este modelo radica en que la composición
ha sido trazada de acuerdo con esquemas sociales proporcionados por una
mentalidad burguesa muy afianzada: el comportamiento humano está
expuesto en función de criterios muy elaborados y convencionalizados,
de conformidad con las aspiraciones e ideales que prevalecían en
un sistema eminentemente urbano y competitivo, cuyos objetivos individuales
eran la fortuna pecuniaria, el prestigio social y el matrimonio conveniente;
a causa de ello, la forma narrativa apuntó hacia un tipo de ordenamiento
cerrado en el que la trayectoria personal del héroe ficticio fue
examinada dentro de un intrincado contexto de normas ya establecidas,
como se advierte en Orgullo y prejuicio de Jane Austen o en Eugénie
Grandet de Balzac; y aun en los casos en que predominaba una arquitectura
abierta (David Copperfield), una progresión trashumante (Tom Jones)
o una insularidad casi absoluta (Robinson Crusoe), el rasgo más
universal y destacado en la conducta de los protagonistas era el arraigo
de un sedimento cultural que los inducía a proponerse el deliberado
sometimiento del ámbito circundante y la obstinada persecución
del éxito personal; en consecuencia, aun en los casos en que se
manifestaba hostil o parecía independiente, la naturaleza no era
concebida como fuerza autónoma o como personaje, sino como un material
o instrumento que el hombre debía aprovechar para la satisfacción
de fines prácticos.
Cuando el escritor norteamericano trató de aclimatar la novela
a su mundo, en el curso de la centuria pasada, a menudo comprobó
que por razones de hábito y de tradición esta forma se había
identificado con las condiciones imperantes en una sociedad burguesa radicalmente
utilitaria y secularizada; por consiguiente, advirtió que el género
resultaba un tanto insatisfactorio para reflejar circunstancias muy distintas,
a menos que se lo sometiera a una drástica adecuación. Esto
surge de manera muy clara en Moby Dick y también, más tarde,
en Huckleberry Finn, obras en las que el estructurado sistema que había
perfeccionado la novela europea parece en todo momento a punto de disgregarse,
para dar paso a otra especie narrativa de construcción más
libre y de vocación mítica más poderosa y avasalladora,
menos disimulada tras el suceso cotidiano y la convención social.
En consecuencia, por la índole misma de la heterogeneidad
que la nutría, la narrativa de los Estados Unidos modificó
sustancialmente los esquemas tradicionales de la novela: en lugar de proporcionarnos
el juego feliz o desdichado que se desenvuelve dentro de un sistema acerca
del cual existe un grado considerable de consenso, nos presente una búsqueda
que conduce inevitablemente hacia una suerte de formulación mítica,
en virtud de que no es posible ofrecer una conveniente solución
lógica. Como consecuencia de que su propósito no apunta
a describir los esfuerzos que el protagonista realiza para integrarse
en el contexto social sino a explorar una reconciliación que parece
replegarse más allá del horizonte visible, en la novela
norteamericana se observa un abandono de la estructura cerrada y un notorio
retorno a la forma abierta y errática de la narración épica,
del roman courtois, del Quijote.
Estas características suelen presentarse con menor intensidad en
Hawthorne y Henry James, acaso porque las contradicciones enfrentadas
en sus obras no son tan extremadas y admiten, hasta cierto punto, un tratamiento
novelesco tradicional, pero en Moby Dick y en Huckleberry Finn se tornan
muy evidentes, tal vez porque el contraste entre el hombre y lanaturaleza
como elemento no humano ya se trate de la ballena o del río
precipita una polarización más honda e insalvable. E inclusive
entre ambas narraciones, la de Melville es la que pone mayor énfasis
en la disyuntiva, sea por sus alcances cósmicos y elementales,
por la catástrofe final que anula todo compromiso o, muy especialmente,
por la dramática ambigüedad sin solución que entraña
el enfrentamiento entre dos antagonistas que persisten hasta el desenlace
como fuerzas absolutas e irreconciliables. En este sentido, Moby Dick
constituye casi el arquetipo de la originalidad alcanzada por la narrativa
norteamericana del siglo XIX.
II
Melville nace en 1819 y muere en 1891; Moby Dick aparece en 1851,
cuando su autor tiene apenas treinta y dos años. Sin embargo, esta
novela no puede considerarse una obra comparativamente temprana, sino
el centro de la producción literaria de Melville, el punto culminante
de su labor creadora, la síntesis de su experiencia como vagabundo
de los mares, como lector infatigable y omnívoro, como pensador
formado en el idealismo romántico. Descendiente de una estirpe
no exenta de prestigio social y que había gozado de una holgada
situación, Herman Melville dejó truncos sus estudios a causa
de la muerte de su padre y de los reveses económicos de su familia.
Durante un breve lapso se dedicó a la enseñanza, pero su
principal actividad desde los diecinueve hasta los veinticinco años
fue la navegación, primero en barcos balleneros y más tarde
en un buque de guerra norteamericano. En el curso de sus travesías,
comenzó por surcar el Atlántico hasta Liverpool; luego,
navegó hasta el Pacífico y a lo largo de una errática
trayectoria visitó las Galápagos, las Marquesas, Tahití,
las Hawai y algunos puertos de México y Perú. En su condición
de marinero raso pues no era más que un man before the mast,
según se denominaba a los tripulantes, habitualmente instalados
en la proa, corrió toda clase de aventuras, sin excluir motines,
deserciones, desembarcos en islas remotas y convivencias al parecer amables
con tribus a las que se atribuía la práctica del canibalismo.
Al mismo tiempo, consagraba todos sus momentos libres a leer cuanto le
podían proporcionar las inciertas bibliotecas de los navíos
que los transportaban. El conocimiento acumulado en esta vida trashumante
y aventurada habría de constituir la columna vertebral de la producción
narrativa, iniciada en 1846 con la aparición de Typee, que se subtitula
Una ojeada a la existencia polinesia y que se difundió
en Londres como Melvilles Marquesas.
En la primavera de 1847 se publicó Omoo, una segunda narración
de viajes en la que se elaboran los recuerdos del autor como azaroso y
descuidado residente en las playas de Tahití, donde había
apelado para subsistir a los recursos más imprevistos y accidentales.
Estos primeros ejercicios literarios produjeron un rápido y decisivo
impacto, de modo que Melville se dedicó por entero a su inesperada
vocación creativa, en la que perseveró de manera sostenida
por espacio de varios años. En 1849 completó Mardi, un tercer
relato en el que ya se advierten ciertas tendencias que habrían
de culminar en Moby Dick.
Entre 1849 y el año siguiente se conocieron dos libros más,
en los que reaparece el trasfondo autobiográfico: en Redburn asoman
las reminiscencias del primer viaje, a comienzos de 1841, que había
llevado al marinero novato hasta Liverpool, a lo cual se añaden
algunos sucesos un tanto misteriosos acaecidos en Londres y las peripecias
del regreso que culmina con la muerte de un tripulante cuya suerte parece
prefigurar el destino de James Wait, el principal personaje de The Nigger
of the Narcissus de Conrad; en cambio, en White-Jacket queda
registrado el viaje de Honolulú a Boston que Melville completó
en octubre de 1844 a bordo de una fragata de la armada norteamericana,
ocasión en la que durante largos meses pudo observar y también
experimentar el trato despiadado que recibía el personal
de los buques de guerra. Desde los primeros meses de 1850 Melville trabajó
en una nueva anécdota sobre la cacería de ballenas, cuyo
plan respondía al relato de aventuras más o menos autobiográficas
que ya era habitual en su producción. Sin embargo, a medida que
la redacción avanzaba, la obra fue imponiendo sus exigencias propias
y gradualmente se transformó en una empresa de gran complejidad,
cuyos alcances no habían sido previstos de antemano. El autor mismo
se mostraba vacilante, y su correspondencia del período documenta
esa incertidumbre de modo cabal. Durante el verano, a mediados de año,
una necesidad casi compulsiva determinó la revisión del
proyecto, cuando ya buena parte de la tarea se mostraba casi terminada;
la organización definitiva del material aparentemente presentó
serias dificultades y, si bien en agosto el manuscrito se hallaba muy
adelantado, la entrega al editor se demoró más de un año.
Al cabo de una prolongada y angustiosa gestación, Melville escribía
en noviembre de 1851 a Hawthorne con quien había trabado
amistad poco antes para anunciarle el resultado de su afanosa labor:
He compuesto un libro perverso, y me siento tan inmaculado como
un cordero. En verdad, Moby Dick, la narración que acababa
de terminar, era una obra de significado sumamente intrincado un
libro de extraña especie, pero constituía de
manera simultánea la formulación más reveladora de
quien lo había concebido: era el testimonio de regiones penumbrosas
de la conciencia y, en la exposición de la lucha titánica
entre el voluntarismo puritano y las fuerzas espontáneas de la
naturaleza, tendía a resolverse en una suerte de satanismo prometeico,
de sublevación contra un orden que resultaba demasiado estrecho
a causa de sus rígidos contrastes.
El público, tan afecto durante el siglo XIX al tradicional relato
de andanzas marítimas, se sintió en parte defraudado por
esta narración que poseía un sabor decididamente insólito,
con su persecución cósmica de una ballena que era encarnación
de algún significado absoluto e inquietante, pero casi indescifrable:
en los cuarenta años que transcurrirían hasta la muerte
de Melville, Moby Dick fue reimpreso una sola vez. Habría que esperar
hasta octubre de 1899, cuando Archibald McMechan en un juicio que
todavía resultaba aislado e inusual puntualizó en
un artículo publicado en el Queens Quarterly que esta creación
era la mejor historia marítima jamás escrita.
El desconcierto ya existente se acentuó aún más al
aparecer Pierre, en 1852. Esta narración, sintomáticamente
subtitulada Las ambigüedades, nos presenta el abandono
total del asunto marítimo, suplantado por una anécdota de
manifiesto sesgo romántico, no desprovista de ingredientes exagerados
y hasta grotescos, pero de considerable intensidad y eficacia como análisis
del comportamiento y como cuadro de costumbres. La trama de nuevo se halla
centrada en conflictos que no tienen solución y bordea riesgosamente
el tema del incesto, hasta precipitarse por último en el triple
suicidio de los infortunados protagonistas. La osadía de Melville
acabó por enajenarle la reputación literaria que aún
conservaba, y el vuelco desfavorable de la opinión pública
llegó a ejercer un influjo perturbador sobre su ánimo, al
punto de que su sostenida labor creadora tendió a declinar en caudal
hasta interrumpirse. Así comenzaba una etapa difícil en
la vida del novelista, quien por espacio de algunos años todavía
produjo varias obras, en abierto desafío a la adversidad: en 1855
dio a conocer Israel Potter, relato histórico que constituye una
de sus realizaciones menos logradas; en 1856 publicó los Piazza
Tales, que incluyen algunas de sus piezas más notables, como Benito
Cereno, Bartleby y Las Encantadas; en 1857
el desaliento y la misantropía se volcaron en The Confidence Man,
de acento amargamente satírico. Melville ya no difundió
otras novelas en el resto de su existencia y durante treinta y cuatro
años permaneció en un silencio sólo interrumpido
por algunas colecciones de poemas y por Clarel, un relato filosófico
en verso aparecido en 1876. Por espacio de casi dos décadas, el
escritor se desempeñó exclusivamente como funcionario de
la aduana de Nueva York,cargo al que renunció en 1885, favorecido
por una situación económica más próspera;
las circunstancias propicias le permitieron completar dos volúmenes
inconclusos de poesía, y ya en las postrimerías de la vida
compuso Billy Budd, narración póstuma que redactó
en unos pocos meses y que permaneció inédita hasta 1924;
en ella retomó el asunto marinero con desacostumbrada economía
de recursos y trazó el agudo retrato de un individuo inocente que
es destruido por las intrigas ajenas pero que en el instante mismo de
la muerte logra reconciliarse con su destino.
Sólo a partir del centenario del nacimiento comenzó la rehabilitación
laboriosa y gradual; pero en el trascurso de cincuenta años esta
tarea ha determinado una absoluta reversión de criterios y una
caudalosa actividad exegética, uno de cuyos momentos capitales
lo constituye la Centennial Edition de Moby Dick, publicada
en 1952 bajo la dirección de Luther S. Mansfield y Howard P. Vincent.
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Civilización
o Barbarie
POR
DANIEL LINK
Se cumplen ciento cincuenta años de la publicación
de Moby Dick, la excesiva invención de Herman Melville en
cuyas primeras páginas Ismael, el narrador, ironiza sobre
su necesidad de darse a la mar. La actualidad de la novela, que
por su mismo grado de abstracción bien puede
leerse como un ensayo de interpretación nacional,
no podría ser mayor. El viaje metafísico que Ismael
emprende se ubicaría, según sus palabras, entre dos
líneas de noticias (o dramas de la historia):
Gran
lucha electoral por la Presidencia de los Estados Unidos
Un individuo de nombre Ismael viaja en un ballenero
sangrienta batalla en Afganistán
No haría
falta más para entender hasta qué punto los Estados
Unidos han quedado presos de la imaginación desaforada de
Melville. Hoy, como ayer, la ficción es un episodio encapsulado
entre los avatares de la política interior y la política
exterior norteamericana.
Un poco por ese carácter emblemático que tiene Moby
Dick, los españoles han decidido homenajearla reeditando
la novela en la traducción que en 1970 realizó Enrique
Pezzoni para la Colección Obras Maestras del Fondo Nacional
de las Artes, uno de los grandes y prodigiosos monumentos de la
traducción de todos los tiempos. No es la primera vez que
España rinde tributo a la inteligencia y a la perspicacia
de Pezzoni. La versión de Lolita que Anagrama publica desde
siempre lleva el transparente seudónimo (Enrique Tejedor)
de quien, entonces, prefirió dejar su obra en el anonimato
antes que someterse a los vaivenes judiciales que el contenido del
libro hacía suponer.
Un homenaje, pues, a Moby Dick, a ciento cincuenta años de
su publicación, pero también a los treinta años
de una traducción, dicen los cables de prensa, insuperable.
Este verano será una buena ocasión para revisitar
una de las novelas fundamentales en la constitución de la
identidad cultural norteamericana. La masiva oposición entre
una inteligencia humana y una inteligencia no-humana, algo que comienza
en Moby Dick pero que puede rastrearse hasta los últimos
avatares de la serie cinematográfica Alien, más allá
de los sentidos alegóricos que cada uno quiera encontrar
en ella, debería entenderse como una de las claves para entender
cómo los Estados Unidos procesan sus contradicciones y cómo
imponen al mundo una cierta idea de humanidad en oposición
a ese enemigo indeterminado, blanco, metafísico.
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