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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

ALBERTO R. BONNET
�Aniversario blindado: una década de peso convertible�

¿Debemos ir agendando, para marzo próximo, un aniversario blindado?
En marzo del 2001, el peso convertible cumpliría una década de vida, es decir, de estragos entre los trabajadores, y los organismos financieros internacionales parecen querer asegurarse de que llegue a su cumpleaños en buen estado de salud. Sería de muy mal gusto, convengamos, homenajear un cadáver.
Pero ¿qué están intentando blindar los organismos financieros? No simplemente el peso, por cierto, sino una hegemonía que el gran capital no había alcanzado en la Argentina desde hace medio siglo. ¿Y de qué blindaje se trata? No se trata del blindaje de las armas, de la coraza de coerción de la que en alguna ocasión hablara Gramsci, sino de un blindaje de dinero.
Recuperando una vieja propuesta de Roque Fernández, en efecto, la administración aliancista solicitó al FMI, a la cabeza de un consorcio que incluiría al BM, al Estado español, a grandes bancos internacionales y las AFJP, una “Línea de Crédito Contingente” por un total que ascendería –según la propaganda oficial– a casi unos U$S 40.000 millones. Esto es, un crédito a ser desembolsado en caso de aprietos financieros, que funcione como reaseguro del peso. El acontecimiento es en sí mismo importante porque pone en evidencia que la presente es la crisis más grave que atravesó el peso convertible desde que fuera inventado hace ya casi una década. Y además, por esa misma razón, es un buen punto de partida para realizar un balance retrospectivo de la naturaleza y la evolución de ese peso convertible. En qué medida estamos escribiendo propiamente un balance, a propósito del aniversario que se avecinaría, o un obituario, nadie puede saberlo de antemano.

En el principio fue la hiperinflación
Este blindaje del dinero, como el de las armas, acoraza una hegemonía. Es preciso no realizar distinciones demasiado rígidas entre las armas y el dinero, entre la coerción y el consenso, para entender este asunto. Una distinción tajante entre coerción y consenso puede servirnos a veces como punto de partida para resaltar la importancia que revisten ciertos mecanismos ideológicos de ejercicio del poder. Sin embargo, no debemos aferrarnos a esquemas dualistas que impidan el reconocimiento de ciertos modos de violencia centrales para ese ejercicio del poder que, no obstante, no descansan en poner las armas en la calle. Un caso, caro a nuestra realidad política, es la violencia de origen económico ejercida por el desempleo.
La modalidad específica de violencia que fundó la hegemonía menemista es una de esas modalidades de violencia que no recurren a las armas. Cuando hablo de la hegemonía menemista, me refiero a la hegemonía montada sobre la Convertibilidad y que se prolonga algo maltrecha hasta nuestros días, sin importar, naturalmente, si los administradores del Estado pertenecen a las bandas justicialistas o radicales. La violencia que fundó esta hegemonía es, pues, la violencia hiperinflacionaria.
Sucede que la lucha de clases se expresa bajo distintas formas y el dinero –como recordara hace poco Holloway en este mismo suplemento– es una de esas formas. Siendo la inflación la expresión de una lucha de clases desarrollada alrededor de los precios relativos, los procesos hiperinflacionarios deben entenderse como grandes ofensivas expropiatorias del capital contra el salario de los trabajadores. La particularidad del proceso hiperinflacionario argentino que va de 1989 a 1991 radica en que instauró un chantaje que sustenta desde entonces la hegemonía menemista. Este chantaje consiste en poner a los trabajadores frente a la siguiente disyuntiva: aceptar la paz monetaria basada en la Convertibilidad o volver a la guerra inflacionaria previa. Tanto el artífice de la paz monetaria como el comandante de la guerra inflacionaria, naturalmente, coinciden en la figura de la gran burguesía, de manera que aceptar el chantaje es reconocer el papel hegemónico de esa gran burguesía.
Esos procesos hiperinflacionarios no implicaron la convicción propia del consenso (aunque generaron un ceñido consenso, chantaje mediante, alrededor de la Convertibilidad) e implicaron violencia (aunque no sea la violencia legítima monopolizada por el aparato represivo del Estado). La violencia hiperinflacionaria es pues un modo económico y privado de la violencia. Se diferencia de la violencia de Estado (del genocidio a la maldita policía de todos los días) y también de los constreñimientos normales de la acumulación capitalista (como el desempleo arriba mencionado o el despotismo de los patrones en los lugares de trabajo). Esta ambigüedad, modo de violencia sin sujeto manifiesto o modo de violencia del dinero mismo, envuelve a la violencia hiperinflacionaria en un aura mística particularmente eficiente en cuanto a sus efectos de poder. Esta violencia es el modo de ejercicio del poder que funda, en las condiciones específicas de la sociedad argentina de la década de los ’90, una nueva hegemonía política.
Debemos enfatizar, para evitar malentendidos, que nos estamos refiriendo a las condiciones específicas de nuestra sociedad en los 90. La violencia armada de la dictadura militar entre 1976 y 1983, especialmente en relación con las vanguardias sociales y políticas que encabezaron las luchas clasistas desde fines de los años 60, sigue siendo una condición de posibilidad insoslayable de esta hegemonía y de la propia existencia del régimen democrático-burgués en que se desenvuelve. Es imposible entender la existencia misma del alfonsinismo y el menemismo prescindiendo de esa violencia armada, sistemáticamente ejercida por el Estado, contra los trabajadores. Pero a la vez sería un error suponer que esta violencia resulta una explicación suficiente para todos los acontecimientos posteriores a 1983 y, en particular, para la hegemonía menemista que aquí nos ocupa. Nos conduciría a entender la transición hacia el régimen democrático como un proceso armónico, pasando por alto la debacle económica de la dictadura en la crisis de la deuda y su debacle política en la derrota de la aventura de las Malvinas y en las movilizaciones democráticas y de derechos humanos. Nos llevaría asimismo a menospreciar la importancia de las luchas sociales desarrolladas durante el alfonsinismo y los primeros dos años del menemismo. Y, especialmente, nos impediría explicar sobre la base del desarrollo de la lucha de clases las diferencias entre las políticas y los resultados del alfonsinismo y del menemismo. Nuestra explicación quedaría reducida entonces a especulaciones, propias de cierto “progresismo”, acerca de los supuestos perfiles “democrático” del primero y “autoritario” del segundo. Las consecuencias políticas serían lamentables. Toda hegemonía supone, necesariamente, una alteración en las relaciones de fuerzas entre las clases y las relaciones de fuerza específicas emergentes del alfonsinismo debieron ser radicalmente transformadas por los procesos hiperinflacionarios para elevar esta nueva hegemonía menemista.
Debemos precisar asimismo el sujeto de esta hegemonía. La fracción burguesa que encabeza esta hegemonía es una gran burguesía constituida por un puñado de grandes capitales con intereses diversificados en la producción agropecuaria e industrial, los servicios y las finanzas. Esta gran burguesía es un engendro del proceso de concentración y centralización del capital iniciado en la década de 1970, que tuvo sus hitos fundamentales en los programas de promoción industrial desde la década de 1960, la especulación financiera a partir de la reforma de 1977 y el proceso de privatizaciones iniciado en 1989, y que se trasnacionalizó crecientemente durante dicho proceso. Entender esto es importante, a su vez, para evitar que los supuestos “capitalistas nacionales” criados durante el proceso de industrialización sustitutiva sean librados de culpa y cargo en el proceso a la hegemonía menemista. La Convertibilidad, por lo demás, lograría encolumnar a toda la burguesía detrás de éstas, sus fracciones más concentradas, hasta un punto en que las fracciones subordinadas resultaron completamente incapaces de articular un proyecto alternativo.

El poder del dinero
Ahora bien, nuestra vinculación entre hiperinflación y hegemonía menemista puede resultar un poco extraña. Uno puede preguntarse: ¿qué sentido tiene decir que los procesos hiperinflacionarios son un modo de violencia? Y más aún: ¿qué sentido tiene decir que una política monetaria, la Convertibilidad, constituye el eje de una nueva hegemonía?
Alguien puede incluso entusiasmarse y reclamar que no se mezclen las cosas y que los asuntos “económicos” se mantengan separados de los “políticos” en nuestros análisis. Pero aceptar esto último equivaldría a conceder demasiado terreno al enemigo. Los asuntos “económicos” seguirían entonces en manos de tecnócratas (doctorados en ignorancia por la Universidad de Chicago, por ejemplo) y los asuntos “políticos”, en manos de los punteros (aggiornados por las agencias de marketing, por supuesto). Todo esto debería ser obvio, pero las mistificaciones de la propaganda neoconservadora calaron tan hondo que ya no sorprende encontrar intelectuales críticos aceptando ingenuamente que una cosa es “la política” y otra, “la economía”.
Las preguntas anteriores, sin embargo, son legítimas y merecen una respuesta. Decimos que los tres procesos hiperinflacionarios que se desarrollan entre febrero de 1989 y marzo de 1991 son un modo de violencia porque constituyeron una expropiación masiva de los trabajadores. Los precios aumentaban a diario (114 por ciento en junio y 199 por ciento en julio de 1989), la capacidad adquisitiva de los salarios se deterioraba hasta esfumarse (el salario real descendió un 35 por ciento acumulado entre abril y julio) y el desempleo se disparaba hasta niveles inéditos (15 por ciento en mayo). Masas de trabajadores se vieron obligados a lanzarse al asalto de los supermercados para alimentar a sus familias.
Es cierto que los trabajadores somos expropiados a diario en nuestros puestos de trabajo, pero esta expropiación hiperinflacionaria es propiamente extraordinaria –una suerte de acumulación originaria reiterada, podríamos decir con Bonefeld–. Ella no responde a los mecanismos cotidianos de explotación que operan en nuestros puestos de trabajo, sino a la expropiación del poder adquisitivo del salario en el mercado mismo. Y, además, ella es incompatible en el largo plazo con la propia continuidad de la acumulación capitalista.
Acaso pueda entreverse ahora por qué podemos decir que la política monetaria que estabilizó el poder adquisitivo de la moneda, el Plan de Convertibilidad, constituye el eje de una nueva hegemonía. La política monetaria que lograra rescatar la moneda de la catástrofe hiperinflacionaria parecía destinada de antemano a gozar de un amplio consenso pasivo. Pero la capacidad de una política monetaria de generar consenso radica en razones mucho más profundas.
En efecto, la política monetaria opera sobre el dinero y el dinero es un elemento central y constitutivo de las relaciones sociales bajo el capitalismo. La “transformación de todas las relaciones en relaciones de dinero” (Marx), esto es, la mediación de las relaciones sociales a través del dinero, desempeñó ya un papel clave en la transición histórica hacia el capitalismo. La mediación del dinero desempeña desde entonces un papel decisivo en el reconocimiento social de nuestros trabajos privados en el mercado de manera que, en el marco del capitalismo, nuestro nexo con la sociedad “lo llevamos con nosotros en el bolsillo” (de nuevo Marx). Operar políticamente sobre el dinero es así, en síntesis, operar directamente sobre las relaciones sociales mismas.

La disciplina del peso convertible
La continuidad de la administración menemista durante una década, con la profunda reestructuración capitalista que impusiera, y la continuidad que caracterizó la transición reciente hacia una administración aliancista serían realidades incomprensibles si no se tuviera en cuenta esta hegemonía. Sería incomprensible, por ejemplo, un acontecimiento como la reelección en octubre de 1995 de un gobierno que había desmantelado drásticamente el Estado populista con sus privatizaciones, que había desregulado de hecho el mercado de trabajo, elevando los niveles de desempleo a alturas inéditas, que había desregulado los mercados de capitales sometiendo la economía a los flujos y reflujos del capital financiero, que había desarrollado políticas de recomposición de las ganancias –congelamiento de salarios, reducción de cargas patronales, impuestos regresivos– aún más brutales que las reaganianas, etc.
Pero ¿en qué consiste esta hegemonía? La hegemonía menemista descansa sobre la capacidad disciplinante del peso convertible. El capitalismo argentino se desarrolló durante medio siglo de manera inflacionaria, atravesando ciclos expansivos con alza creciente de los precios interrumpidos, periódicamente, por planes de ajuste recesivos destinados a controlar la inflación. El valor del dinero estaba entonces sometido a las luchas entre patronales y sindicatos y, hasta cierto punto, la inflación era admitida como parte de las reglas de juego vigentes para la integración de clase.
El menemismo aspiró, en cambio, a sustraer el dinero de la lucha de clases para intentar utilizarlo permanentemente como un arma de disciplinamiento de la sociedad en su conjunto. Esta estrategia, naturalmente, no era de marca registrada en La Rioja. Se trataba de la esencia de la respuesta neoconservadora a la crisis estanflacionaria del capitalismo keynesiano de posguerra a escala mundial. El empeño monetarista en restringir la cantidad de dinero –las políticas iniciales de Thatcher y Reagan– y, una vez fracasado, la jugarreta de instaurar bancos centrales independientes –como el Bundesbank y ahora el Banco Central Europeo– son sus principales manifestaciones. Podría decirse entonces que la hegemonía menemista contiene implícitas nuevas reglas de juego, las reglas de una disciplina dineraria que encadena los salarios a la productividad del trabajo y somete las ganancias de la mayor parte de los capitalistas a los márgenes permitidos por los precios internacionales.
Los primeros años de vigencia del peso convertible (de 1991 a fines de 1994) fueron en cierto sentido “años de bonanza”. Se caracterizaron por la expansión económica, una expansión en parte ficticia, resultante del ingreso de capitales externos debido a las altas tasas de interés locales y a las oportunidades de ganancias extraordinarias abiertas por las privatizaciones, pero también en parte real, debida a la recuperación de la inversión productiva y al aumento del consumo a crédito de los sectores medios y altos de la sociedad. A lo largo de esos años, la hegemonía menemista fue consolidándose paso a paso, pues la disciplina del peso redundaba para los trabajadores empleados en unos salarios relativamente estables en su capacidad de compra y en un restablecimiento del crédito y, para los capitalistas, en unas ganancias que podían incrementar por medio de una brutal racionalización del trabajo.
Pero la Convertibilidad había puesto en marcha en realidad una desesperada carrera del peso detrás del dólar, una carrera que –como invirtiendo aquella famosa paradoja de Zenón– permanecía oculta tras la aparente estabilidad debida a la Convertibilidad por ley del peso en dólar. Esto no significa –por supuesto, dentro de ciertos límites– que el peso no fuera convertible ni que no hubiera estabilidad alguna. Significa más bien que, en abril de 1991, se inició una carrera cuya meta consiste en la mutación de la Convertibilidad por ley en una convertibilidad sustentada en unos niveles sin precedentes de productividad y de competitividad de la economía argentina en el mercado mundial. La convertibilidad del peso, en otras palabras, no puede descansar indefinidamente sobre la ley 23.928, sino que debe ser sustentada por una explotación sin precedentes del trabajo.
El Plan de Convertibilidad –como dejara entrever el propio Cavallo en numerosas oportunidades– es entonces mucho más que una mera política antiinflacionaria. Es en verdad una política de disciplinamiento social generalizado que opera con la estabilidad monetaria como una de sus herramientas centrales. Es una política que apunta a incidir sobre el comportamiento económico de las clases, forzando al conjunto de los trabajadores a incrementar su productividad a riesgo de ver reducidos sus salarios o quedar desempleados, obligando a las fracciones subordinadas de la burguesía a reconvertirse bajo amenaza de quiebra, prohibiendo a ambas clases, en definitiva, dirimir su antagonismo de una manera inflacionaria en la esfera distributiva. Desregulación interna y apertura externa mediante, la Convertibilidad se convirtió así en una carrera coercitiva que descalifica como incompetente a una porción cada vez mayor de sus participantes: en primer lugar, a los trabajadores desocupados, subocupados y ocupados en las más variadas y degradantes condiciones de precariedad del trabajo.
Ahora bien, el peso se mantuvo convertible, durante estos diez años, en gran medida gracias al ingreso de dólares derivado de las privatizaciones y de un endeudamiento externo siempre creciente. Pero es sabido que ambas fuentes de ingreso de dólares tienen límites: la casi totalidad de las privatizaciones viables ya ha sido realizada y la disponibilidad de financiamiento externo que acompañó los primeros años de la Convertibilidad está sometida a los vaivenes de los mercados financieros internacionales. Hubo ciertamente un aumento en la productividad del trabajo, pero esta mayor productividad apenas se tradujo en un crecimiento significativo de la competitividad, debido a la persistente sobrevaluación del peso. La sobrevaluación del peso, atado a un dólar en permanente revaluación respecto de otras monedas debido a la expansión de la economía norteamericana, arrojó como saldo, entonces, un masivo proceso de importaciones y un creciente déficit comercial que mina el mantenimiento de la Convertibilidad.
Así es como, desde mediados de 1994, aquel cuadro de bonanza empezó a cambiar. La corrida motivada por la devaluación mexicana de diciembre ratificó este cambio: habían comenzado los “años malos” de la Convertibilidad, que se prolongarían, casi sin solución de continuidad, hasta nuestros días. Pero la disciplina del peso significa algo muy diferente en tiempos de recesión. Significa tendencias deflacionarias, recortes en los salarios nominales y desempleo galopante, consecuencias sociales que apenas podrían ser comparadas con las secuelas de la crisis del 30.

La carrera del peso
La carrera del peso se iría convirtiendo poco a poco, desde entonces, en una carrera en piloto automático hacia ninguna parte. Y esto acarrearía importantes consecuencias en relación con la situación política.
A pesar de que la administración menemista pudo sortear con éxito la sacudida de la crisis mexicana de 1994-95, el mantenimiento del peso convertible exigiría desde entonces una mecánica de ajustes recesivos que suscitarían una resistencia creciente de parte de los trabajadores, generaría permanentes divisiones en la burguesía y limitaría severamente la capacidad de maniobra del Estado. Ya sería reveladora de este cambio de situación, vista retrospectivamente, la crítica coyuntura de mediados de 1996: el ajuste del 17 de julio, la movilización del 26 de julio y el paro nacional del 8 de agosto, y la renuncia de Cavallo.
El progresivo desmembramiento de los proyectos de re-reelección de Menem, que fue acompañado por incontables luchas facciosas en el interior del PJ, y el comienzo de una restauración del bipartidismo inherente a la conformación de la Alianza entre el Frepaso y la UCR para las elecciones legislativas de 1997 deben analizarse en este contexto. La administración menemista parecía cada vez más agotada en su capacidad de mantener la iniciativa política. Las clases dominantes reclamaban un recambio de administradores, siempre sobre la base de la hegemonía alcanzada, para enfrentar las tareas que la nueva etapa impondría. Y la Alianza, desde luego, estaba presta. La incorporación de la flexibilización laboral en su programa económico por parte de Machinea (Clarín, 8/8/97) y las declaraciones de sus principales dirigentes, De la Rúa y Alvarez, intentando subordinar las crecientes luchas sociales –esto es: el paro del 14 de agosto y los cortes de ruta y numerosas puebladas del interior– a los mecanismos democrático-parlamentarios (Clarín, 11/8/97) eran reveladoras en este sentido.
La Alianza se presentaba entonces como representante político de un programa de “reformas de segunda generación”, esa especie de correctivo, diseñado por el BM presidido por Wolfenshon en Montevideo en julio de 1997, de las reformas neoliberales impulsadas por los mismos organismos durante los 80. Es decir, un programa que emparchara las reformas realizadas por la administración menemista con algunas medidas ante el desempleo, de regulación de los servicios públicos privatizados, de apoyo a las pymes, etc. Aspiraba así a inscribirse en una ola más amplia de ascenso al gobierno de fuerzas “posneoconservadoras”, que tenían en Clinton y Blair sus referentes centrales y que en Latinoamérica adoptaba la modalidad de una reconstrucción del bipartidismo mediante la formación de coaliciones opositoras para hacer frente, a la manera mexicana o boliviana, a los partidos hegemónicos.
La capacidad de semejante programa para canalizar los reclamos sociales generados por las consecuencias de la reestructuración capitalista en curso, naturalmente, quedaba por verse. Pero más aún. También quedaba por verse la propia compatibilidad entre dicho programa de reformas y un peso convertible que, sumido en los avatares de la recesión desatada por la crisis iniciada a mediados de 1997 en el sudeste asiático y sus repercusiones en Brasil, reclamaba un ajuste tras otro para seguir sobreviviendo.
Y no resultaron compatibles. En este marco, las elecciones de 1999 constriñieron a los candidatos burgueses a disputar simplemente acerca de quién representaba con mayor fidelidad la continuidad de la administración menemista. Menem debía ser re-reelecto. La cuestión a dirimir en la elecciones era si debía serlo disfrazado de De la Rúa o de Duhalde. Y durante la campaña electoral se evidenció que el disfraz de De la Rúa le sentaba mucho mejor. En efecto, a Duhalde se le ocurrió incorporar una prenda a su vestuario que no le sentaba, ni a sí mismo ni a Menem, a saber: la renegociación con los acreedores de la deuda externa. La gran burguesía nativa y foránea que comanda el crédito respondió de inmediato: shock bursátil y massmediático, derrumbe en las encuestas y adiós disfraz duhaldista (véase Página/12, Suplemento Cash, 24/10/99 y Ambito Financiero, 26/10/99).
Nada. Claro que no el desmantelamiento de la Convertibilidad y la reestructuración capitalista encarada por Menem. Pero tampoco su continuidad acompañada de correctivos propios de la cosmetología del Banco Mundial. Ni siquiera un retroceso de la corrupción (coimas a los senadores), del circo (Antonito y Shakira en Miami) y del cinismo (los pobres no se preocupan por el aumento de los boletos porque andan a pie) propios del menemismo. Nada diferenciaría a la administración aliancista. Salvo, quizás, esa suerte de incapacidad congénita para el gobierno con la que parecen cargar desde siempre los radicales.
La carrera del peso en piloto automático es, no obstante, el hilo de Ariadna de esta continuidad entre administraciones. En un contexto recesivo que suma ya 30 meses, con un virtual estancamiento del producto, deflación, retroceso de la inversión y el consumo, caída de los salarios nominales, ascenso del desempleo y déficit galopantes, la carrera del peso convertible redujo la capacidad de maniobra del gobierno aliancista hasta el absurdo. Su política a lo largo de su primer año de existencia puede hoy sintetizarse en una fórmula simple: “Ajustar, reprimir si es necesario, y esperar”.

El peso blindado
Uno no puede, pues, dejar de preguntarse: ¿qué están esperando los administradores aliancistas? Una respuesta, que puede resultar sorprendente a primera vista, pero que no necesariamente es disparatada, sería que no tienen ni la menor idea. Otra respuesta, si atendemos a las declaraciones diarias de Machinea, es que esperan la recuperación. Una y otra respuesta son equivalentes, por supuesto, siempre que no se especifiquen las medidas y las condiciones que deberían reunirse para alcanzar dicha recuperación. Sea como fuere, la administración aliancista sigue esperando, y ajustando.
Pero cada día parece quedarse más sola en su espera y en sus ajustes. Los mercados financieros, las calificadoras de riesgo y las consultoras se fueron volviendo cada día más impacientes y más susceptibles acerca de la verdadera capacidad del Estado argentino de honrar su deuda externa. El pago de una deuda externa, cuyos vencimientos, entre capital e intereses, ascenderían a unos U$S 26.500 millones durante el 2001, comienza a parecerles incompatible con la preservación de la “gobernabilidad” por parte de un gobierno aliancista cada día más desprestigiado. Es revelador, en este sentido, el hecho de que el anuncio del tercer ajuste aliancista, a mediados de noviembre, no haya impedido que Moody’s y Standard & Poor’s revisaran hacia abajo sus perspectivas sobre el riesgo-país argentino (véase Ambito Financiero, 22/11/00), ni que los spreads de los fondos levantados en la segunda quincena superaran entre 500 y 600 puntos a los vigentes un mes antes. Los funcionarios de los organismos financieros internacionales, mientras tanto, vislumbran escenarios de conflictos sociales y default y comienzan a probarse de nuevo sus trajes de bomberos (véase Página/12, 16/11/00).
Las cosas, desde luego, no andan mejor por casa. La Alianza atraviesa una profunda crisis (Alvarez renuncia; Alfonsín rezonga) y un amplio desprestigio (De la Rúa toca fondo en las encuestas). La UIA aprende a mostrarse indignada ante las presiones de los ajustes fondomonetaristas (véase por ejemplo la nota de Rial en Clarín, 15/11/00). Los burócratas sindicales oficialistas de cualquier gobierno de turno también se acuerdan de protestar (el reportaje a Daer en Página/12, 27/11/00, es un buen ejemplo). Y la Iglesia, ahora, manda oradores a los actos de Moyano.
En todo este espectáculo puesto en escena por los dueños del orden y sus lacayos pueden descubrirse los indicios, cada vez más notorios, de una posible desintegración de la hegemonía que construyera el menemismo alrededor del peso convertible. Los aliancistas hicieron todos los deberes que les mandaron para gozar de las ventajas de esa hegemonía y, sin embargo, parece que no podrán hacerlo. Llegaron tarde a la fiesta.
Pero es necesario a esta altura que seamos nosotros los que nos preguntemos: ¿hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde nos conduce, en definitiva, esta carrera en piloto automático del peso convertible?
La respuesta más sencilla es, naturalmente, que conduce hacia la muerte del peso convertible en medio de una crisis financiera tanto o más grave aún en sus consecuencias que la crisis de la deuda externa abierta en 1982. La tendencia hacia una crisis financiera semejante es, en realidad, inseparable de la manera en que se desarrolla la carrera del peso convertible desde que la naturaleza recesiva inherente a la Convertibilidad se pusiera de manifiesto con la crisis mexicana de 1994-95. La única novedad radica, en esta coyuntura, en que esa tendencia puede materializarse, no sólo a partir de un shock causado por una crisis en los mercados financieros internacionales –como podría haber sucedido cuando las crisis mexicana y brasileña–, sino también a partir de acontecimientos internos, y desde aquí extenderse a su vez hacia los mercados financieros internacionales. El establisment ya está previendo esta posibilidad. Podemos suponer incluso que ya debe haberla bautizado, digamos, como el “efecto caña Legui” o alguna tontería semejante.
Las consecuencias para los trabajadores, en términos de empleo y salarios, de que semejante crisis financiera estalle en el seno de una economía recesiva como la nuestra, son sin más impredecibles. Ni siquiera la profunda depresión en que se hundió la economía mexicana tras la devaluación del peso en diciembre de 1994 puede servirnos de referente, porque, a diferencia de la argentina, la economía mexicana venía de un sostenido proceso de expansión y contaría con el marco del Nafta para su posterior recuperación.
Pero también puede suceder que aquella tendencia no se materialice. Las respuestas posibles a nuestras preguntas podrían ser, en ese caso, que la carrera del peso convertible desembocará en su muerte en el dólar, en la dolarización, o que no conducirá hacia ninguna parte y seguirá siendo oxigenada mediante intervenciones de los organismos financieros internacionales en espera de una recuperación, el blindaje.
La propuesta de la dolarización fue presentada en sociedad por Menem, durante la segunda quincena de enero de 1999 y en medio de las repercusiones –reales y eventuales– de la crisis brasileña y de la devaluación del real, aunque ya la venían evaluando en otras latitudes. Y ganó un nuevo impulso con la experiencia ecuatoriana un año más tarde. Esta dolarización, que suprimiría los riesgos de crisis cambiaria, no significaría en verdad sino empujar hasta sus últimas consecuencias la propia convertibilidad ya existente entre el peso y el dólar. Si revistamos detenidamente las huestes azules de la Campaña del Desierto, y en caso de que aún podamos acceder a algún billete de ese monto, acaso descubramos la cara verde de Washington. Pero esto no significa, de ninguna manera, que una dolarización completa carecería de consecuencias para los trabajadores. Ella consolidaría y tendería a perpetuar todos los mecanismos de disciplinamiento de los trabajadores, propios de la Convertibilidad, que mencionamos antes. Ella pondría en marcha una nueva expropiación masiva de los trabajadores parecida a la hiperinflacionaria si, como en el caso ecuatoriano, fuera acompañada por una devaluación.
Sin embargo, la dolarización no parece gozar aún de suficiente consenso en algunas fracciones de las clases dominantes argentina y norteamericana. Parece restar entonces –y es propiamente eso: un resto– la posibilidad de que la carrera del peso siga adelante, por lo menos durante algún tiempo, gracias a las intervenciones de unos organismos financieros internacionales que no quieren cargar con el desprestigio derivado del fracaso de otro de sus “países-modelo” y que, sobre todo, habida cuenta de la experiencia acumulada durante la década de los 90, no quieren encontrarse ante una nueva crisis financiera mundial cuyas consecuencias amenazan ser aún más catastróficas que las precedentes.
El blindaje del peso apunta en este sentido. El cuerpo de bomberos internacionales encabezado por el FMI parece haber optado por manguerear la Convertibilidad argentina antes de que se inicie su incendio. En efecto, el blindaje no significa sino un salvataje de los organismos financieros internacionales, como el operado en México en 1995 o en Brasil en 1998, pero avant la lettre y por ende encubierto. Mientras tanto, el gobierno aliancista sigue esperando la recuperación y, de vez en cuando, auscultando ansioso el cielo.
Los trabajadores, en cambio, no tenemos nada que esperar del peso convertible, sus cajeros y sus bomberos, como no sea mayores niveles de explotación y desempleo. Nada tendremos para festejar en marzo del 2001, en caso de que el peso homenajeado siga vivo y que alguien quiera festejar su aniversario.
Pero tampoco tenemos mucho que esperar de una devaluación del peso que apunte en el sentido de una resurrección del viejo modelo populista. Después de una década de acelerada reestructuración capitalista en la Argentina, apenas si queda alguna ruina de los templos populistas del pasado. Su reconstrucción, suponiendo que siga siendo posible en el marco del capitalismo contemporáneo, sería una tarea extremadamente difícil.
Pero mucho más importante aún –pues no vamos a aceptar que sean las dificultades y ni siquiera las imposibilidades las que decidan nuestros proyectos políticos–, se trataría de una tarea decididamente reaccionaria. La nostalgia neopopulista –o “primordialista”, como diría Negri–, que en cada crisis renace como los hongos en los rincones, es sencillamente reaccionaria. Sus nuevas entregas de la vieja mitología populista, poblada ahora de estados-nación protectores que enfrentan a los capitales globales, de heroicos empresarios nacionales, usualmente pequeños y no obstante muy productivos, que pugnan contra los especuladores foráneos, entre tantas otras bestias exóticas, huelen a humedad y no saben a ninguna gloria.
Sería mejor, entonces, decidirse a avanzar. ¿Hacia dónde? En verdad, no lo sabemos y no tenemos ningún inconveniente en reconocer, como los zapatistas, que “preguntando caminamos”. Pero recordemos que no caminamos solos. Los zapatistas, está claro, caminan con nosotros. Y también caminan con nosotros los campesinos brasileños, los indígenas ecuatorianos, los obreros coreanos. Y también caminan con nosotros en Seattle, en Praga, en Londres y en tantos otros sitios.
Al capital y sus sirvientes comienza a preocuparles nuestra marcha. Enhorabuena. Sigamos caminando.

* Licenciado en Filosofía y Master en Economía UBA. Docente de la UBA, UNQ y de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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