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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

CLAUDIO BARBARÁ

�Estar, ver, escribir�

Apuntes sobre psicoanálisis
y literatura

Hay un mar de palabras en el cual algunos hombres nadan y otros se ahogan. Y en este mar que se extiende como una árida estepa los sujetos hacen la vida. Hay quienes tienen la necesidad imperiosa de paladear esas formas sin forma que anuda el lenguaje y hacen con ello algo más. Imperiosa necesidad. Así las palabras parecen acompañar al hombre y a sus vicisitudes, pero es más: las palabras hacen al hombre, incluso lo promueven. Y son estas palabras, las que vienen desde las entrañas de lo que el hombre mismo no conoce de sí, las que van marcando el sendero a seguir, y aún más, también el ritmo y el compás. También sufre esta palabra que fluye concreta en su inmaterialidad el descrédito de la incredulidad: y allí también marca con soltura su filo y su andar. A poco de indagar en ello los hombres se convencen de su Verdad; pero como descubrió Freud, tan rápidamente también se abandonan a sus creencias, menos peligrosas y más explicables.
Luego está la escritura, abisal memoria, eternidad: deseo y pretensión humana. La escritura que tiene su evolución, pero mucho más su lógica. Y es su lógica la que la determina mucho antes que su antigüedad. Esto explica que exista eso que llamamos lo clásico. Luego la historicidad: se escribe en un tiempo y en un espacio: el tiempo pura sucesión, y el espacio que el cuerpo, los cuerpos, imponen a la escritura. Hay un marco de la escritura que no hay que confundir con su destino y meta. Así como la vida parece ordenarse en una sucesión de coherencias, es la palabra la que surge, como emergencia también, a reunir esos fragmentos inconsolables para hacer de ello una continuidad. Sin embargo sabemos que se trata siempre y en todos los casos de elementos discretos, de fragmentos, de cortes allí en donde la impaciencia quiere demostrar lo contrario. Por momentos, gran dosis de ansiedad. Los finales anticipados (siempre lo son) producen ese movimiento del corazón que en última instancia termina por expresarse también en palabras. Insuficientes. Palabras apenas susceptibles de ser eslabones en una cadena que llamamos relato. Y los relatos tienen la función de realizar. Entiéndase: cubrir aquello indecible, lo que no hay forma de decir. ¿Cuál es si no la función de la palabra sino recubrir, bordear eso inasible con lo cual lo humano se las ve aun en su cotidianidad?
Dice R. Piglia en una conferencia, y lo dice ante un público que debe estar advertido de la magnitud de su afirmación: “La práctica arcaica y solitaria de la literatura es la réplica (sería decir el universo paralelo) que Borges erige para olvidar el horror de lo real”. Lo dice en la Asociación Psicoanalítica Argentina. Y hay que estar advertido sobre este olvido fundamental: se escribe para olvidar. En esa paradoja de enunciar un olvido al modo de los recuerdos encubridores de los que hablaba Freud. Piglia está hablando de Borges; pero ¿acaso no es válido para todo escritor su afirmación, incluso para él mismo, en tanto el ejercicio del arte poético da cuenta del velamiento de ese vacío, del horror al vacío? Borges es un clásico. No se lee al hombre Jorge Luis Borges, sino en su Obra lo que ella ha hecho de él. Se leen los libros de Borges, como se leen otros que han pasado a no ser propiedad individual sino patrimonio de las múltiples lecturas y lectores. A decir de Italo Calvino, un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Es una afirmación ajustada y además que vale como axioma. Punto de partida que nos sirve para enunciar que hay en la elaboración de cierta literatura una obra que no termina de decir lo que dice. Hay un plus en todo momento que hace hablar al texto, que lo indaga incluso. Reflexiona el escritor italiano: Si leo Padres e hijos de Turgueniev o Demonios de Dostoievski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días. Hay entonces, deduciremos, un potencia interna, inherente al texto mismo, que hace carne a los personajes, incluso los hace reencarnar, ¿y en qué si no en ese otro texto previo, silencioso, que el lector aporta en su lectura? ¿En dónde encarnaría el texto, esos personajes siempre vivos, sino en ese espacio preexistente, aún más, prefigurado del lector, que aporta otra escena en donde los personajes de aquella ficción cobran ese ribete de realidad: escenario al fin en donde las pasiones humanas expresan ante todo su poder indestructible?
Hay en la escritura el deseo oculto de eternidad: lo clásico es una metáfora de esa esencia última, esa reencarnación de la ficción que señalara I. Calvino. Es la memoria la que está en juego, y es en este punto que el arte se inscribe en el registro simbólico, como forma de dar caza a la aspiración de inmortalidad del Yo. Hay entonces el esfuerzo por una pasión, la de esquivar el final de todo ser vivo: la muerte. Se encuentra allí, en el núcleo de la escritura, un deseo que empuja por más. Como en el sueño, la forma en que el deseo accede a su cumplimiento en la obra literaria se ve desfigurado, de tal manera de poder escapar a la censura de la conciencia de su tiempo. Viene a nuestro encuentro una vez más I. Calvino, quien afirma: Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo. Hay entonces, inmortalidad de los personajes, aquellos que se encarnan una y otra vez, sucesivamente, y también la inmortalidad del autor, que a través de su obra alcanza a evitar, hacer un rodeo, a su destino inevitable. Ganancia narcisista, sin duda. Pero éste es un nivel del asunto, y no queda allí la lógica del fenómeno de la escritura, de los escritores, del arte que llamamos literatura. Si fuese sólo esto de lo que se tratara, estaríamos frente a un simple juego de adivinanzas, un entretenimiento para inocentes: pero sabemos, al menos sea por las vibraciones que produce la letra en el cuerpo, que el ejercicio del oficio de escritor es cosa seria, y que la literatura lo es en gran forma. No es por nada que es siempre centro de sospechas, de miradas oblicuas. No es por nada además que su arte intrínseco está sombreado con las marcas de una alquimia nunca del todo desarrollada, de misterios que ahondan en su forma e incluso en su lógica de existir. En todo caso la asociación entre literatura y juego no es ociosa y siempre está presente: juego, fantasía, evasión además en muchos casos. No es ociosa, pues podemos alertar y convencernos al menos sea por lo que nos enseña la propia experiencia, que entre la escritura, ese fenómeno del espíritu, y el juego, instancia no menor en el desarrollo de la personalidad del hombre, existen lazos profundos que han sido puestos en evidencia. Se trata de juegos, y no por ello esto está teñido de un devaluado concepto de infancia. Es necesario aclararlo, pues no es la infancia hoy el estadio de los grandes relatos sino el depósito de una mercancía adecuada, elaborada y sobre todo acabada: la imagen y los objetos eclipsan la palabra a pesar de la profusión metonímica de esos objetos. Pues bien, se trata de la infancia que construye una novela en los capítulos de la asunción de sí del hombre; capítulos vergonzantes, capítulos censurados, capítulos gloriosos. Lospoetas han intentado atrapar la esencia de esa insistencia humana: lo han hecho rehaciendo el mundo, abriendo grietas en la pretendida monolítica coherencia de cierto discurso racionalista y lógico-positivista; acusados en su propia existencia de los males irreductibles de la raza. Y al hacerlo han enriquecido y ampliado el horizonte, la perspectiva, y la profundidad de la mirada de esta raza sobre sí misma. No ha sido el camino siempre el mismo: está sometido a las tensiones presentes entre historia y estructura; entre el acontecimiento y los mecanismos del alma. Y el escritor ha prestado su cuerpo, su alma y su estilo a la epopeya; y ha de tenerse presente que, como en toda historia gigante también ha habido farsantes: aquellos que, más que mentirse, han sido los señuelos de un público ávido de engaños. Los engañados engañadores: los pulcros pupitres de la cultura y la edificación espiritual. No es necesario ahondar aquí sobre este fenómeno que sólo tendría lugar en la crítica literaria; la atención hay que sostenerla mucho antes en escritores que han sido escritos por sus palabras, producidos por sus obras, develados por el deseo que se ha filtrado en su estilo.

Soledad y escritura
En el hallazgo de la escritura la soledad está antes; no en el encuentro sino como punto de partida, como elemento necesario para que se dé el encuentro. La soledad se convierte en una convicción. No se trata tampoco de la soledad de estar solo, de estar en un agónico aislamiento del semejante. No hay semejante en la dimensión de esta soledad; tampoco, como se supone habitualmente, se trata de profundidad. Sólo contamos con la profundidad de la superficie. Y es en la superficie del lenguaje en donde se retuerce la verdad del sujeto, y el sujeto en su verdad. El escritor tiene, parece tener, esa soledad que es elemento primario, necesidad entrañable y convicción. Y allí se produce algo que podríamos denominar: encuentro. Encuentro con la letra: no tanto con la fantasía creativa. Esta fantasía creativa ya supone un segundo paso, momento de velamiento, incluso de olvido. El poeta no se piensa en el acto mismo de la escritura: la escritura lo enajena del pensamiento. El vacío que se abre de lo indecible se convierte en escritura, en el acto de escribir. En la reflexión posterior, en toda posible meditación sobre la tramas secretas de la red simbólica, se redobla aquella extrañeza original, en donde el sujeto no se reconoce en su palabra. Se es escritor en el acto de escribir, y no se es en los intervalos; experiencia corroborable y documentada. Se escribe con todo el cuerpo, y también con el alma. “No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo”, escribe M. Duras.
¿Cómo es que un escritor se convierte en el escritor que es? ¿Cómo se explica que escribir produce escritor/es? Preguntas con las que M. Duras abre su diálogo íntimo con el lector, en su libro Escribir. Y se dice, nos dice: “Esa especie de soledad la hice yo, fue hecha por mí. Para mí (...) Para escribir. La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo”.
La soledad del escritor presupone entonces un vacío alrededor del autor; un desligamiento de aquel ruido de fondo de la actualidad, de ese bullicio de la realidad que exige del hombre su atención. Un silencio absoluto y absorbente en el cual toda la realidad se ve arrastrada, anulada. Es una soledad que impone el cese del alerta de los sentidos, la evitación total de los estímulos del medio sin lo cual el escritor, de no lograr ese retiro libidinal, vería naufragar su destino. Pero no se trata de escuchar los destinos, no se trata de la concentración ensimismada del sabio o el estudioso; el arte impone otro tipo de silencio interior, tal vez más parecido a la inclinación religiosa, o la experiencia de la locura. Es un abismo, al decir de los autores, que se impone al individuo, una anheladatensión con la escritura, un ansioso estado como por el que clamó Kafka en sus noches de insomnio. Pues escribir no es una acción muscular sobre el papel, sino un destino difícil al cual algunos sujetos son arrastrados: “esa especie de soledad la hice yo”, “para mí”, escribe Duras, pero ¿habría sido posible para ella no hacerlo, o lo que es lo mismo: dejarse confundir con el bullicio mundano, mezclarse con “la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad”?.
“Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir”, medita Duras, y es fuente de su propia experiencia personal. Experiencia compartida, documentada en expresiones semejantes de otros autores. ¿De dónde viene esa soledad? ¿A qué necesidad responde, finalmente? Y es más, sería lícito suponer en todos los sujetos una capacidad semejante de abstraerse de sí, y de los avatares del medio circundante? ¿Es posible que se pueda suponer una soledad semejante como precedente a la soledad del escritor?
Duras esgrime con fuerza: “La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice”. Esa soledad del escribir, ese aislamiento entrañable de difícil definición que se confunde con el acto mismo de escribir. Esa soledad que acompaña, como la noche; que es pasión memorable y también índice de desesperación. Esa soledad primaria que no se encuentra, sino que se hace sola; o para decirlo mejor y siguiendo a Duras, que “Yo” la hice. Y lo que puede leerse como una contradicción no lo es sino en apariencia; es por el contrario una soledad del Yo, construida a su imagen y semejanza, construida a su alrededor. Una soledad en el que el Yo reina, y se abandona en el acto de la escritura.
M. Duras: “La soledad, la soledad también significa: o la muerte, o el libro”. “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que solo la escritura te salvará.” “He nacido de ella, de la soledad.” Marca de nacimiento, esta soledad de la que hablamos, que no es la soledad del que está solo, sino huella de origen, empuja al sujeto a hacer marca con su estilo, con su escritura. Pasa con los libros de algunos escritores, con los poetas más que con los narradores, que con los novelistas; pasa con los libros de Marguerite Duras, que su estilo se vuelve al poco de avanzar en la lectura en el contenido mismo del libro. La soledad inunda al lector, la extirpa de su origen, de las entrañas del lector y la coloca frente a sí. Allí está: la soledad que es encuentro con la escritura en el escritor, y también lo es para el lector. J. Lacan advertía a su auditorio sobre la ligereza con que aceptamos la existencia del lector; menos debería asombrarnos que existan sujetos cuyo destino es convertirse en escritores, que encontrarnos con esa muchedumbre de lectores. Lo mismo se podría decir de los espectadores, de aquellos que se ubican en las butacas de los teatros. Hay una soledad compartida; hay en algunos casos un encuentro compartido, que no es con el libro, ni con la lectura, sino con ese agujero: “Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero (...) y descubrir que sólo la escritura te salvará”; pues es probable que la lectura también tenga finalidades semejantes: hay lecturas que salvan. Freud lo pensó en términos de economía libidinal: “Opino que todo placer estético que el poeta nos procura conlleva el carácter de ese placer previo, y que el goce genuino de la obra poética proviene de la liberación de tensiones en el interior de nuestra alma. Acaso contribuya en no menor medida a este resultado que el poeta nos habilite para gozar en lo sucesivo, sin remordimiento ni vergüenza algunos, de nuestras propias fantasías” (Freud, 1907). Es ese encuentro siempre fallido con ese fantasma propio que hace de velo, al tiempo que descubre, ese agujero original que nombra Duras; íntimo vacío del que hablaron tanto los existencialistas: abismo del self que se traduce en soledad, en abisal soledad que recubre, bordea el drama de laexistencia humana, que se vuelve escritura en las manos del poeta para liberar las tensiones del alma, veneración del creador y de la creación en la persona del poeta y liberación y permiso en la persona del lector.
M. Duras: “Creo que la persona que escribe no tiene idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido”. Conoce el que escribe las reglas de la escritura, las reglas del lenguaje, pero no sabe sobre las resonancias que en el pentagrama de la lengua los acordes de su determinación hacen surgir. Conoce la ortografía y conoce el sentido, pero no la dirección de las palabras, el camino que las palabras harán recorrer al autor. Hay ese grado de sorpresa que invade la desesperación y que Freud denomina placer previo, luego el final, la escritura acabada. Y ya no más esa soledad, sino el bullicio del afuera que se filtra por las rendijas de la coherencia: la realidad. “La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo”, luego entonces, la soledad fragmentada, exangüe que busca en dónde volver al oficio, a la intranquilidad de la mano que no escribe, como definió M. Blanchot.
Duras es tajante para lo que del escritor queda como resto: “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sin sentido”. Esta afirmación entraña el misterio mismo del sentido de lo humano. El escritor, tal vez podamos afirmar, es un extraño a la persona que escribe, habita un mismo cuerpo y, es ese mismo cuerpo quien presta la fuerza necesaria, pero la mano que escribe no es esa extremidad de huesos, músculos y nervios que toma el lápiz, sino otra cosa, y está animada por otras necesidades que no son las necesidades vitales; por esto es una contradicción, y aún más, un sin sentido:
“Escribir.
No puedo.
Nadie puede.
Hay que decirlo: no se puede.
Y se escribe.”
Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada.
Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario.

Ensueño y locura, la soledad, la contradicción y el sin sentido, son significantes que nombran el ser del escritor, de aquel que está poseído por esa locura de escribir furiosa; y es, además necesidad inevitable. No se elige ser escritor por acción de la voluntad, Duras y no sólo ella, nos lo dice con toda claridad. No hay que hacerse ilusiones con la práctica de un oficio, no se trata de ello, aunque el escritor en la historia haya oficiado de muchas cosas.
En un pasaje de La interpretación de los sueños, Freud lo deja hablar a Friedrich Schiller; lo hace a instancias de Otto Rank, quien ya había dado señales de interesarse sobre la relación entre el psicoanálisis y la literatura. Se trata de un fragmento de una carta que Schiller le envía a su amigo Corner, también poeta, quien se quejaba de una temporal y pertinaz incapacidad creativa. Corner se dirige a Schiller pidiéndole consejo para superar su bloqueo, y éste le escribe: “La explicación de tu queja está, me parece, en la coacción que tu entendimiento impone a tu imaginación (...) No me parece bueno, y aun es perjudicial para la obra creadora del alma, que el entendimiento examine con demasiado rigor las ideas que le afluyen, y lo haga a las puertas mismas, por así decir. Si se la considera aislada, una idea puede ser muy insignificante y osada, peroquizá, en una cierta unión con otras, que acaso parezcan también desdeñables, puede entregarnos un eslabón muy bien concertado: de nada de eso puede juzgar el entendimiento... Y en una mente creadora, me parece, el entendimiento ha retirado su guardia de las puertas: así las ideas se precipitan por ellas pêle-mêle... Vosotros, señores críticos, sentís vergüenza o temor frente a ese delirio momentáneo, pasajero, que sobreviene a todos los creadores genuinos y cuya duración mayor o menor distingue al artista pensante del soñador” (Schiller, 1788).
Quitar la crítica del entendimiento de las puertas de la afluencia de las ocurrencias para que fluyan las ideas que, aunque parezcan sin sentido, pueden en conexión con otras ideas darnos la clave de sobre aquello que no es evidente en la superficie del pensamiento –esto que con lucidez aconseja Schiller, más de un siglo antes de los primeros momentos del psicoanálisis–, entrañan una vez más la verdad que sintetizó Lacan al afirmar que: “Los poetas, que no saben lo que dicen, hecho bien conocido, dicen siempre, a pesar de todo, las cosas antes que los demás”. Y además, casi en forma textual, no es otra cosa que la indicación que Freud inauguró como la Regla Fundamental de la técnica analítica. Hay entre el proceso de la escritura y el desarrollo de la cura analítica una relación de estructura, que descubrimos como siendo la estructura del significante. Delirio momentáneo, locura furiosa, son formas de nombrar ese efecto de significante que domina el espíritu humano.

Ver y escribir
A Jean-Nicolas-Arthur Rimbaud se lo identifica por ser el representante de un modelo de artista, de escritor que ha llevado la tensión con la palabra hacia un extremo tal que logró violentar las formas literarias de su época, incluso se oirá decir que hay un antes y un después de su declaración poética. Se quiere ver en Rimbaud a quien representó con su pluma “lo real de la poesía”. Hay en esta última expresión una virtud: en el punto en que nos paramos para hacer una mirada sobre el sentido de la escritura, lo “real” se impone ya no como consecuencia de un recorrido, sino como línea de partida. Baudelaire, a quien Rimbaud reconoce como un “verdadero vidente”, escribe:
“Por cierto, ya saldré, en cuanto a mí satisfecho de un mundo en donde la acción no es la hermana del sueño”.

Y será Rimbaud, a juzgar por lo que ya sabemos de la historia del poeta, quien lleve este mismo blasón hacia un destino extremo. Arthur Rimbaud nació en octubre de 1854 (dos años antes que Freud), en la serena ciudad de provincia de Charleville, asentamiento de una ascendiente burguesía, con su quietud y sus prejuicios, que serán motivo del hartazgo del joven poeta. Nace en el seno de una clásica familia de su tiempo: madre severa e intransigente; el padre, un suboficial de infantería. Este abandonará a la familia siendo aún el poeta un niño. ¿Qué consecuencias no estaríamos tentados a sacar del hecho de que el impetuoso joven haya crecido entre la ausencia del padre, las arbitrariedades de la madre y las penurias económicas que golpearon duramente a los suyos? Para aquella soberbia madre, de carácter inflexible, no fue fácil abrirse paso en un medio de provincia, sin embargo lo hizo, e incluso sobrevivió a la mayoría de sus hijos. Fue siempre para Rimbaud un referente privilegiado, un sostén a la distancia cuando lo necesitó. De esto último tenemos noticias por el puño del mismo Rimbaud, que no dejó nunca de hacerle saber a esa madre sobre el itinerario de su preferido. Soberbio el hijo, con la tenacidad de espíritu que se adivina en aquella madre, él también llevó adelante una obra que nos alcanza hoy. Viajante y vidente; rasgos que hicieron que sueño y acción se convirtieran en poesía y camino. La madre, ese “punto de partida”, se constituirá para Rimbaud en lo que llamó: “boca de sombra”; fue igual a uno de esos déspotas familiares de los que la burguesía produjo tantos durante siglo y medio, que siempre nos la describen como beata y obtusa, reseca por su falta de amor, atenta al que dirán, aceptó sin embargo algunos compromisos desconcertantes: toleraba que su preferido, como dirá mucho más tarde, no aceptase su parte en los trabajos de la granja, mientras escribía en el granero ese libro del cual ella no entendía nada (Une Saison en Enfer), pero del que tal vez pagó la primera parte de los gastos de impresión (A. Borer).
“La madre y el hijo no pueden vivir juntos” (Verlaine). Podemos agregar que tampoco fue fácil para ambos vivir separados. Un vínculo signado por un frágil equilibrio geográfico pero por sobre todo topológico: el lugar del hijo, en el desarreglo de los sentidos; el lugar de la madre, un desamor vigilante, la despiadada palabra reseca de la sanción. Lazo tenso, por momento hostil, por momento de distante demanda.
La literatura fue el medio por el cual el joven Rimbaud intentó su primer gran viaje: no dejó columna ni griega ni latina sin remover, luego sobrevino la tormenta sobre las letras francesas. Inconmovible, provocativo, sólo algunos pocos recibieron de él palabras halagadoras. Nos dejó un manifiesto que cambiaría la historia de la literatura y que será en más fuente de inspiración e incluso punto de conflicto. El poeta debe ser un vidente, y de su pluma tenemos una “visión” de su época que desborda en la anticipación de lo que sobrevendrá sobre el mundo, en especial sobre Europa. Rimbaud logró su cometido, ser un vidente. Es necesario detenerse en este punto, y una vez más encontramos de la pluma de los poetas que éstos dicen antes que cualquiera las cosas que merecen ser dichas. Dejó también como un relámpago el ideario de la nueva poesía. Parafraseando a R. Piglia, bien cabe para Rimbaud lo que fuera dicho por Borges: “La práctica solitaria de la literatura es el universo paralelo que el poeta erige para olvidar el horror a lo real”. Hecha esta breve reseña biográfica del poeta de Charleville, se impone articular el ser del vidente, como vidente de lo evidente: lo real de la poesía.
Lettres du Voyant: “Nos equivocamos al decir: Yo pienso, deberíamos decir ‘alguien’ me piensa. (...) Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín...”; y más adelante prosigue: «Car Je est un autre (...) ¿Qué culpa tiene el cobre si un día se despierta convertido en corneta” (Rimbaud, 1871). En tiempos en que el psicoanálisis aún era una intuición freudiana, en la letra del poeta se podía leer la escisión fundamental del hombre,Iluminaciones: “El amigo, ni ardiente ni débil. El amigo / La amada, ni atormentadora ni atormentada. La amada. / El aire y el mundo no buscados. La vida. / -¿Así que era esto? / -Y el sueño refresca”.

* Claudio Barbará es psicoanalista y escritor. Docente en la U.B.A. y titular del seminario Psicoanálisis y literatura que dicta en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.

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