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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

HERMAN SCHILLER
�Génesis proletaria�
Aproximación al estudio de los orígenes del 1º de mayo en Argentina

La mayoría de los autores que escribieron historias del movimiento obrero argentino coinciden en destacar que la primera huelga producida en el país tuvo como eje a los tipógrafos en 1878.

Sin embargo no fue así, ya que varios años antes se registraron otros pronunciamientos similares, quizá no tan relevantes para la historiografía proletaria, pero cuya significación no puede desconocerse teniendo en cuenta la época.

En 1855, por ejemplo –apenas tres años después de la caída de Rosas–, las coristas del Teatro Argentino (actividad, obviamente, enmarcada por el prejuicio, inclusive en ámbitos de avanzada) encabezaron el primer movimiento de protesta reclamando una función anual en su beneficio. Les siguieron los lancheros de la Boca que, en 1871, ante la intención patronal de rebajar sus salarios, decidieron levantar sus remos.

A partir de entonces los obreros comenzaron a forjar sus organizaciones.

Los talabarteros, a mediados de 1874, entre otros tantos sectores laborales, se reunieron en el Teatro Alcázar –ubicado al 800 de la calle Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) entre Piedras y Tacuarí–; allí intentaron construir su “unión profesional”, pero la asamblea concluyó en una verdadera batalla campal.

Los trabajadores hacían así sus primeras experiencias organizacionales y varios nucleamientos –antes y después de los talabarteros– consiguieron superar sus contradicciones internas y sus enfoques antagónicos, conformando sus respectivas estructuras gremiales: la Internacional de Carpinteros, Ebanistas y Anexos, en 1855; los panaderos, en 1856; y los obreros ferroviarios que crearon La Fraternidad en 1877.

De cualquier manera es cierto que la fecha clave en la génesis del proletariado organizado de la Argentina es el citado 1878, cuando una imponente asamblea de “mil y tantos tipógrafos” (de acuerdo al testimonio del periodista Rafael Barreda) decidió “insistir nuevamente ante los propietarios de diarios y regentes de imprentas para que aceptasen las nuevas tarifas, ya que, en caso contrario, se produciría la huelga”.

Pero la patronal no se avino al aumento de “tarifas” (que, en el lenguaje de esos tiempos, equivalía a “sueldos” o “salarios”); y los tipógrafos, ante la ira y el escándalo de las clases altas, iniciaron la huelga el 2 de setiembre de ese año.

Sobre aquellos protagonistas de la lucha, Roberto Payró (el conocido autor de “Canción trágica”, “El triunfo de los otros” y “Cuentos de pago chico”) escribió:
“El gremio tipográfico bonaerense no fue nunca una masa inerte, manejada a capricho, sino la clase más independiente y levantisca que haya existido en nuestra Capital... Entusiastas y arrebatados, del taller pasaron al comité, a las manifestaciones, a los atrios, y muchas veces, en la imprenta, con el cañón apoyado en el burro, componían con el fusil al alcance de la mano, y luego dormían junto a las cajas, prontos a impedir con su sangre un empastelamiento... Todavía me parece estarlos viendo, a la puerta de las imprentas, como apretado enjambre, a la hora de entrar al taller, a la hora de salir del trabajo, bulliciosos y juguetones, con el chambergo, puesto de tal forma, que resultaba un distintivo, comentando, afirmando, proclamando sus ideas en los días de agitación...”

Los trabajadores se mantuvieron firmes y combativos durante unos cuarenta días y los sectores dominantes no disimularon su fastidio.

Dalmacio Vélez Sarsfield, el famoso autor del Código Civil (organizador además del Banco de Buenos Aires, asesor del gobierno en cuestiones económicas y coautor del Código de Comercio) llegó a decir en el matutino El Nacional de esos días que la huelga era “una irrupción de derechos exagerados que no se podía admitir porque significaba contemporizar con esas exageraciones, lo que importaba subvertir las reglas del trabajo”, agregando algo que parece escrito 120 años después por los epígonos del neoliberalismo y la globalización: “El socialismo usa las huelgas como instrumento de perturbación, pero el socialismo no es una necesidad en América”.

Mientras duró la huelga los diarios “más importantes” se vieron obligados a reducir su material de lectura no obstante haber apelado a los empleados administrativos y a alguno que otro “crumiro” (carnero en el idioma de aquellas etapas). Los diarios “menos importantes” dejaron de publicarse.

Los trabajadores no pudieron ser doblegados tampoco por la represión policial (esta institución perversa que, pese a los cambios generacionales y a la modernización de los uniformes, siempre fue sinónimo de crimen, tortura, robo, corrupción y, sobre todo, sostenimiento de la injusticia social).

Los patrones, además tropezaron con la solidaridad obrera internacional al intentar contratar tipógrafos en Uruguay. El propio Rafael Barreda testimonió que “el gremio de tipógrafos de Montevideo, a cuyo esfuerzo quisieron recurrir algunas empresas, aplaudió, en telegrama dirigido a la Sociedad, la trascendental huelga bonaerense, adhiriéndose a ella y prometiendo que, a pesar de las muchas solicitudes, nadie vendría de allí”.

La huelga, ante la energía revelada por los trabajadores, resultó finalmente victoriosa. Los patrones, para impedir el descalabro económico que se avecinaba, decidieron otorgar el aumento de salarios reclamado, así como también rebajar la jornada laboral a 10 horas en verano y 12 en invierno.
Sucedió en 1878, hace 123 años. El líder de aquellos tipógrafos corajudos fue un inmigrante de origen francés llamado M. Gauthier, que por supuesto no tenía nada que ver con la dama de las camelias.

Génesis del Primero de Mayo
El Primero de Mayo de 1886 alrededor de 200.000 trabajadores norteamericanos iniciaron una huelga para exigir las ocho horas de trabajo.

El movimiento fue muy combativo y el New York Times, en el mejor estilo de La Prensa o La Nación de Buenos Aires, salió a repudiar la medida con estas palabras:

“Las huelgas, para obligar al cumplimiento de la jornada de ocho horas, pueden hacer mucho para paralizar la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente

prosperidad del país, pero no podrán lograr su objetivo”.

La amenaza del diario supuestamente progresista se cumplió enseguida y la policía disparó sobre los manifestantes con el saldo de varios muertos.
Dos días después se produjeron nuevas masacres, especialmente en la fábrica de maquinarias agrícolas McCormick de Chicago, donde la policía disparó a mansalva, dejando otro tendal de muertos y heridos.

La indignación popular fue creciendo y el anarquista de origen alemán August Spies, director del periódico Chicago Arbeiter Zeitung (Diario de los Trabajadores de Chicago), frente al espectáculo terrible de la sangre derramada, hizo imprimir en ingles y alemán la circular que, en sus párrafos clave, decía lo siguiente:

“Trabajadores, a las armas. Venguemos a los muertos. Los amos han soltado a sus sabuesos: la policía. Mataron a seis de nuestros hermanos en la fábrica McCormick esta tarde. Los mataron porque osaron pedir que se acorten sus horas de trabajo. Durante años han soportado las humillaciones más abyectas; durante años han sufrido enormes iniquidades; han trabajado ustedes hasta matarse; han soportado el aguijón del hambre y la necesidad; han sacrificado a sus hijos al señor de la fábrica; en síntesis, han sido esclavos miserables y obedientes todos estos años. ¿Por qué? ¿Para qué? Para satisfacer la codicia insaciable, para llenar los cofres del amo haragán y ladrón. Cuando le piden ahora que alivie sus cargas envía sus sabuesos a disparar sobre ustedes. Si son ustedes hombres, si son hijos de los grandes que los engendraron y que derramaron su sangre para libertarlos, se levantarán con toda la fuerza de Hércules y destruirán al odioso monstruo que trata de destruirlos. ¡A las armas! ¡A las armas! La guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormick, han fusilado a los trabajadores. Su sangre pide venganza. Si se fusila a los trabajadores respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar: ¡A las armas! ¡A las armas!”

Los actos y movilizaciones se sucedieron. Y miles de trabajadores salieron a la calle para exigir las ocho horas y la humanización del trabajo.

En forma extraña murió un policía, nunca se supo cómo, y por supuesto rápidamente detuvieron a ocho anarquistas a los que se responsabilizó por esa muerte.

Pero el régimen no se contentó sólo con esas detenciones.
También se produjeron centenares de allanamientos. Los veinticinco integrantes del Chicago Arbeiter Zeitung, igual que los suscriptores del periódico cuya lista capturó la policía, fueron a parar a distintas cárceles.

En total fueron más de mil los arrestos, pero el tinglado central se montó en los tribunales. El juicio, la selección del jurado y todo el desarrollo de la “causa” conformaron una de las tantas farsas leguleyas de la burguesía. El objetivo era condenar al anarquismo y al movimiento obrero. Y, ante la protesta mundial, el 11 de noviembre fueron asesinados en la horca en Chicago August Spies, Adolph Fischer, George Engel y Albert R. Parsons.

La monstruosidad jurídica se consumó. El juez, de apellido Gary, denegó la apelación; y en el tribunal, donde los condenados tuvieron oportunidad de pronunciar discursos en contra del capitalismo y la explotación, uno de ellos, George Engel, fundador del grupo anarcosindicalista Northwest, señaló, entre otros conceptos:

“¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos pocos amontonan millones, otros viven en la degradación y la miseria (...). No combato individualmente a los capitalistas, sino al sistema que produce sus privilegios. Desprecio el poder de un gobierno inicuo. Desprecio a sus policías y a sus espías”.

Uno de los presos, Louis Lingg, que también había sido condenado a muerte, no llegó al patíbulo porque fue asesinado en su celda.

El crimen indignó a la clase trabajadora de todo el mundo, generando, al mismo tiempo un despertar de la conciencia sobre el estado de sumisión en que se encontraban los explotados.

Tres años después, en 1889, se reunió en París un Congreso Obrero y Socialista Internacional, al que asistieron delegaciones de 21 países. Allí participó un representante de la Argentina, Alejo Peyret, maestro de origen francés que abrazó la causa del socialismo.

El Congreso, “para recordar a los mártires de Chicago”, adoptó el Primero de Mayo como “jornada internacional de los trabajadores” y decidió que, en cada lugar, “habrá manifestaciones de acuerdo a las condiciones impuestas en cada país”.

Pocos meses más tarde, el 30 de marzo de 1890, se reunió en Buenos Aires un nutrido grupo de trabajadores para preparar el primer Primero de Mayo en la Argentina. La iniciativa partió del club alemán Vorwaerts y la comisión organizadora estuvo integrada por José Winiger, Guillermo Schulze, M. Jackel, Augusto Kuhn y Gustavo Nocke.
En la reunión hubo coincidencias en denunciar la explotación de los trabajadores y el carácter oligárquico del gobierno.

En aquel 1890 el país estaba hegemonizado por una elite de clase alta que rodeaba al presidente Juárez Celman, en cuyas manos se concentraba el poder.

Algún sector de la burguesía no disimulaba su inquietud al peligrar la pequeña propiedad y, cuando el senador Aristóbulo del Valle denunció desde su banca que el gobierno había lanzado emisiones clandestinas de papel moneda, entró en pánico y se lanzó a convertir en oro su dinero.

Frente a este panorama, los trabajadores reunidos opinaron que era necesario robustecer la incipiente organización sindical de la clase obrera y realizar un gran mitin el Primero de Mayo, en cumplimiento de las resoluciones de París.

Todas las discusiones fueron ardorosas y prolongadas. Los anarquistas se opusieron a todo formalismo; y algunos de ellos sostuvieron que todas las propuestas presentadas –mítines, manifestaciones, etc.–, eran completamente inútiles, que no conducirían a nada, y que se debía recurrir a la fuerza como único medio para llegar a la emancipación del proletariado.

Las controversias fueron subiendo de tono. Y los obreros más cercanos al socialismo que al anarquismo, o sea aquellos trabajadores que entonces pensaban en términos más reformistas que revolucionarios, opinaron que no debía abandonarse la lucha para lograr leyes que mejoraran la situación de los obreros.

Aceptada la celebración del Primero de Mayo por mayoría y aclamación, se decidió realizar mítines obreros en Buenos Aires y en las ciudades donde hubiera condiciones para ello.

La reunión nombró en forma democrática una comisión organizadora a la que se dio el nombre de Comité Internacional Obrero, compuesto por tres delegados de cada organización adherida.

Esta comisión, además de comenzar de inmediato la organización del mitin, dio a conocer un manifiesto, fijando el carácter socialista y de lucha de esta jornada.

Los discípulos de Max
Y llegó el Primero de Mayo de 1890.
La gran burguesía no ocultaba su estupor y su miedo. Aquí y en muchas partes.

Enrique Ortega, un periodista burgués, escribió lo siguiente en La Prensa de Buenos Aires, el 30 de abril de 1890:

“Asusta ver la actitud de ese elemento obrero de Europa entera, y en especial de Alemania, Inglaterra, Italia y Francia, lleno de aspiraciones y esperanzas (...). El anuncio de una huelga general en el Viejo Continente, organizada para el Primero de Mayo próximo, no deja de preocupar a los hombres que manejan la cosa pública”.

Estas palabras de La Prensa de los Paz eran índice de la desesperada expectativa con que las clases dominantes del mundo advertían el desarrollo del movimiento obrero y de sus luchas.

Por su parte La Nación de los Mitre, ese mismo día, el 30 de abril, reconoció que las manifestaciones del Primero de Mayo eran preparadas por los discípulos de Marx.

A su vez el diario El Nacional, que había sido fundado por el ya mencionado Dalmacio Vélez Sarsfield, donde solía colaborar con frecuencia el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento (antes de fallecer en 1888) y donde en realidad se había iniciado la gran huelga de tipógrafos de 1878, tampoco ocultó su aprensión por el avance de las “fuerzas obreras organizadas”.

La Prensa, ese mismo día –y siempre estamos hablando del 30 de abril– publicó además un editorial en el que señalaba que, a lo mejor las luchas obreras podían tener algún sentido en la lejana Europa, pero no en la Argentina, “donde hay muchas posibilidades de evolución”.

El propio Bartolomé Mitre, que aún vivía –su deceso se produciría recién en 1906–, trató de minimizar en su matutino la trascendencia del acto del día siguiente: “Entre nosotros este mitin no puede tener gran importancia, porque en la Argentina ni hay cuestión obrera, ni subsisten las causas principales que le han dado envergadura en Europa y Estados Unidos”.

“Recias sacudidas”
Y llegamos al momento culminante. En la Argentina se llevaron a cabo concentraciones del Primero de Mayo en cuatro ciudades: Buenos Aires, Rosario, Chivilcoy y Bahía Blanca.

En la Capital el mitin adquirió grandes proporciones: se realizó en el Prado Español, Plaza de la Recoleta, con la asistencia de más de 3000 obreros.

Las organizaciones adheridas, que fueron numerosas, emitieron comunicados para explicar el significado de la fecha e invitando a sus integrantes a asistir al mitin.

Los anarquistas, agrupados en el Círculo Socialista Internacional, se habían reunido el 29 de abril en una cervecería de la calle Cerrito 334, en número aproximado de cincuenta, a fin de resolver si debían o no concurrir a la manifestación obrera que se organizaba para el Primero de Mayo.

Después de un largo debate, los anarquistas decidieron que, si bien no estaban de acuerdo con muchas de las cosas que habían impuesto los organizadores, iban de igual modo a concurrir al mitin junto al resto de la clase obrera.

Varios piquetes de la comisaría 15ª vigilaron la concentración, aunque no intervinieron, más allá de algunas provocaciones que no afectaron el normal desarrollo del mitin.

A las 15.15 se dio por comenzado el acto. José Winiger: presidente de la comisión organizadora, en medio de una gran emoción, rindió homenaje a los caídos en Chicago y en los demás países.
Después señaló lo angustioso del presente que vivía la clase trabajadora y lo luminoso del destino que la historia le tenía preparado. Tambiéndestacó la importancia del hecho que en todos los países del mundo, en ese mismo momento, los trabajadores estuvieran manifestando por sus derechos conculcados, reivindicando su razón de participar con honor en el destino de las naciones. “La victoria del socialismo es sólo cuestión de tiempo”, concluyó.

Los demás oradores, cuyos discursos no fueron registrados, también hicieron planteamientos revolucionarios de su clase.

Al día siguiente, La Nación, ironizando sobre el acto, diría: “La religión, la política, la sociedad y el gobierno, han recibido (en el mitin) recias sacudidas”.

Ascenso de masas y golpes
Estos fueron los primeros balbuceos. Mucha sangre obrera, mucha sangre de excluidos, mucha sangre de explotados corrió desde entonces aquí y en todo el mundo.

Podría dedicar páginas enteras a la narración de cada uno de los Primero de Mayo que jalonaron las luchas del movimiento obrero en la Argentina. Sólo quiero referirme muy brevemente a tres, que me parecen emblemáticos.

El primero es de 1909, cuando un asesino con uniforme, el coronel Ramón L. Falcón, el mismo que dos años antes, en 1907, había reprimido la huelga de los inquilinos de los conventillos, masacró en Plaza Lorea (ubicada a escasos cincuenta metros de donde hoy se encuentra la sede de las Madres), a los trabajadores anarquistas.

Fue una de las jornadas más tristes del proletariado argentino.
Jornada que recién culminaría cuando el obrero judío Simón Radowitzky, seis meses después, el 15 de noviembre, hizo justicia, dando lugar a que los trabajadores de origen italiano salieran a la calle para entonar aquello de “Ha morto Ramón Falcón, masacratore; e viva Simón Radowitzky, vindicatore”.

El segundo tuvo lugar en 1936. Hacía más de cuatro meses que las bases –hartas de la claudicación y parsimonia de los dirigentes que no ponían ninguna energía para solidarizarse con la heroica y prolongada huelga de los trabajadores de la construcción– habían destituido a la cúpula amarilla de la CGT.

La nueva conducción de la central obrera se propuso entonces cerrar filas en torno de un programa mínimo de reivindicaciones. Regía el gobierno fraudulento de la “Concordancia” que presidía el general Agustín P. Justo, represor y totalmente identificado con los intereses patronales. Era la denominada “Década Infame” en toda su plenitud, cuando había aumentado la desocupación, la miseria popular y, por contrapartida, la combatitividad obrera.

La CGT “roja” contaba en 1936, según datos del Departamento Nacional del Trabajo (aquel organismo que, ocho años después, Perón convertiría en la Secretaría de Trabajo y Previsión), con 317 sindicatos y 262.630 cotizantes, en tanto que los trabajadores “más moderados” se nucleaban en torno de la USA (Unión Sindical Argentina) con 31 sindicatos y 25.093 cotizantes; la FACE, con 25 sindicatos y 8012 cotizantes; y los sindicatos autónomos, con 83 y 72.834, respectivamente.

La CGT, luego de los cambios que se habían producido el 12 de diciembre de 1935 al dejar atrás a los dirigentes más proclives a la conciliación de clases, y el estímulo que ello significó para el conjunto del movimiento obrero, resolvió plantearse una decidida lucha anticapitalista. Y, en aquellos primeros meses del ‘36 –concretamente los días 1º y 2 de abril– se aprobó una declaración de principios que, entre otros conceptos, decía:

“El actual régimen social capitalista, fundado en la propiedad privada de los medios de producción y cambio, es para la clase trabajadora una permanente causa de explotación, injusticia y miseria. La CGT llama a todo el proletariado del país a organizarse en el terreno sindical para conquistar, desde luego, mejores condiciones de trabajo y remuneración, pero también para bregar por la completa emancipación del pueblo productor.” La misma declaración también exigía “la transformación de nuestra economía agraria y la nacionalización de las empresas controladas por el capital extranjero”.

En este clima de ascenso de las masas, el Primero de Mayo pasó a adquirir nueva fuerza. El acto, realizado en Plaza Once con el espíritu de los frentes populares que se habían impuesto en otras partes del mundo, congregó a una enorme multitud (10.000, según el cálculo siempre mezquino de la policía; 80.000, de acuerdo a los medios obreros) bajo estas consignas:

“Por las cuarenta horas de trabajo semanal; por el plan de emergencia de la CGT; por la libertad de todos los presos sindicales e ideológicos; contra la perenne amenaza de guerra que se cierne cada vez más sombría sobre el mundo; por las libertades indispensables para el movimiento obrero; por la dignificación de la vida de los trabajadores; contra la reacción y el egoísmo del capital”.

Los anarquistas criticaron a los organizadores por permitir el acceso a la tribuna de los “políticos burgueses” –el orador principal fue Lisandro de la Torre–, pero estas rencillas internas (casi naturales en el movimiento obrero de todo el mundo) no impidieron que fuera sin duda la mayor demostración popular de la época.

La marcha, con posteridad al acto, recorrió las avenidas Rivadavia y De Mayo, dobló por Florida y luego por Diagonal Norte hasta su desconcentración en Carlos Pellegrini (aún no se había terminado de construir el Obelisco, que se inauguró poco tiempo después, al celebrarse el cuarto centenario de la Fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza).

Los presentes corearon lemas contra el gobierno, los militares, la Iglesia, el fascismo y el “egoísmo capitalista” (una expresión esta última muy en boga en aquellos días en el campo popular, tanto que solía aparecer con frecuencia en los manifiestos obreros).

Rosendo Fraga, un hombre de derecha, admitió hace poco en su libro apologético sobre el general Agustín P. Justo, que el entonces presidente de la República se sintió jaqueado por aquella gigantesca manifestación.

El tercer episodio es relativamente más reciente. Ocurrió el Primero de Mayo de 1943.

34 días después, el 4 de junio, se produciría en la Argentina uno de los tantos golpes de Estado de los milicos reaccionarios. Por supuesto que lo primero que hicieron fue reprimir a la izquierda, encarcelar a los dirigentes obreros que ellos consideraban “subversivos”, perseguir a los estudiantes y expulsar a cuanto profesor les pareciera con un leve tono rojo.

Dejamos para otra ocasión la polémica con aquellos nacionalistas que dicen que lo que hicieron el 4 de junio de 1943 los generales Rawson, Ramírez y Farrell y los coroneles del GOU, fue una revolución y no un golpe, porque las causas, según ellos, eran la política fraudulenta del presidente Castillo y el avance de personajes como Patrón Costas.

Pero la opinión de ellos no es la nuestra. Para nosotros la causa principal de ese golpe del 4 de junio de 1943 fue otra y tiene que ver con lo que pasó 34 días antes, el Primero de Mayo, cuando en Plaza Once se reunieron más de 200.000 socialistas, comunistas y obreros de otras tendencias marxistas para recordar el día universal de la protesta proletaria.

Ese acto multitudinario, con centenares de banderas rojas flameando unitariamente en el paseo donde históricamente se realizaban las mayores concentraciones obreras antes del advenimiento del peronismo, generó la histeria de la derecha y de los militares fascistas que suponían que ya tenían encima la revolución socialista.

Por eso hicieron el golpe. Casi todos los golpes en nuestro país, para no decir todos, se produjeron esencialmente para frenar el ascenso de las masas.

Traigo a colación aquel episodio del ‘43, olvidado por alguna historiografía en boga, porque nos puede servir de referente a quienes no nos cansamos de llamar a la unidad popular, a la unidad de los revolucionarios, a la unidad de los marxistas, a la unidad de los que luchan, no sólo para poner nervioso e histérico al régimen de injusticia, sino, fundamentalmente, para derrotarlo.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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