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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

ALEXIS NOUSS
�La poesía contra el olvido�

“Lego la nada a nadie”
(“El suicida”, J. L. Borges)

“...die Nichts-, die/ Niemandsrose. {la rosa de nada,/ de nadie}”
(“Psalm”, P. Celan)

El 20 de abril último, yo tomaba el avión para venir a Buenos Aires.
Hacia el 20 de abril de 1970, Paul Celan, poeta judío-rumano de lengua alemana, se tiraba al Sena.
¿Qué impudor narcisista me permite establecer un vínculo entre estas dos fechas? Tal vez mi partida era involuntaria pero, al querer hablar de este poeta, ella toma una dimensión simbólica, según lo que decía Celan con respecto a un meridiano que uniría tanto fechas como también une lugares.
Esta coincidencia, verificada o elegida, expresa la conciencia imperiosa de que un tema como el que expongo no puede abordarse dentro de la neutralidad ideológicamente sospechosa de la generalización.
Quiero y debo hablar en mi nombre y a partir de otro nombre, el de Paul Celan. Ya que el olvido, título de esta conferencia, es ante todo y especialmente el de los nombres.
La primera función de una lápida de tumba es recordar el nombre del muerto. La ausencia de la lápida marca la ausencia del nombre. La desaparición intenta tanto hacer desaparecer el cuerpo como el nombre, obligando a los sobrevivientes a llevar en ellos el nombre de los desaparecidos.
Hacer desaparecer el nombre es hacer desaparecer el crimen. Aquel que no existió no pudo haber sido asesinado. Tal es el invento, la novedad de la barbarie moderna. Y sin dudas, el grado extremo de la barbarie. Borrar las pruebas de que ella tuvo lugar. No aprovechar la victoria, como en los clásicos conflictos en los que los vencedores exponen las huellas y las pruebas de la victoria. Teatralidad de la victoria, ya haya sido masacre o exterminio. Puesta en escena del crimen, como para atenuar o negar el horror y la vergüenza. Pero la barbarie moderna prefiere no hacer uso de la victoria, ya que así borra la memoria de las víctimas. No es que intente perdonarse la culpa sino que intenta la erradicación total, la negación de los desaparecidos. Ellos no habrían jamás existido.
Sin sepultura, con tan sólo, por ejemplo, cenizas, no puede haber espacio para el duelo, ni espacio para la memoria. O mejor aún, es necesario encontrar otros medios para operar ese espacio.
Con cenizas. La expresión hace alusión a Shoah, al genocidio nazi. Hablo en mi nombre, y también hablo de una experiencia históricamente particular de la barbarie. Por el mismo motivo: de la barbarie no puede hablarse en términos generales. Sin embargo, si evoco esta experiencia, es porque las víctimas de los campos nazis o las de la dictadura militar argentina tienen todas el estatuto de desaparecidos. N.N.: “nescio nomen”, pero también “Noche y niebla”, “Nacht und nebel”, el programa de exterminio nazi, la solución final, finalizada por el olvido, que sería no sólo cómplice sino también agente activo de la desaparición.
La obra de Paul Celan, un nombre, el de un desaparecido –con su suicidio, abarca la identidad de las víctimas de los campos; su cuerpo fue encontrado una decena de días más tarde–, nos ayuda a comprender cómo la poesía puede operar contra el olvido.
Admitir, en primer lugar que, frente a la barbarie, la categoría de lo indecible es insuficiente y moralmente inadecuada, ya que es cómplice de la barbarie, porque colabora con la desaparición de las huellas.
Proponer luego sustituirle la noción de lo infigurable. ¿Pero cómo transmitirlo? Por el testimonio, que devuelve la memoria a lo que no puede ser captado por las categorías normales de la percepción, de la intelección y de la memorización. Ahora bien, ese testimonio no puede comprenderse en su sentido habitual, no puede por definición ser directo, inmediato, pasivo, depositario del hecho ya que, dentro del caso de la desaparición no hay huellas, no hay realidad efectiva. El testimonio deberá ser indirecto, desviado, desplazado; pasará, en lo que a nosotros respecta, por lo imaginario; es decir, el arte o la poesía será un falso testimonio, un testimonio de lo falso, de la muerte falsa de la desaparición, falsa en tanto no permite ni duelo ni memoria.
Paul Celan. Paul Antschel, su nombre patronímico, nació en Czernowitz (Rumania en ese momento) en 1920. Comienza estudios de Medicina en Francia, Tours, en 1938, pero debe volver a Czernowitz en 1939 a causa de la guerra. Comienza entonces estudios de lenguas romances. Los nazis ocupan la ciudad en 1941. Sus padres son deportados en 1942. Y él es internado en un campo de trabajo. Vuelve a Czernowitz en 1944, retoma los estudios y trabaja a partir de 1945 en Bucarest como lector y traductor para una editorial. Deja Rumania en 1947, parte hacia Viena, luego a París en 1948, donde se instala hasta el fin de su vida. Obtiene una licenciatura en Letras en 1950 y se convierte en lector de alemán en la Escuela Normal Superior a partir de 1959. Su obra poética, doce antologías, es publicada entre 1948 y 1971 y se lo ubica rápidamente dentro de los primeros puestos de la poesía occidental del siglo.
También es traductor de alemán, ruso, inglés, italiano, rumano, portugués, hebreo, francés. A menudo de obras enteras, otras veces, de un texto único, a veces de prosa, la mayor parte de las veces de poesía del siglo XVI al siglo XX, de grandes autores (Mandelstam, Shakespeare, Emily Dickinson, Fernando Pessoa, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire). Uno de los más grandes poetas del siglo es, sin dudas, también uno de los más grandes traductores, y el lazo es significante: como si escribir, en este sombrío siglo, no fuera evidente, como si escribir significara traducir a partir de una lengua perdida, a partir de una humanidad perdida.
En abril de 1970 se tira a las aguas del Sena. Su itinerario, “vida mutilada” retomando la expresión del filósofo Adorno, resume los desgarros de una identidad europea moderna quebrada por la barbarie.
Paul Celan escapó de los campos de la muerte, pero toda su obra poética se inscribe en ese fondo negro y sus poemas intentan responder, a partir de su escritura y no de su temática, a la pregunta: ¿cómo decir lo que no puede ser dicho?, ¿cómo hablar sin traicionar el silencio?
Examinemos un primer poema, de la antología Pavot y memoria, que lleva como título Der Sand aus den Urnen (La arena de las urnas, la arena que sale de las urnas).
Dos comentarios antes de comenzar: 1) Dentro de las urnas hay cenizas, no arena. La arena se parece a las cenizas, pero la diferencia es que a las cenizas no se las puede agarrar. Marcas o huellas de la desaparición, si se intenta recogerlas, desaparecen en el acto. Mientras que la arena, por muy fina y huidiza que sea, no desaparece. La poesía contra el olvido es transformar las cenizas en arena.
2) La arena de las urnas es el título de la primera antología de Celan, publicada en Viena en 1947, es decir, en proximidad inmediata a la catástrofe. Pero a causa de numerosos errores de impresión, Celan prohibió su difusión. La primera colección posterior –que retoma la mitad de los poemas– aparecerá en 1952 bajo el título de Mohn und Gedächtnis, Pavot y memoria. El poema que lleva este título, y que figura en las dos antologías, reviste una importancia capital ya que muestra, en cierta forma, que la poesía no puede ser una expresión de la memoria directa, inmediata, frente a la barbarie. Debe desviarse, desplazarse, estar siempre en segundo lugar, como la antología de 1952, primera de las Obras completas, pero que sigue siendo en los hechos la segunda.

DER SAND AUS DEN URNEN
Schimmelgrün ist das Haus des Vergessens.
Vor jedem der wehenden Tore blaut dein enthaupteter Spielmann.
Er schlägt dir die Trommel aus Moos und bitterem Schamhaar;
mit schwärender Zehe malt er im Sand deine Braue.
Länger zeichnet er sie als sie war, und das Rot deiner Lippe.
Du füllst hier die Urmen und speisest dein Herz.
LA ARENA DE LAS URNAS
Verde moho es la casa del olvido.
Frente a cada una de las puertas que florecen al viento azul tu
Trovador decapitado.
Bate su tambor de espuma y amargo pubis.
Pinta con el dedo que supura sobre la arena tu ceja.
La traza más larga de lo que era, y el rojo de tus labios.
Tú llenas las urnas aquí y te nutres el corazón.

Leámoslo verso a verso.
El olvido no es nada, no es lo contrario de la memoria. Es o tiene una casa. Una casa enmohecida: está destinada a la putrefacción, a la desaparición. Es necesario entonces encontrar su camino para preservarla.
Allí está el trabajo del poeta, der Spielman, el trovador. No tiene cabeza, es decir no tiene lengua y, sin embargo, se hace escuchar: desde un ritmo de tambor, ritmo robado a los verdugos, ritmo de vida como el latido del corazón, ritmo de vida que nace en el lugar donde la vida nace.
No tiene cabeza, y sin embargo pinta, ya que la expresión poética no da cuenta del intelecto. Por el contrario, esa palabra significa lo que el intelecto no puede decir. Y expresa una realidad más real que la existencia, porque ella también sucumbió a la desaparición. El parecido no es evidente. Pero la ceja está allí, y el labio. El ojo y la boca: la imagen y la voz del desaparecido.
La imagen y la voz estarán en las urnas, pero no se quedan allí, se tornan arena –la escritura– y alimentan el corazón de aquel que escribe, así como también, “tu corazón”, de aquel que recibe el poema.
El “tú” es utilizado entonces por la víctima y por el lector. Que se torna el portador del nombre del desaparecido, del nombre desaparecido.
Surge aquí una idea fundamental. Cuando la poesía se levanta contra el olvido, cuando el poema recuerda, no recuerda a los desaparecidos sinoque, en lugar de los desaparecidos, en sentido propio y figurado, los sustituye y se inscribe en el lugar de la desaparición o, mejor dicho, crea ese lugar. Es el recuerdo imposible o ausente: no habla de los desaparecidos, habla por los desaparecidos en su nombre. Lleva sus nombres, en el doble sentido de llevar: relaciona los nombres y los encarna. Al decir o al leer el poema, me vuelvo sus voces.

Un segundo poema, de la antología La rosa de nadie, nos conduce a lo infigurable, lo que no puede ser dicho y que, sin embargo, debe ser dicho.

WAS GESCHAH? Der Stein trat aus dem Berge
Wer erwachte? Du und ich.
Sprache, Sprache. Mit-Stern. Neben-Erde.
Armer. Offen. Heimatlich.

Wohin gings? Gen Unverklungen.
Mit dem Stein gings, mit uns zwein
Herz und Herz. Zu schwer befunden.
Schwerer werden. Leichter sein.

¿QUE PASO? La piedra salió de la montaña.
¿Quién se despertó ? Tú y yo.
Lengua, lengua. Con-estrella. Tierra cercana.
Más pobre. Abierta. Natal.

¿Adónde iba? Hacia lo no acabado.
Con la piedra iba, con nosotros dos.
Corazón y corazón. Más denso aún.
Devenir más denso. Ser más ligero.

El comienzo de las dos estrofas plantea una doble polaridad temporal. Ciertamente, los dos sintagmas verbales indican el pasado, pero el primero significa una preterición, mientras que el segundo contiene una futuración. Movimiento, dirección –tema recurrente de la poética de Celan– anula la quietud del presente. “Qué pasó” marca de golpe una apertura hacia la continuación, la conciencia de una continuidad –que implica la verificación–, un despertar, la no expiración, la posibilidad de los posibles, la de la escritura, por ejemplo. Lo que no se opone a la tesis de una discontinuidad de la historia, censura o cicatriz, retomando términos de la poesía de Celan. La escritura debe asegurar la continuidad de lo que la historia no puede transmitir. El hecho se borra rápidamente delante de su huella, lo que va a quedar de él, la piedra separada de la montaña. Su liviandad hace su peso, o su peso su liviandad: ser y devenir se confunden.
Rasgo de lo infigurable: no poder ser captado en la presencia, ni siquiera en el desborde de la presencia, a partir de lo horrible, que aplasta como una montaña. Presencia como pesadez inmóvil, que encadena. Es decir, la separación de la piedra cuyo silencio simboliza, según Celan, la imposibilidad del lenguaje, del poema. Despertar instantáneo al ahora del poema, su escritura y su lectura. No la presencia sino el presente.
El hecho surge en el instante, y la captación de esta apropiación sólo puede hacerse dentro de la indigencia. En la estepa desierta del tiempo, igual que en la tela del pintor, en la página del escritor algo pasa. Pero, recuerda el filósofo Jean-François Lyotard en Lo inhumano (subtitulado Charlas sobre el tiempo), no debería olvidarse que algo podría también no pasar, ya sea la última página, la última línea, la última palabra, la catástrofe. Lyotard llama a esta angustia percibida durante sus lecturas de Kant: lo sublime. El arte se torna “el testigo de lo inexpresable”: “Lo inexpresable no reside lejos, en otro mundo, en otro tiempo, sino en esto: que pasa (algo)”. El arte “presenta que lo irrepresentable existe”, algo que surgía cuando podían creerse los canales del ver y del saber agotados.
Lo sublime entonces significa la angustia de un no-después y su desaparición a partir de, precisamente, el después; para resumir, es una estética de la posteridad: algo pasa a pesar de todo, el color en la tela, la palabra en la línea. Pero, con respecto a lo que nos preocupa, ¿podemos decir que hubo un después? Toda la poesía de Celan se escribe en la imposibilidad de un después, es decir la continuidad de una historia concebida dentro de los parámetros tradicionales, teniendo en cuenta todas las articulaciones filosóficas. La única posteridad radica en un lenguaje, una palabra, una escritura, que hablan de esa imposibilidad de una posterioridad cronológica: “sprich als letzter”, “habla en tanto último”, dice el poema de la antología Von Schwelle zu Schwelle, De umbral en umbral. La diferencia entre lo infigurable (de la Shoah) y lo sublime (según la teoría de Lyotard) radica en el aspecto que este último recibe el hecho rico o enorme de la posibilidad de que no haya pasado, de que no habría tenido lugar. Para la Shoah, el hecho tiene lugar, pero en su factualidad lleva lo impensable de su efectuación. Se halla en retraso, en retraso de la historia, no puede ser historiado, queda excluido como ocurre en los fenómenos del psiquismo individual. Yo no puedo decir que eso tuvo lugar, excepto con el riesgo de equivocarme, según el léxico de Lyotard en El diferendo, frente al horror de lo que tuvo lugar. No puedo decirlo dentro de las categorías del decir que heredo, si mi palabra no ha sido transformada, alterada, si sigo hablando como antes. No hablar como antes sería hablar dentro de lo que exigen los poemas de Celan. Ahora bien, ¿quién puede hablar de esta manera? Lo infigurable de la Shoah expresa que lo terrible no ha sido anulado, que lo horrible tuvo lugar sin que pueda encontrar un lugar para decir su eventualidad. Lo infigurable da cuenta de la tensión entre un después manifiesto, efectivo, mientras que no habría debido existir un después, que vivir después es traicionar a aquellos que no tuvieron la posibilidad de vivirlo. Primo Levi, Robert Antelme, Jorge Semprún han dado testimonio de esta traición, al redefinir el sentido del testimonio, al ubicarlo dentro de la mentira, allí donde antes se reivindicaba la verdad. El después-Auschwitz, ese retraso de la historia, contiene y conserva la posibilidad de lo imposible: está así cerca de lo sublime, pero se aleja de él en tanto lo sublime mantiene la imposibilidad. Auschwitz, éticamente, debe permanecer imposible; no sólo que Auschwitz no debe recomenzar sino que pensar en Auschwitz es pensar en la imposibilidad de pensarlo, pensar la imposibilidad de pensar –y entonces, pensar dentro de lo absoluto– en la posibilidad de pensar en la imposibilidad de pensar. Es aún más, no aceptar, no aceptar que el horror haya tenido lugar, negar la reconciliación, el principio de realidad.
Con respecto a lo pictórico del pintor americano Barnett Newman, Lyotard escribe en Lo inhumano: “El mensaje (el cuadro) es el mensajero, él dice: ‘Aquí estoy, es decir: soy para ti, o sé para mí [...]”. Para Newman, se trata de dar al color, a la línea, al ritmo la fuerza de la obligación, dentro de una relación frente a frente, en segunda persona, cuyo modelo no puede ser: “He aquí esto (allá lejos) sino mírame, o mejor: escúchame”. Estas líneas que desplazan lo estético de lo ético, nos ayudan a extraer otro rasgo de lo infigurable. Implica un modo de recepción que no lleva en sí un juicio o una emoción, sobre la apreciación o el espectáculo sino que habla de testimonio. El frente a frente es un encuentro, no una confrontación, el enfrentamiento de dos poderes. Específicamente dentro del caso de la Shoah, ni una ni otra de esas dos instancias, la obra y el receptor (espectador, lector) no tienen ni saber alguno ni control tampoco sobre lo que pasó, hecho que distingue la unión dentro de una relación hermenéutica clásica. Sólo puede decirse, sin la certeza de decirlo verdaderamente, es decir de hacer de ello una verdad: “esto pasó”, como se verificaría que una piedra se separó de la montaña, más allá de toda explicación, de toda justificación. Ningún poder o saber –pesadez, certeza de la montaña– dentro del frente a frente, por el contrario: la confesión de dos im-poderes. El frente a frente es la experiencia de ese doble des-poder, la revelación, no la reparación de esa doble impotencia.
Pero si lo que pasa es que lo que pasó se separa de la masa inexpresable, de lo inexpresable –la piedra de la montaña–, un despertar se produjo: de una palabra dual y dentro de esta palabra, condición de la escritura, “Lengua, lengua”. Dualidad del sujeto: él y su otro, él y el otro, el poeta y su lector; dualidad de “lo que pasó”: acaecido dentro de la historia, vuelve al poema.
El primer poema de la antología La rosa de nadie, dice: “HABIA TIERRA EN ELLOS, y/ellos cavaban. [...] Cavaban y no oían ya nada más;/ no se volvieron sabios, no inventaron canciones,/ no imaginaron ninguna clase de lengua./ Cavaban”. No sólo la poética sino también lo expresivo se invalidan aquí, como todo el saber, toda la experiencia (en el sentido de conocimiento) son condenados, imposibles frente a la experiencia. Impotencia valorizada, reivindicada, ya que tal invento sería negación.
Otro poema dice: “[...] era/ nuestra última cabalgata por encima de/ las hileras de los hombres [...] ellos/ transcribían,/ traicionaban nuestro relincho/ en una/ de sus lenguas con imágenes”. A la “lengua con imágenes” se opone el ejercicio del lenguaje auténtico, portador de verdadero saber: “la palabra de ir–hacia–la–profundidad”, título del poema anterior que dice: “Tú sabes, el espacio es infinito,/ tú sabes, no debes volar,/ tú sabes, lo que está inscripto en tu ojo/ profundiza para nosotros la profundidad”. Un lenguaje como una mirada, en lo que la mirada graba, recoge (a pesar de que desearía no recoger, aceptar lo inaceptable, el horror), antes de que el ojo se cierre, al operar dentro de una pasividad, y no como una palabra, si ella supone un querer-decir, una expresión. “Hablar por hablar”, según el sintagma revalorizado del filósofo Emmanuel Lévinas, a saber: decir por decir, por el Decir, no decir para decir un dicho. Ese lenguaje-mirada crea la profundidad, y la liviandad.
Es decir, no una lengua de imágenes sino una lengua-imagen, que rechaza la diferencia y lo secundario, fundados metafísicamente e ideológicamente de una lengua que diría, al relevar, al retomar, una imagen, una representación de lo real no problemático. No una lengua que representaría lo real (o representaría una representación de lo real) porque lo real no puede o no pude más ser representado en las categorías clásicas sino una lengua-real), una lengua que es o se torna lo real, que se torna la experiencia transmisible, para el autor, luego para el lector o el interlocutor. Una lengua que no dice el testimonio o la memoria sino que es el testimonio o la memoria y de la cual yo testimonio o recuerdo. Una lengua-imagen obliga a su receptor a ser testigo, portador de una verdad que no reposa más en el texto o el contexto sino en lo que hace con ella el receptor, que se vuelve a la vez su depositario, garante y responsable. Una lengua que dice lo real en lo que lo real es indecible, que se ubicó fuera del lenguaje. No una lengua de lo imposible del lenguaje sino de lo imposible de lo real, lo que marca una evolución con respecto a la crisis del lenguaje en los siglos XIX y XX, la revelación de lo que era el desafío real, esa crisis del lenguaje que anunciaba la crisis de lo real del siglo XX, las dos moldeando nuestra modernidad. Ese lenguaje-mirada,porque no está sometido a la representación –la desaparición es, precisamente, lo que impide toda representación; es ontológicamente lo contrario de él–, permite aún ver, hacer ver a los desaparecidos. En el mito de Orfeo, el hombre con la lira no tiene derecho a darse vuelta a mirar a Eurídice, a la que él trae del reino de los muertos; si se da vuelta, la hace desaparecer para siempre. Se da vuelta para mirarla, y la pierde. ¿Cómo podrá cantarla? Aquí, el canto, la poesía, es la mirada misma y darse vuelta está permitido.
De allí la importancia del testimonio. Un testigo habla como miró: su palabra debe ser análoga a su visión. Lo que el sentido común comprende: debe contar fielmente lo que vio. Más radicalmente, en el sentido de la poética que nos ocupa: habla como mira, ya que su palabra es su visión, y su visión palabra. Sin embargo, en cuanto a la fenomenalidad de la Shoah, la noción de testimonio debe ser reexaminada, como también la de memoria, que suscitó numerosos debates en Europa últimamente. Por la misma razón: la insuficiencia de la única legitimación moral (el “deber de”) mientras que el objeto de tal obligación, y debido a su naturaleza, destruyó el sistema de valores que fundan esta moral. ¿Cómo hablar de moral, acercarse a tal exigencia, mientras existe el nombre “Auschwitz”, aunque es impronunciable y proclama la desaparición de los nombres?
Diversos trabajos mostraron cómo, con respecto a la Shoah, el testimonio y su recepción se inscriben a partir de allí como un “imperativo social”, según la expresión de la historiadora Annette Wieviorka, que une quizás un imperativo moral más vacilante. Y además, se sabe ahora –contrariamente a la idea recibida, ideológicamente y psicológicamente motivada que las pruebas de la Shoah han sido la ocasión de un intenso e inmenso trabajo de memoria, contemporáneo de los hechos–: crónicas, diarios, escritos íntimos, notas, poemas.... Elie Wiesel escribía: “Si los griegos inventaron la tragedia, los romanos la epístola y el Renacimiento el soneto, nuestra generación inventó una nueva literatura, la del testimonio”. Pero lo invoca con matices: “La última palabra pertenece a la víctima. Le corresponde al testigo captarla, articularla, transmitirla y conservarla a pesar de todo, como un secreto, luego comunicar ese secreto a otros”.
Cuando se opone el efecto Lanzmann al efecto Spielberg, la imagen desnuda a la imagen-Hollywood, Shoah contra La lista de Schindler, se cometería un error al oponer simplemente una obra de testimonio a una obra de ficción (la condenaríamos según esta única base, como antes, a la serie de televisión “Holocausto” o La elección de Sofía de Willam Styron), ya que sería omitir la conclusión del filme de Spielberg que, al pasar al registro documental –y al color–, muestra a los reales sobrevivientes que “honran” la tumba de su “salvador”. Más recientemente, dentro de la vehemencia de las opiniones alrededor de La vida es bella de Benigni, se ignora la voz en off que, al encuadrar la narración, la viste como un testimonio en primera persona. El escándalo, finalmente, en Europa y los Estados Unidos, en torno a la obra Fragmentos, Una infancia 1939-1948 de Benjamin Wilkomirski –memorias de un niño de Riga deportado a los campos nazis–, celebrada por la crítica, coronada de premios, luego reconocida y denunciada como una total fantasía, replantea el tema de la naturaleza del testimonio hoy, especialmente en cuanto a saber si no puede en ningún caso tomar los caminos de la invención. Libro quizás falso, escandaloso, pero que expresa un sufrimiento auténtico.
Primo Levi, después de Si es un hombre, había expresado: “Repito: nosotros, los sobrevivientes, no somos los verdaderos testigos. [...] Nosotros, los sobrevivientes, somos una minoría no sólo exigua sino anormal: somos los que, gracias a la prevaricación, la habilidad o la suerte, no tocamos fondo. Los que lo hicieron, que vieron la Gorgona, no volvieron para contar, o volvieron mudos, pero son ellos, los ‘musulmanes’, los chupados, los testigos integrales, esos cuya declaración habría tenido una significación general. Ellos son la regla, nosotros la excepción” (Los náufragos y los sobrevivientes). Testimoniar equivaldría, más allá de una impostura, a una negación, porque su enunciado desviaría, borraría por su posibilidad lo imposible que entiende transmitir. Si lo lúdico fuera correcto, reescribiría: testimo-negar.
Se impone la necesidad de pasar a otra comprensión del testimonio “porque la ética del pensamiento nos prohíbe abandonar el esfuerzo de seguir pensándolo”, y conservar sin embargo la energía aporética encontrada, cristalizándola en ese “resto” que es lo esencial y cuyo testimonio sólo sirve para indicar la impotencia para transmitirlo. Debemos partir de ese resto, de ese nudo inexpugnable, inextinguible, brasa incesante en medio de las cenizas. El filósofo italiano Giorgio Agamben, en Lo que queda de Auschwitz, parte del pasaje antes citado de Levi para fundar el pensamiento del testimonio autentificado por la imposibilidad de testimoniar: “La autoridad del testigo reside en su capacidad de hablar únicamente en nombre de una incapacidad de decir”. La relación entre el “testigo integral” y el sobreviviente se mantiene: el sobreviviente no habla en lugar del desaparecido sino del lugar de su desaparición. Se unen las dos palabras latinas: testis, testigo, y superstes, sobreviviente.
Ejemplaridad de la posta –lugar– redefinida (el léxico deportivo ratifica curiosamente ese vínculo nocional: los atletas se pasan “el testigo” durante una carrera de postas) es la obra de Celan que no conoció los campos, aunque fue –víctima virtual– contemporáneo de ellos. Más aún por su escritura, luego por su suicidio se torna el contemporáneo absoluto, quien a partir de su testimonio los inscribe en un presente que no puede dejarse atrás, que nos convierte en contemporáneos y testigos: “Profundo/ en la grieta de los tiempos,/ cerca/ de los alvéolos de hielo/ espera, un cristal de aliento,/ tu irrevocable/ testimonio”. Dice un poema de la colección Atemwnde, Caída del aliento.
Según la comprensión común, habitual, yo testimonio sobre algo; comprender entonces que “algo” testimonia en mí y de mí. El sujeto no es portador de testimonio sino lo contrario. El hecho de que yo pueda y quiera testimoniar certifica que estoy investido de habla y de historicidad; no soy el depositario pasivo de una posteridad, testimonio sobre ella, la anuncio. Escribir después de Auschwitz sólo es posible si se escribe el “después de Auschwitz”, si se hace de esta escritura un después, si se le da investidura de después, al sustituir lo estético por lo cronológico.
Allí donde el testimonio creaba un antes, como depositario del hecho, suscita, desde ese momento, el después. Más aún, no se apoya en un presente, firme fundación que permite recibir la anterioridad, encuentra su presente en el recibimiento del pasado. “Debe comprenderse –escribe Lyotard– que lo que crea testimonio no es nunca la entidad, cualquiera sea, que se afirma responsabilizándose de lo pasable del hecho, sino el hecho en sí mismo. Lo que memoriza o retiene no es una capacidad del espíritu, tampoco el acceso a lo que pasa. Pero, en el hecho, la presencia inasequible e innegable de algo que no es el espíritu y que, de vez en cuando, pasa...” (Lo inhumano). Testimoniar hoy –en el instante del testimonio– significa también: testimoniar un hoy, que hay un hoy, y crearlo. Sobre y en ese presente así constituido, por un poema por ejemplo, podrá ser recibido un pasado, de otra manera inaceptable o insoportable, es decir una memoria.
Como si todo fenómeno pudiera ser “grabado” sin mediación, pudo concebirse al testigo como pasivo, simple recipiendario o depositario, mientras que es pasible, atravesado y transformado por el hecho, sufre por ello (pasible viene del latín, de pati). De tal manera que se torna pasible en el sentido jurídico: responder a ello, y no responder a esta responsabilidad, crea un culpable, es decir un cómplice. La falta, en tanto rechazo de la condición de testigo, sería no tomar partido, no entregarse a la parcialidad, contrariamente al deber de neutralidad que el discurso jurídico exige del testigo. “Mein-/ Gedicht, das Genicht”, dice el poema de Celan antes citado, traducido: “Mi-poema, No-poema”, sugiere la analogía de mein, “mi”, con meinung, “opinión”, y meineid, “falso juramento”. Similar a la dinámica freudiana del fuera-de-tiempo, el testigo se torna el lugar del haber-tenido-lugar del hecho que nada pudo recibir, ni experiencia, ni memoria, ni razón y que es, dentro de su subjetividad, el único garante. “Los testigos son el lugar de lo impensable”, como lo escribe Gérard Wacjman en El objeto del siglo. Ellos reciben lo infigurable, lo que va más allá del entendimiento, garante habitual de la verdad. Son entonces falsos testigos, porque nada permite acceder a lo que testimonian. Falsos testigos porque testimonian lo falso, en el sentido de lo que no puede ser transmitido según las normas comunes. Niemand/ zeugt für den/ zeugen. “Nadie/ testimonia para el/ testigo” dice otro poema de Atemwende, donde según el uso que de él hace Celan a lo largo de toda su poesía, niemand, de acuerdo con el término español, adquiere un significado positivo. “Nadie” es aquí el nombre del desaparecido. El testimonio gana validez y da cuenta del abismo, de lo incomprobable, pero también extrae la posibilidad de un decir: zeugen significa también “engendrar”, lo que implica en español “testículo” que proviene de la misma raíz que “testar” y “testamento”, como también en inglés testify. De allí que el testimonio deviene herencia (encuentro de dos sentidos de “testamento”), el testimonio engendra el nuestro.
Sí, el testigo de lo infigurable es un falso testigo porque testimonia algo que no es del orden de la verdad, en el sentido tradicional. Pero crea. La piedra sale de la montaña. Crea el poema, el lector o el auditor recibe entonces el poema como un testimonio. Y si la barbarie moderna hace desaparecer las huellas del crimen al mismo tiempo que las víctimas, si ella borra el recuerdo, el poema-testimonio crea otra memoria, la memoria de la desaparición, que deviene la memoria de los desaparecidos.

(Conferencia pronunciada el 2 de mayo de 2001 en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo por Alexis Nouss, docente de la Universidad de Montreal, escritor e investigador.)

Traducción: Cristina Santoro.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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