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Universidad Popular
Madres de Plaza de Mayo

Jorge Beinstein

“Argentina: la revolución ausente”

Reproducción conservadora, decadencia y ruptura
Sumergida en una ciénaga que la va tragando, la sociedad argentina experimenta un salto cualitativo siniestro; luego de tres largos años de recesión y en virtual cesación de pagos externos, ha comenzado a transitar una depresión alentada por su propio gobierno, que radicaliza la estrategia neoliberal. El proceso de decadencia está ingresando en una nueva etapa, la de la instalación del “sistema de penuria” cuyos componentes decisivos serán la baja intensidad de las actividades económicas y la presencia abrumadora de masas marginales e indigentes.
El ajuste actual con el argumento de buscar el “déficit fiscal cero” está logrando una descomunal contracción del consumo vía reducciones de salarios públicos y jubilaciones (induciendo así a caídas importantes de los salarios privados). Si continúa este proceso podrían llegar a producirse dos hechos decisivos para la reproducción del sistema: primero: el achicamiento de manera durable de las importaciones, obteniéndose un superávit del comercio exterior y, en consecuencia, excedentes de divisas que “ayudarán” al Estado a seguir pagando los intereses de la deuda, asegurando, al mismo tiempo, las remesas de beneficios empresarios al exterior, y segundo: una baja significativa de los salarios aumentando las tasas de beneficios de los grandes grupos económicos (que compensarán así la contracción del mercado interno). En síntesis, nos encontramos ante un gran saqueo de los ingresos y patrimonios de la mayoría de la población en beneficio de las mafias financieras locales-transnacionales. Ese fenómeno como resultado forma parte de la crisis general del capitalismo argentino (convertido en un sistema de depredación insaciable) que, a su vez, converge con la rápida desaceleración de la economía mundial impulsada por los países centrales, principalmente Estados Unidos.

¿Se aproxima la recesión global?
Los tres motores de la economía global, Japón, Alemania y EE.UU. se desaceleran al mismo tiempo, a diferentes ritmos pero interactuando negativamente, potenciando mutuamente sus debilidades. En Estados Unidos la euforia bursátil y consumista de los años 90 ha quedado bien atrás, caen los beneficios industriales, aumenta la capacidad productiva ociosa y la desocupación, la tasa de crecimiento del Producto Bruto Interno, que superaba holgadamente el 3 por ciento anual en los últimos años será bien inferior al 2 por ciento en 2001 (algunos expertos basándose en los malos resultados del primer semestre pronostican una tasa de crecimiento anual del orden del 1 por ciento). Al achicarse las importaciones norteamericanas (que representan algo menos del 20 por ciento de las importaciones globales) se comprime el comercio internacional, impactando a las otras naciones desarrolladas, Alemania ve caer su nivel de expansión (que rondará el 1por ciento este año) y Japón espera tener crecimiento negativo (luego de más de diez años de estancamiento). El proceso de hipertrofia financiera de la década pasada, que los medios de comunicaciónpresentaban como auge mundial de la economía de mercado, expresaba la profundización de su crisis y estuvo marcado por una sucesión de turbulencias que anunciaban el desenlace actual (estallido de la burbuja financiera japonesa a comienzos de los 90, crisis mexicana a fines de 1994, crisis asiática en 1997, derrumbe ruso en 1998, crisis brasileña a comienzos de 1999). La rapiña financiera internacional alimentaba al gigante norteamericano, nutría sus euforias bursátiles que involucraban a mas del 50 por ciento de la población de ese país, posibilitaba el consumismo y el endeudamiento individual incesante, el equipamiento caótico de la industria, el sostenimiento de un déficit comercial desmesurado. A su vez, Japón y la Unión Europea participaban del festín, jugaban a la alta especulación global, vendían sus productos e invertían en el mercado norteamericano y en otros países empujados por su dinámica parasitaria. Pero ahora la fiesta se está terminando, la caída de la economía productiva arrastra a las redes financieras hacia turbulencias de gran magnitud. Los países periféricos, luego de haber soportado numerosos embates especulativos que fragilizaron aun más sus economías sufren el repliege de capitales hacia las naciones centrales, lo que encarece los préstamos que solicitan, incrementa las sobretasas de interés usurarias que tienen que pagar (el famoso “riesgo-país”). Algunos Estados subdesarrollados, los más deteriorados desde el punto de vista financiero, como Nigeria, Ecuador o la Argentina son especialmente afectados. Lo que algunos organismos internacionales, como el FMI o el Banco Mundial, anunciaban como el próximo “aterrizaje suave” de la economía norteamericana se ha ido convirtiendo con el correr del año 2001 en caída profunda, la probabilidad de que esta nueva realidad precipite una recesión global es ahora muy alta. Es en este contexto internacional de crisis ascendente que debemos insertar la realidad argentina.

Saqueo y recesión
Nuestro país expresa de manera exacerbada (periférica) la declinación global. Su situación actual aparece como la culminación de la era neoliberal iniciada por el gobierno de Menem y profundizada por De la Rúa en la cual funcionó un mecanismo de pillaje liderado por grupos financieros transnacionales (de los que forma parte la lumpemburguesía local) y un reducido núcleo de empresas extranjeras (servicios privatizados, petróleo, etc.) operando con altísimas tasas de ganancia. Fueron saqueados patrimonios e ingresos públicos, recursos naturales, estructuras productivas e ingresos privados. El remate a bajo precio de empresas estatales de servicios fue sucedido por el cobro de tarifas muy altas que absorbieron ingresos del conjunto de la economía, la transferencia de aportes previsionales a los fondos privados de jubilaciones (las “AFJP”) generó un enorme déficit fiscal, factor decisivo del endeudamiento externo, la apertura importadora reforzada por la sobrevaluación creciente de la moneda local (meta principal del “plan de convertibilidad”) causaron la desaparición de áreas importantes de la industria y el incremento de la desocupación, lo que a su vez facilitó la precarización laboral y el deterioro de los salarios. En un primer período (1991-1994), el saqueo fue compensado con fondos provenientes de las privatizaciones, ingresos de capitales especulativos y narcodólares, de ese modo el Producto Bruto Interno creció, aunque ampliando los desequilibrios, pero desde mediados de los años 90 (cuando las desnacionalizaciones habían concluido) la reproducción del proceso depredador pudo ser prolongada gracias al crecimiento de la deuda externa que cubría el déficit fiscal y el desarrollo de una amplia diversidad de negocios parasitarios. Hacia 1998 el ritmo de expansión de la deuda empezaba a ser al mismo tiempo “insuficiente” (desde el punto de vista delas necesidades del sistema), y “demasiado grande” (comparado con la capacidad de pago del país). La Argentina se endeudaba para poder pagar a los acreedores externos, el círculo vicioso del endeudamiento infinito desató la conocida loca carrera hacia la cesación de pagos (el “default”). Ello se combinó con las turbulencias financieras globales, iniciadas en Asia del Este (1997) y Rusia (1998), que marcaron el fin del derrame de fondos especulativos (legales e ilegales) hacia la periferia. Empezó la recesión argentina porque el saqueo de riquezas no encontraba contrapesos financieros suficientes; la economía neoliberal ingresaba así en una depresión estructural acumulativa.
Desde una visión de largo plazo, abarcando el último cuarto de siglo podríamos señalar tres grandes saltos cualitativos del capitalismo argentino: el primero entre 1975 y 1976 (descomposición del gobierno peronista, implantación de la dictadura) fue el inicio de una transformación durable marcada por la hegemonía de grupos parasitarios, integrados a las redes financieras y mafiosas internacionales que fue devorando el tejido productivo; el segundo entre 1989 y 1991 golpeó a una sociedad mucho más deteriorada e instauró el dominio total de dichos grupos; el tercer salto se está realizando ahora y consiste en la instalación de la “economía de penuria”. Lo que se produjo en ese largo período no fue una reconversión productiva, al estilo de la emergencia del sistema agroexportador de fines del siglo XIX y de la industrialización de los años 30 y 40, sino una degeneración parasitaria cuya trayectoria estuvo cubierta por numerosas turbulencias y manotazos financieros, mezclados con efímeros períodos relativamente calmos durante los cuales se acumulaban desequilibrios que desataban nuevos desórdenes. La euforia menemista entre 1991 y fines de 1994 fue el caldo de cultivo de la recesión de 1995 (acentuada por la crisis mexicana); la seudorreactivación iniciada en 1996 aceleró el endeudamiento externo y el saqueo interno, preparó la recesión inaugurada en 1998 que, a su vez, derivó en el desastre actual. El momento presente aparece a la vez como la nueva etapa de la decadencia, pero también como el hundimiento en una forma de barbarie radicalmente diferenciada de todo lo anterior, trágicamente novedosa.

La economía de penuria
Diversos rasgos definen ese futuro negro. En el plano económico la eternización del ajuste significará colocar al Estado al servicio exclusivo del pago de los intereses de la deuda, cuyo peso abrumador impondrá una presión fiscal muy alta y un bajo nivel en los otros gastos públicos, como salarios y jubilaciones, que ahogarán todo renacimiento significativo del consumo, ampliando la desocupación y la precarización laboral. Por otra parte, el mantenimiento de los superbeneficios del sector financiero y las empresas privatizadas acorralará a las empresas nacionales sobrevivientes (especialmente a las pymes) y colocará una segunda lápida sobre la demanda de las clases medias y bajas. Por supuesto, el crédito internacional no podrá ser recompuesto de manera significativa durante mucho tiempo; la insolvencia o débil capacidad de pago argentina durará mientras exista la superdeuda y el sometimiento al pago irrestricto de sus intereses. Seremos una economía funcionando a baja intensidad de tipo colonial, gobernada por usureros.
Esto producirá un efecto devastador en el plano social; la desocupación y subocupación crecerán en progresión geométrica, lo que arrastrará (ya lo está haciendo) a un amplio abanico de actividades informales, cuyos nuevos desocupados no figuran en las estadísticas oficiales; la extensión y agravamiento de la pobreza y la marginalidad significarán, por ejemplo, la hipertrofia de la indigencia urbana, la desaparición en esos sectores de servicios (salud, educación y otros) considerados hasta ahora conquistasbásicas de la civilización. Resulta difícil imaginar esa nueva Argentina miserable que tendrá muy poco que ver con las descripciones conocidas de las sociedades periféricas pobres del pasado, consideradas “atrasadas”, por el contrario, nos encontramos ante fenómenos de posmodernización decadente, que empezaron a emerger en los años 90: los casos de la ex URSS y varios países de Europa del Este nos pueden ser de utilidad en lo que concierne al proceso de degradación social de poblaciones modernas, incluyendo fenómenos inéditos de implosión cultural.

Estado, política y miseria
Debemos precisar un poco el tipo de mutación que está sufriendo el Estado señalando que la dinámica “ajuste-crisis-ajuste” va eliminando sus estructuras y funciones tradicionales, heredadas de más de un siglo de desarrollo capitalista que cubrían aspectos tales como la educación y la salud públicas, las grandes obras de infraestructura, la seguridad social, el empleo público provincial, etc., altamente deteriorados durante los años 90, pero todavía sobreviviendo (de manera agonizante). A la economía de penuria le correspondería un Estado pequeño y centralizado, estructurado en torno de tres orientaciones básicas: primero, la recaudación de impuestos y recuperación de divisas destinados a sostener los pagos de la deuda externa y el envío al exterior de beneficios de los grupos económicos dominantes. Segundo, la represión de las protestas populares (articulando estructuras estatales y “privadas” formales e informales) y tercero, la organización de sistemas de contención social, de control de la pobreza con expresiones hostiles al sistema.
Represión y contención son las dos caras de una misma moneda. La miseria extrema de grandes sectores sociales es un componente fundamental del sistema, para que éste persista en el tiempo deberá protegerse de sus víctimas, los millones de argentinos sumergidos que tendrán que pelear contra sus verdugos para sobrevivir. Domesticar, contener, controlar a los miserables, a los marginados y superexplotados es hoy para el capitalismo argentino la prioridad estratégica número uno. Desde mediados de los años 90 en el Banco Mundial, en el Departamento de Estado de los Estados Unidos y otras estructuras imperiales, se vienen gestando y promoviendo proyectos de contención social en la periferia, especialmente en América latina sobre la base de que las transformaciones neoliberales de la economía hunden en la pobreza a enormes masas sociales urbanas y rurales y que debe ser frenado su descontento. El armado de “redes de contención social” a través de subsidios a los indigentes es un objetivo clave del sistema regional de dominación, complementario de diversos instrumentos represivos (“Plan Colombia”, reconversión y creación de fuerzas represivas nacionales y regionales especiales, etc.). El gobierno norteamericano, sus socios de la OTAN, la Iglesia, etc., acompañados lógicamente por la alta burguesía local, promueven en nuestro país esos operativos de institucionalización de la miseria. Reprimir a los díscolos y, al mismo tiempo, integrar en la degradación a quienes, conformándose con su situación, acepten la caridad de los ricos. La ministra de Trabajo, Patricia Bullrich, viene proponiendo la transformación de las protestas piqueteras en “organizaciones solidarias” legales, encargadas de gestionar “planes Trabajar” y distribuciones de bolsas de alimentos. Sueña con la constitución, por esa vía, de una suerte de burocracia de la marginalidad, obviamente corrupta, instrumento dócil de los políticos del régimen y los organismos de seguridad. En el mismo sentido apuntan proyectos de aparente “inspiración cristiana” de subsidios a los desocupados que buscan desviar las luchas, encauzándolas hacia ese objetivo único, exclusivo, obviando, dejando de lado, “por el momento”, las exigencias de cambios profundos en la estructura económica y social, es decir temas tales como la suspensión del pago de la deuda externa, la renacionalización de las empresasprivatizadas y la seguridad social, etc. Oponer reclamos esenciales de sobrevivencia inmediata a programas más amplios de cambio constituye un viejo truco conservador, una bien conocida trampa destinada a bloquear, desviar y dividir a los de abajo.
Obviamente este andamiaje de contención-represión es antagónico con la vigencia amplia de las libertades democráticas; su complemento político no puede ser otro que una forma de poder de tipo dictatorial, autoritario, más allá de los maquillajes circunstanciales (probablemente “civiles”) que deba adoptar.
La prédica actual acerca del “costo de la política”, impulsada por los medios de comunicación locales, el Banco Mundial más el propio gobierno y los partidos políticos del régimen, utilizando como justificación su propia corrupción, apunta en realidad a reducir o eliminar espacios de representación democrática (nacionales, provinciales, municipales).

El futuro de la involución
Pero nada asegura la permanencia de este régimen. Un primer obstáculo será el descontento popular, que viene erosionando la legitimidad de las vallas de contención sindicales y políticas tradicionales y desarrollando luchas desde abajo, no institucionales, por ejemplo, los cortes de rutas en crecimiento exponencial.
Un segundo obstáculo está constituido por el contexto internacional signado por la crisis con centro en los Estados Unidos y Japón, pero incluyendo también a la Unión Europea y afectando al conjunto de la periferia; todo ello comprime el comercio internacional, castigando especialmente los precios de los productos vendidos por los países subdesarrollados, caotiza los flujos financieros, encarece los préstamos demandados por las regiones pobres, hace subir las sobretasas usurarias (“riesgo-país”) a que se ven sometidas. En América latina esto se expresa a través de la desestabilización de los regímenes neoliberales.
Un tercer factor a considerar es el carácter inestable del capitalismo argentino, dominado por una lógica de depredación insaciable donde el achicamiento de la economía nacional debería incentivar la voracidad relativa de la mafia financiera, las contradicciones entre intereses en su interior, la descomposición de sus elites políticas, el desmantelamiento de los estados provinciales y del aparato estatal nacional.
Cada una de esas dificultades para la consolidación del sistema encontrarán formas, tentativas más o menos eficaces de corrección. La reproducción de ensayos de contención popular a través del asistencialismo, de demagogias políticas centristas, semiprogresistas, populistas conservadoras u otras, combinadas con represiones selectivas es previsible. Los Estados Unidos intentan compensar el descontrol en la región con nuevos esquemas de dominación, combinando ofensivas económicas (como el ALCA o las dolarizaciones) y militares (el Plan Colombia), con estrategias de reconversión de estructuras represivas locales. En fin, el desorden del régimen argentino, de su sistema de poder siempre puede generar convocatorias al cese o reducción de las rencillas internas, a la “unidad nacional” ante eventuales peligros de desborde de las masas sumergidas.
No es seguro el derrumbe del sistema, tampoco lo es su permanencia a mediano o largo plazo, nos encontramos ante un final no definido de antemano donde la lucha de clases, la confrontación entre los de arriba y los de abajo, entre la reproducción ampliada de la decadencia y la rebelión de las víctimas tendrá la última palabra.

Contrarrevoluciones
Todo lo expuesto sugiere una visión del pasado más extendida cubriendo unas cinco décadas de la historia argentina, desde mediados de los añoscincuenta. Durante ese largo período se produjeron dos contrarrevoluciones (la primera en 1955 y la segunda en 1976) que consolidaron, aseguraron el proceso de declinación de muestro capitalismo subdesarrollado, cuya última prosperidad industrial (años 40 y 50) había encontrado serios límites locales e internacionales que agotaron su empuje inicial.
El golpe militar de 1955 expresó un cambio decisivo en las relaciones de poder favorable a los Estados Unidos y a una conjunción de fuerzas burguesas internas y externas que, a partir de ese momento, desarrollaron un prolongado esfuerzo de penetración imperialista (financiera, industrial, etc.) y desarticulación de estructuras económicas proteccionistas, de distribución de ingresos hacia las clases bajas, educativas, sanitarias, etc., que fue degradando el mercado interno, el tejido industrial, el sistema de transporte, las empresas públicas de servicios. Esa dictadura militar inició un complejo camino de dominación, zigzagueante, con marchas y contramarchas, empates provisorios, con golpes de Estado y gobiernos civiles nacidos de la proscripción electoral del peronismo, modernizaciones culturales (impactando a un amplio abanico de sectores sociales, pero principalmente a las capas medias) paralelas a la acentuación del subdesarrollo económico y la polarización social.
Pero ese país entre estancado y declinante engendró fuerzas de resistencia y ruptura, tentativas de superación del sistema cuya expresión más alta fue la insurgencia revolucionaria de los años 60 y 70, con centro en un sujeto histórico inesperado, la juventud radicalizada de las capas medias, encabezando en la culminación de su lucha a grandes sectores populares. Sin embargo, esa embestida fue insuficiente, tanto desde el punto de vista de su capacidad de convocatoria, como de su estructuración ideológica y organizativa. Un capitalismo sin destino positivo pudo bloquear y luego arrasar esa rebelión; las Fuerzas Armadas fueron el ejecutor sanguinario de la contrarrevolución que, desde 1976, acompañó al genocidio con cambios económicos y sociales que forjaron, instalaron, un nuevo sistema de dominación de tipo parasitario.
1955 y 1976 marcaron dos momentos decisivos de nuestra historia, dos enviones hacia abajo, hacia el desastre de una sociedad periférica cuyas posibilidades de renovación capitalista eran muy débiles, casi inexistentes, pero que, sin embargo, no pudo generar cambios (sujetos) revolucionarios que saltaran por encima de sus bloqueos burgueses.
En el año 2001 nos encontramos en los inicios de una tercera contrarrevolución, la más profunda y retrógrada de todas. La trampa conservadora está nuevamente montada, aunque nunca como ahora el grado de integración (económica, política, ideológica, institucional) de la mayoría de la población al sistema ha sido tan floja, tan carente de ilusiones. Ello reduce su capacidad operativa a mediano y largo plazo, plantea la posibilidad concreta de la emergencia de una insurgencia popular nueva, heredera de las anteriores pero cargada de una enorme densidad social, de un potencial de ruptura jamás antes visto en la Argentina.

Reproducción conservadora, ruptura, crisis
La persistencia del país burgués (incluidas sus contrarrevoluciones, reformas fracasadas y estafas electorales) ha requerido la presencia dominante de mecanismos ideológicos e institucionales destinados a evitar, controlar y eventualmente aislar desbordes y radicalizaciones que podrían poner en peligro su existencia.
La sociedad argentina de hoy aparece polarizada entre una abrumadora mayoría de pobres, marginales e indigentes, de trabajadores, profesionales y pequeños empresarios precarios a la que se opone una mafia depredadora rodeada por un pequeño porcentaje privilegiado de la población. Sin embargo, este corte visible y la inestable serie de eslabones sociales intermedios se encuentran atravesados por una trama cultural conservadora,red de seguridad esencial del sistema, envoltorio difícil de quebrar que bloquea las salidas, alimentando al (y nutriéndose del) proceso de decadencia, atrapando a una amplia variedad de dirigentes y estructuras políticas, sindicales y sociales cuyo rasgo común es la no-transgresión de los límites del sistema, el convencimiento irracional de que el poder es inexpugnable, todopoderoso. Al interior de ese clima ideológico degradado la “revolución” (concreta, practicable) aparece como una idea descabellada, precisamente en el momento histórico en que la vía revolucionaria, de ruptura radical contra el régimen declinante es el único camino realista, posible de superación positiva de la crisis.
Dentro de ese pantano tienen un lugar destacado el centroizquierda político en su eterna búsqueda de un capitalismo con rostro humano (recordemos al casi olvidado alfonsinismo-progre de los 80 o al Frepaso de los 90) y el oportunismo sindical, desde las andanzas de Ubaldini en los 80 hasta el doble juego (ahora al descubierto, desacreditado) de la CGT “rebelde” y de la CTA, que se esmera actualmente en imponerle un perfil “light” a la movilización piquetera reduciéndola así a la impotencia. Pero también debemos incluir a las izquierdas enanas, sin vocación de poder, vegetando embrolladas en sus galimatías sectarios. Todo ello forma parte de un mundo en decadencia que refuerza, remacha con su miseria moral la miseria material de los sumergidos sociales.
Temeroso de la rebeldía de los oprimidos, el sistema en crisis extrema sus dispositivos de control y bloqueo, anula o minimiza de manera virtual, comunicacional, la protesta que emerge desde el subsuelo, pero al hacerlo degrada, desprestigia a sus intermediarios, tapona las vías de escape, contribuye sin quererlo a la sobreacumulación de presión contestataria, de bronca popular. En realidad hace lo único que puede, la lógica de la crisis sobredetermina su comportamiento. Esa dinámica perversa se apoya en la ausencia de la revolución como proyecto y como bandera de lucha, antagónica a la degradación general, que sólo puede estructurarse, extenderse, consolidarse desde abajo si su enemigo capitalista retrocede, se desordena, se desestructura. El oprimido empieza a existir como ser humano, a conquistar su dignidad sólo cuando el opresor empieza a morir.

* Docente de la UBA y de la Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo.

1 Obviamente esta “ayuda” puede resultar insuficiente dado el elevado grado de endeudamiento público de la Argentina.
2 Philippe Lafournier, Le diagnostic. 2002 la dépendence d’une eventuelle reprise aux Etats-Unis, Centre de Prospective de L’Expansion, Paris, 7 juillet 2001.
3 Según la mayor parte de los pronósticos, las exportaciones mundiales reducirán su expansión del 13 por ciento en 2000 a menos del 3 por ciento en 2001, Ibid.
4 El endeudamiento privado individual y familiar llegaba hacia fines del año pasado a la cifra record del 120 por ciento del Producto Bruto Interno. Fuente: Bank for International Settlements (BIS), 71st. Annual Repor 2000-2001. Basilea.

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