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Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo

Eduardo Barcesat

�Hablar seriamente de derechos humanos�

1 Soliloquio de un investigador argentino:
¿Qué impide la realización efectiva de los derechos humanos, aquí y ahora?
Bien visto, conforme la fundamentación jusnaturalista, no se puede negar que somos seres humanos, por lo que si la condición es “ser humano”, y porque se trata de una inmanencia, la misma se encontraría satisfecha.
No va. Acudamos a la visión del positivismo jurídico: es menester contar con instrumentos normativos que consagren los derechos humanos.
¡Eureka! Estamos atiborrados de derechos humanos. La Nación argentina, cual hipocondríaco en botica, ha adquirido –perdón, ratificado–, cuanto pacto o convención internacional anda boyando en el inmenso mar normativo.
Tampoco va.
¿Qué nos falta?
¿Es que no somos tan humanos? Después de todo, lo de la oblea ya pasó, fue durante la dictadura. Ahora podríamos acuñar otra consigna: “los argentinos somos, con esta democracia que supimos conseguir, realmente, derechos y humanos”.
Parece que, con o sin “cliché”, la cuestión no se resuelve.
¿Es que nuestras ratificaciones e incorporaciones constitucionales de derechos humanos no sirven?
Por lo menos, no parece suficiente. Si se tratara, solamente, de ratificar pactos y convenciones de derechos humanos, estaríamos cuando menos clasificados para los cuartos de final en el campeonato de los humanistas y con chances para las semifinales.
Ahora con mayúsculas, exhibiendo cierta desesperanza: ¿QUE NOS FALTA?
Primera aproximación: NOS FALTA SABER QUE SON Y COMO SE INSTALAN LOS DERECHOS HUMANOS.
Segunda aproximación: NOS FALTA UNA ESTRUCTURA SOCIAL ADECUADA PARA LA REALIZACION DE LOS DERECHOS HUMANOS.
¿Y qué es lo que tenemos hasta aquí?
Incorporamos los principales instrumentos normativos, y tenemos la convicción que somos, cuando menos, humanos (bípedos implumes).
Pues entonces, que no parece mucho lo que hay que lograr: simplemente, entender un poco más de estos derechos, y adecuar la realidad social para que los recepte y no para que los rechace.
Sí; formularlo es simple. Hacerlo, un parto de los montes.

2 Tareas deconstructivas para el parto de los montes:
Escribir cien veces: no basta con ser humano para tener, por eso sólo, derechos humanos.
Escribir cien veces: no basta, para tener derechos humanos, con incorporar textos sacrales de derechos humanos.
Escribir mil veces: ni nombrarlos –a los derechos humanos– cuando no se sabe qué decir ni hacer.
Sepultar, impiadosamente, la utilización de los derechos humanos como una imagen cuasi-televisiva; ficción perversa, como la de la peor serie.

3 Bocetos para la construcción de un saber en materia de derechos humanos:
3.1: Los derechos humanos son distintos de los derechos subjetivos; arquetípicamente, del derecho de propiedad privada, que es su sagrado paradigma.
3.2: Los derechos subjetivos han sido instrumentados para resguardar la propiedad privada de los que tienen; están pensados para el sujeto poseedor a fin de que pueda preservar, circular, intercambiar, acumular y acrecentar lo “suyo”.
3.3: Los derechos humanos deben ser pensados a partir de los que no tienen, que deben “acceder”, “ingresar” al mundo jurídico. Su punto de partida es la desposesión del derecho reconocido en la norma. Los derechos humanos son instrumentos para la humanización de los desposeídos, una herramienta de su libertad, como seres humanos y como pueblos.
3.4: Los derechos subjetivos no requieren de ningún cambio en la estructura social existente. Por el contrario, repelen todo cambio social. 3.5: Los derechos humanos, como veremos, requieren de cambios profundos en la estructura social y en la forma de pensar el derecho.

4 Ejercicio práctico:
Camine hasta la librería más cercana y compre un ejemplar de la Constitución Nacional. Exija que sea una edición que contenga los tratados internacionales de derechos humanos incorporados por la reforma del año 1994. Si no es así, está adquiriendo una edición a la que le faltan más de 400 artículos.
Tome lápiz y papel; a medida que vaya leyendo los derechos contenidos en la Constitución Nacional marque, con un SI o un NO, al lado de cada cláusula, los derechos que usted efectivamente tenga y ejercite en su vida cotidiana.
Ha terminado usted su ejercicio. Reflexione ahora frente a la columna de los NO: ¿por qué NO?
La mayor parte de los NO, aseguro, estarán encolumnados junto a la mención de los derechos económicos, sociales y culturales (empleo, condiciones dignas de empleo, vivienda, salud, educación, alimento, jubilación, esparcimiento). Y si se ha detenido a reflexionar, seriamente, frente a los derechos civiles y políticos, también habrá unos cuantos NO.
No me equivoco, seguramente, si la razón de tantos NO es: “...porque me falta plata...”.
¿Entonces, los derechos humanos, son mercancías?
¿Hacía falta, acaso, poner en textos sacrales a los derechos humanos, para terminar con que sólo se los puede tener si se tiene capacidad patrimonial?
¿Dicen, acaso, los preámbulos –solemnes– de las declaraciones y tratados de derechos humanos, que los mismos son posibles, están a su alcance si, y sólo si, tiene la mercancía “dinero”?
No. Los textos de derechos humanos no dicen que se necesita capacidad económica para ser titular de estos derechos.
¿Están mal redactados?
¿Nos engañaron?
¿Cuál es la trampa?

5 Comprobaciones elementales:
5.1: No están mal redactados; y tal vez no quisieron engañar a nadie, ni sabían que tendían una trampa a la inteligencia.
5.2: Cada uno, ser humano o pueblo, es titular jurídico de esos derechos, porque todos los enunciados sobre derechos humanos emplean los cuantificadores universales “todos”, “para todos”, o su forma negativa “nadie”, “ninguno”.
5.3: Evidentemente, no basta con ser titular jurídico para ser titular real, efectivo, de esos derechos. 5.4: Tampoco sirve pensar que esos derechos le están permitidos a cada uno; sino que es indispensable que estén en la capacidad efectiva de cada uno.

6 Propuestas efectivas, alternativas:
6.1: Dicen los teóricos, tan abiertos como brutales, del modelo neoliberal (F. Fukuyama, por ejemplo): “...despojémonos de los derechos que comporten un gasto, porque ni las empresas ni los Estados se encuentran en condiciones de sufragarlos...además, para qué mantener la competencia si el socialismo está muerto...”.
6.2: Dicen los teóricos, hipócritas e igualmente brutales, del modelo neoliberal (espacio a llenar con cuanto político y/o economista ande suelto de cuerpo por el bipartidismo gobernante): “...déjenlos a esos derechos; mejor que se piense que se tienen...de negarlos se encarga la realidad...”.
6.3: Decimos nosotros: “...hay que realizar esos derechos que se vienen proclamando desde la Declaración Universal, hace más de 50 años, porque en ellos está la dignidad de la condición humana...”.
Asígnese el lector a la alternativa que concite su preferencia. Si eligió 6.3, puede valer la pena y justificar su tiempo que siga leyendo este ensayo.

7 Barriendo obstáculos epistemológicos:
Por “obstáculo epistemológico” entendemos una deformación en la metodología de la investigación científica que, centralmente, consiste en reducir a las nociones e institutos ya conocidos todo lo nuevo que surge de la experiencia y evolución social.
Si en algún campo del saber se evidencia hasta groseramente esta deformación de la construcción científica, ese campo es el de la denominada ciencia del derecho, o saber jurídico. No hay cientista -creemos– más tentado a creer que cuanto más antiguo es un instituto o una relación, mejor para ese instituto o relación social. Dicho de otra forma, que nada nuevo se ha creado tras el derecho romano.
Cuando aparece alguna relación nueva, la primera reacción del jurista es la de “reducir” la figura emergente a una noción ya conocida. Si no encaja, se recorta “lo que sobra” del nuevo instituto, hasta que su contorno coincida con alguna noción antigua; si aún tras el recorte persisten diferencias entre lo nuevo y lo conocido, o viejo, entonces al nombre del instituto, conocido, se le acopla la expresión sui generis, que no significa mucho –suerte de cajón de sastre de la semántica– que sirve para alertar que la definición del nuevo instituto cojea levemente.
En cuántos fallos, particularmente de nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación, gusta decirse: “...esta Corte tiene dicho, desde antiguo...”, y sigue el dislate del caso.
Pensemos –con humor– en un hombre que padeciendo de gangrena en una de sus piernas es llevado al quirófano por el cirujano, quien arremangado y con una botella de whisky en su mano le expresa al alarmado paciente: “...vamos a operarlo conforme una antigua técnica; así que ahora se va a tomar dos buenos vasitos de este excelente whisky, mientas lo amarramos a la camilla, le pongo un taco de goma entre los dientes y con este lindo serrucho ponemos fin a su sufrimiento... y a su pierna...”.
De allí que al emerger la noción de derechos humanos, la postura mayoritaria entre los juristas ha sido la de asimilarlos, prontamente, a los derechos subjetivos. Como la figura emergente se da un poco de patadas con la de derechos subjetivos, algunos optan por el agregado del sui generis. Otros, entre los que nos incluimos, buscamos, inversamente, descubrir y describir las diferencias entre los derechos subjetivos, clásicos, y la emergencia de la noción de derechos humanos, sabiendo –opresuponiendo– que al reducirlos a la noción de derechos subjetivos, se “mata” los derechos humanos.
Claro que este reconocimiento de las diferencias estructurales entre uno y otro tipo de derechos apareja otras secuelas; tal vez la más importante sea que pretender una estructura apta para el crecimiento y desarrollo de los derechos humanos en una estructura prevista y pensada a la medida de los derechos subjetivos, termina por fagocitarse a los derechos humanos, dejándolos como estructuras desvertebradas, puramente nominales.
Veamos, por tanto, esos rasgos diferenciales de ambas estructuras jurídicas:
Derechos Subjetivos: intereses individuales jurídicamente protegidos.
Derechos Humanos: necesidades humanas socialmente objetivadas.
Tal vez estas semblanzas no le aporten mucho al lector. Sugerimos el ejercicio de pensar las diferencias entre una necesidad –por ejemplo, el alimento– y un derecho subjetivo –por ejemplo un yate lujoso–. Examinemos las posibles diferencias de estos sustratos materiales, alimentos y yate lujoso.
La necesidad del alimento es un universal “para todos”, o “todos”; el interés es sólo eso, la expresión de lo que satisface a uno.
La necesidad no puede dejar de ser satisfecha; se va la vida en ello; el interés vale para uno, y sólo uno le atribuye la medida de su importancia; por supuesto, en la vida personal de cada quien.
Pero si el lujoso yate o el indispensable alimento sólo pueden tenerse en función del intercambio, como mercancías, las diferencias empiezan a difuminarse, son cuantitativas y no cualitativas. Podría sostenerse que lo que diferencia a una y otra mercancía es la cantidad necesaria de dinero para poseerlas.
Sugerimos, por tanto, que debe haber mecanismos distributivos y redistributivos de la riqueza, en la estructura social, que acumulen recursos a favor de posibilitar el acceso de los desposeídos a la satisfacción de aquellos derechos considerados humanos porque vienen presupuestos en el cuño del universal; esto es, para todos.
Como todo derecho, los denominados humanos deben ser exigibles. Aquello que no puede ser exigido, no es un derecho. Y derecho es aquello que generalmente se realiza; lo que nunca puede ser realizado no puede presentarse como el contenido de un derecho.
Pero debemos poner de relieve una sustantiva diferencia entre la exigibilidad de los derechos subjetivos y la de los derechos humanos. Para los derechos subjetivos el orden jurídico provee de acciones que compelan al deudor a dar, hacer o dejar de hacer lo que le es debido al acreedor. Esto es, que el acreedor es un sujeto titular de derechos que frente a una arbitraria turbación de lo suyo, puede poner en marcha un mecanismo jurisdiccional de reclamo para que cese la turbación de lo “suyo”. Inversamente, en el caso de los derechos humanos, el tramo más importante es el del “acceso” al derecho; esto es, poder reclamar el ser puesto en la posesión efectiva del derecho reconocido en la norma jurídica. La tutela jurisdiccional de los derechos humanos se completa mediante los mecanismos que reponen el goce del derecho o hacen cesar la arbitraria turbación del mismo. Repetimos: primero, asegurar el acceso; recién luego, asegurar que ese acceso y permanencia en el ejercicio efectivo de los derechos humanos no sea turbado por un acto u omisión, de la autoridad o de particulares.
Ahora bien, cómo se accede a los derechos humanos. Volvemos a remarcar que el “acceso” al derecho es el tramo más importante de una política de derechos humanos.
El acceso al derecho comporta, esencialmente, el poner en conexión la necesidad con la satisfacción social de esa necesidad. No es, por ello, un mecanismo eminentemente jurisdiccional, pero debe contar, en todos loscasos, con una garantía judicial de su efectividad en el supuesto que algo obste a esa realización.
Si los derechos humanos no son mercancías –y bregamos por profundizar esta distinción–, la estructura social debe proveer de mecanismos que pongan en conexión la necesidad –sustrato material que subyace a cada derecho humano–, con la satisfacción social de esa necesidad.
Es decir, que el acceso no sólo que tiene que estar formulado en la norma de derecho, sino que la estructura institucional debe indicar los mecanismos –las teclas que deben pulsarse–, para que dicho acceso se produzca, efectivamente, en el mundo material y cotidiano que es donde se padecen las necesidades.
Y aquí está el gran problema: ¿quién es el responsable de proveer ese acceso para quienes carecen de los recursos económicos para tener el derecho reconocido en la norma jurídica “para todos”?
No debe haber vacilaciones en la respuesta a este crucial interrogante: el responsable es el Estado (local, provincial, nacional e internacional).
Y a la pregunta, que muchos cientistas “anclados” en la noción de derecho subjetivo pueden formular: ¿y por qué el Estado está obligado a proveer el acceso?, la respuesta, también sin vacilaciones, es: porque al reconocerse derechos humanos en la normativa del Estado, sea por la Constitución, las leyes o tratados internacionales, el Estado adquiere una obligación de resultado; esto es, que el derecho reconocido en la norma es exigible por todo aquel que se encuentre efectivamente desposeído y deba acceder al derecho reconocido.
Esta no es una formulación personal nuestra, aun cuando la compartamos plenamente y creamos haber aportado a su formulación a través de desarrollos sobre la antijuridicidad objetiva que comporta la desposesión de los derechos humanos reconocidos por el Estado. Quien tenga interés en profundizar sobre esta obligación de resultado y la antijuridicidad objetiva de la desposesión de los derechos, puede consultar por Internet, a través de algún buscador, y empleando los nombres de sus autores. En primer lugar, por supuesto, el de Asbjorn Eide, tal vez el experto en derechos humanos de mayor renombre mundial, más luego, por Eduardo Barcesat.
Desde luego, estas formulaciones teóricas que apuntan a conocer y fortalecer la noción de derechos humanos tropiezan con muchos adversarios, favorecedores del mantenimiento del statu quo; es decir, de la prevalecencia del sistema de los derechos subjetivos sobre la nueva noción de derechos humanos.
La exigencia es clara: debe proveerse de un modelo político institucional que habilite la realización de los derechos humanos, y no que sea un obstáculo, estructural y epistemológico, para su realización.
Por tanto, creyendo –buenamente– haber aportado a la necesaria distinción entre derechos subjetivos y derechos humanos, como también el acreditar que el modelo dominante es el de los derechos subjetivos, y de allí la enorme dificultad en realizarlos, empezaremos la extensa nómina de derechos humanos incorporados a nuestro acervo normativo, examinaremos los requisitos de una estructura político-institucional adecuada para el acceso al derecho de los desposeídos.

8 El Reino de este mundo (dicho sea con licencia de don Alejo Carpentier):
Para una política de derechos humanos, hay que invertir en ello, hay que ponerle “mangos”, para decirlo claramente.
No se puede hablar seriamente de derechos humanos, sin asumir lo que refiere a la inversión, al gasto social que implica la realización de esos derechos. Ponerlos en una norma de derecho es prácticamente gratuito, norequiere mayores erogaciones, pero llevar ese derecho a la realidad de la vida material, para todos, eso sí comporta un gasto, una inversión.
Por tanto, los derechos humanos deben ser expresados y reconocidos como tales en las leyes que denominaremos “estomacales”, como lo es la del presupuesto de la Nación.
Tendrá que competir, la política de derechos humanos, contra otros gastos. Nombramos los más importantes: gasto de la deuda pública y, bastante más distante en su cuantía, gasto del aparato burocrático del Estado.
Hay que ejercer opciones.
¿Vale más la vida de un niño desnutrido que “honrar la deuda”?
¿Vale más la salud de la población que “honrar la deuda”?
¿Vale más la educación pública y gratuita, que “honrar la deuda”?
¿Vale más la provisión de empleo y condiciones dignas de trabajo que “honrar la deuda”?
Podríamos proseguir con estos interrogantes donde se contraponen los principales derechos a la frase más estúpida que ha acuñado la política argentina en este último tiempo.
De modo que hablar de derechos humanos, aquí y ahora, comporta necesariamente hablar de la deuda.
Al que diga que hablar de la deuda es “mezclar los derechos humanos con la política”, lo desafiamos a que nos acredite cómo puede hablarse seriamente de derechos humanos, sin incorporar las erogaciones que requiere una política de derechos humanos.
En otros ensayos y elaboraciones hemos abordado el tema del imprescindible control de validez de la denominada deuda externa argentina (también aquí remito a Internet a quien desee ampliar el examen del tema).
Respondemos, nuevamente, a la pregunta que muchos nos han formulado sobre porqué hablar de control de validez de la deuda externa, en lugar de propiciar, directamente, su no pago.
Decimos: porque primero queremos que se establezca quién es, realmente, el deudor, y quién, realmente, el acreedor. Porque queremos que se investigue cuánto remesan al exterior, bajo la forma de pagos por transferencia de tecnología (royalties, patentes, know how, etc.), las empresas radicadas en la Argentina, a sus casas matrices en los países centrales. Y porque es indispensable que el principio liminar hoy receptado en el art. 36 de la C.N. –ya que compró un ejemplar de la C.N. le recomiendo, vivamente, leer esa cláusula– impone de una vez por todas que quienes hayan contratado con usurpantes del poder político sepan que ninguna acción tienen en el derecho, porque quien contrata con un ladrón, con un asaltante del poder, a conciencia de que se trata de un ladrón, incurre en un acto nulo de nulidad absoluta e insanable y que no obliga -el acto concertado con el ladrón– al Estado de Derecho basado en la supremacía y observancia del texto constitucional.
Esto es, que a los presuntos acreedores no sólo hay que enterrarles el pretendido crédito, sino también la petulancia de sentirse o creerse acreedores.
No sólo que la denominada deuda externa carece de legitimidad alguna, porque sus actos no fueron concertados, como establece nuestra Constitución Nacional, por el Congreso de la Nación, sino que en términos de intercambio económico, es seguro que hemos remesado por cada dólar recibido en calidad de empréstito, en un año, de dos a tres dólares en calidad de pagos por transferencias de tecnologías.
Aunque no sea un personaje digno de ser citado, debe recordarse que el “teórico” que mejor expuso el tema ha sido el actual embajador de EE.UU., James Walsh, al sostener que podemos atrasarnos o incumplir parcialmente con los pagos de la deuda, pero no aprobar la ley de patentes que EE.UU. pretende, eso es “causal de guerra”. Repugna hoy día, cuando los políticos del sistema hablan de “renegociación consensuada” de la deuda, o de “reprogramar” los pagos.
Todas esas formulaciones comportan el reconocimiento de la legitimidad de la deuda. De una deuda pública que, como pretendemos que se determine, ha sido contraída mayoritariamente por un usurpante del poder político, un ladrón. Tirar para adelante las obligaciones ilegítimas no resuelve ni conjura el problema económico e, inversamente, constituye una suerte de barniz de legitimidad respecto de la deuda.
Y a los juristas, pobres de argumentos, que sostienen que la aprobación de los pagos de la deuda, efectuados a través de cada ejercicio presupuestario, comportan sanear el posible vicio de carencia de legitimidad de la deuda, nuestra respuesta es meterles la cabeza dentro del art. 36 de la C.N., a fin que adviertan que se trata de una nulidad absoluta e insanable, por lo que aún siendo –estos juristas y políticos– arquetipos gerenciales de los intereses de las empresas monopolistas trasnacionales, y de los centros y organizaciones financieras internacionales, su “servicio” a los intereses de los poderosos de poco habrá valido para mejorar la total carencia de validez de la pútrida deuda externa.
Por tanto, que abordar el control de validez de la denominada deuda externa es una exigencia ineludible para una política de derechos humanos.
Pero no alcanza con ello. Es menester, cuanto menos, abordar otras dos variables institucionales: la de la dependencia tecnológica y la de la política fiscal.
No puede admitirse que las filiales locales de empresas trasnacionales giren sus utilidades a las casas centrales disfrazadas bajo la forma de pagos por transferencia de tecnología. Esas utilidades deben reinvertirse en el país donde se desarrolla la producción, y deben tributar, previamente, como beneficio que son.
Seguramente que una modificación de esta naturaleza comportará un necesario desarrollo científico y tecnológico propio de los argentinos, revirtiendo el estancamiento y desjerarquización del conocimiento en que estamos inmersos. Enhorabuena.
El tercer requisito de modificación del sistema es el de la política tributaria. Deben gravarse la riqueza y el consumo suntuario, no el consumo común, de bienes y servicios indispensables.
Una política fiscal sensata es aquella que obtiene, entre un sesenta y un ochenta por ciento de la recaudación, de los gravámenes a la riqueza, y que recauda sólo entre un veinte y un cuarenta por ciento de gravar los consumos.
Ahora bien, tras esta copernicana reforma para generar un modelo institucional apto para la política de derechos humanos, se genera el interrogante sobre quién y cómo administra estos recursos a modo que, efectivamente, cumplan con la finalidad de proveer el acceso a los derechos humanos de los desposeídos.
Evidentemente estamos en una situación muy desventajosa para garantizar que el aparato burocrático del Estado que conocemos, sea la estructura apta para la redistribución de los recursos obtenidos mediante las reformas apuntadas.
No es la solución –creemos– apostrofar y denostar toda forma de Estado. Por el contrario, se trata de una de las instituciones y de las buenas palabras de la política que hay que recuperar.
Pareciera que no existe mejor reforma que la de democratizar el Estado, hacerlo más horizontal y participativo, achicar las distancias entre sociedad civil y aparato de Estado; generar articulaciones que enlacen, con efectividad, el ejercicio y el control de ejercicio de las funciones estatales. Por tanto, que en la distribución de los recursos generados por las reformas, debe mediar una gestión y control de gestión difusos, plurales, con participación igual de todos los sectores interesados y la renovación periódica de autoridades.
Debe extenderse el aparato del Estado en cargos de mayor cercanía con la sociedad civil y sus organismos representativos. El ciudadano debe conocer el rostro y la biografía de cada autoridad. Acrecentar el sentido de igualdad entre gobernantes y gobernados; igualar las condiciones de existencia social entre unos y otros. Funcionarios que se desplazan en alargadas berlinas de vidrios polarizados y tal vez blindadas, generan irritantes desigualdades frente a los “de a pie”.
Todo este actual “circo” de achicar los gastos de la política es absolutamente inútil, tanto por su insignificancia económica, como por concentrar aún más, en pocas manos, las decisiones institucionales y la administración de los recursos. Hace más distante y vertical al poder. No es exagerado decir que se reintroducen estructuras y vivencias propias a las dictaduras militares.
La expuesta no es una descalificación infundada o gratuita. Debe señalarse sobre el peligro de la concentración de poder en pocas manos. Además de ejercerse abusivamente las facultades hiperpresidencialistas, tal como lo previnimos en la Convención Nacional Constituyente cuando se debatieron los letales acuerdos del Pacto de Olivos, ahora ya no sólo que el Poder Ejecutivo ha avasallado y anulado al Poder Legislativo, mediante la ley de concesión de facultades extraordinarias, sino que el avasallamiento llega al mismo Poder Judicial, pretendiendo prohibirle los juicios contra el Estado a consecuencia de la ley de “déficit cero”.
Legisla el ejecutivo y pretende, en más, establecer que el Estado sea injusticiable y, por supuesto, incobrable. De aquí a una monarquía autocrática queda muy poco por transitar. Y además, no parece que enfrentemos una monarquía ilustrada, sino una recreación de Ubu Rey o Desde el jardín.
Otra secuela tremenda de esta degradación institucional es que los partidos y agrupaciones políticas reproducen en su interior esta misma verticalización y concentración de poder. No son estructuras horizontales de debate y participación constructiva, sino templos del poder donde se reverencia y construye la política en torno a una figura hegemónica; estructuras monoteístas donde la creencia reemplaza al saber y la “iluminación” del líder, carismático o pretendidamente carismático, desplaza la construcción democrática del saber político. No es un dato menor que la vida interna de los partidos y agrupaciones políticas es una anticipación de lo que harán al llegar al poder.
La conclusión que se deriva de este ensayo es que el modelo vigente y su estructura político-institucional son un obstáculo, tanto estructural como epistemológico, para la realización de la política de derechos humanos.
Y, por supuesto, que los integrantes de partidos y agrupaciones políticas portadoras del modelo, son absolutamente inútiles para la efectividad de los derechos humanos.
Hay que removerlos, superarlos.

* Profesor Titular de Teoría General y de Filosofía del Derecho; de Derechos Humanos y Garantías Constitucionales, Facultad de Derecho, UBA. Docente de la Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo.

Estando en prensa este ensayo ocurrieron los hechos del 11-09-01. Aportamos nuestra opinión mediante un trabajo que circuló por la red de Derechos Humanos en Internet. ([email protected])
¿Crimen? ¿Acto de guerra?
¿Qué se hace?
El hecho del 11 de setiembre de 2001 –y utilizo la expresión “hecho” para no inducir postura alguna desde el inicio de este ensayo–, convoca a múltiples abordajes, primero para intentar su categorización; luego, para examinar cuál es la respuesta debida. Este ensayo se inscribe en el propósito de aportar a un abordaje jurídico del mismo. De allí los tres interrogantes que encabezan este trabajo.
Entiendo que se lo debe nominar como crimen de lesa humanidad, como genocidio, ya que satisface todos los requisitos de la figura. En efecto, se trata de la eliminación de un grupo como tal, bastando la sola decisión del agresor para definir cómo se procederá a ese aniquilamiento, fundado en razones raciales, étnicas, religiosas, políticas, o de cualquier otra índole, como bien establecía la primera Declaración Solemne de la Asamblea de la ONU al condenar el crimen del genocidio.
¿Un crimen puede ser un acto de guerra? Entiendo que para que un crimen pueda categorizarse como acto de guerra, cualesquiera sea la dimensión del daño inferido, el acto de agresión debe partir de una autoridad estatal. Esto es, que aun cuando el crimen sea de una dimensión y cuantía dañosa que supere posibles actos de guerra, la inexistencia de un Estado responsable, por haber dispuesto dicho acto de agresión impide considerar al mismo como acto de guerra, con o sin declaración formal de guerra.
Estas consideraciones son determinantes al momento de definir cómo se actuará frente al crimen.
Va de suyo que la persecución debe ser legal, ante un estrado judicial, encabezada por un órgano jurisdiccional con competencia internacional y con imperio para hacer cumplir sus decisiones. Esto, que resulta tan obvio, sin embargo, no aparece en las noticias sobre cómo se operará en la investigación y debida sanción legal de los responsables, intelectuales y materiales, de un acto atroz y aberrante, crimen de lesa humanidad, y por tanto insusceptible de beneficios como la prescripción de la acción penal, la amnistía, el indulto, o el asilo político de sus responsables.
Como bien se ha señalado en reciente declaración del CELS, el Tribunal Penal Internacional de La Haya resultaría el órgano jurisdiccional internacional con competencia arquetípica para desarrollar la investigación, disponer las capturas y efectivizarlas con la colaboración de los poderes de policía locales, sometiendo al debido enjuiciamiento y castigo a autores y partícipes penalmente responsables.
Pero se da la situación, por todos conocida, que EE.UU. no ha ratificado la Convención Internacional de Roma que da nacimiento al órgano jurisdiccional penal internacional, porque –como siempre– se siente por sobre todo otro poder.
Aún así, podría pensarse que una autoridad jurisdiccional interna a los EE.UU. tendría competencia para promover el proceso de conocimiento y decisión contra los autores responsables, toda vez que el crimen ha producido efectos en territorio de los Estados Unidos. Nuevamente, que sepamos o se nos informe, no existe autoridad jurisdiccional de ese país con intervención y conducción de la debida investigación y sanción legal.
Inversamente, el Congreso de la Nación de EE.UU. procede como si se tratare de un caso de guerra, otorgando facultades militares y poderes decisorios extraordinarios a favor del presidente de la Nación, con lo que se saca el tema de su contexto normativo propio.
Ahora se trata, entonces, de una represalia, un regreso al preterido modelo de la denominada responsabilidad objetiva; esto es, que basta ser, o ser considerado miembro de un grupo, por cualesquier razón, sea religiosa, étnica, racial, nacional o política, para que ese sólo signo de pertenencia al grupo, represor o represaliado, habilite a ejercer nuevos actos de fuerza, de unos contra otros, o de todos contra todos. En definitiva, un inadmisible descenso de la conciencia jurídica universal, lo que es decir de la civilización.

Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
Rectora: Hebe de Bonafini
Director Académico: Vicente Zito Lema

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