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Jueves 25 de Enero de 2001

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MARTA DILLON

El otro día vi en el diario un recordatorio sobre el primer aniversario de la muerte de una Madre de Plaza de Mayo. Me sorprendió que para mencionar este hecho –su fallecimiento– se usara una palabra que en la historia de nuestro país –y mucho más en este caso– tiene un peso específico. “Su desaparición física”, decía el aviso, tal vez para dar cuenta que esta persona “sigue viva en la memoria”. No dudo que sea así, pero me llama la atención la dificultad para nombrar a la muerte, como si eso no fuera algo que nos sucede a todos y a veces de las formas más banales e inesperadas posibles. Me resisto a pensar en “los argentinos”, como si existiera una identidad tan sólida capaz de nombrarnos como grupo, pero sin llegar a tanto me animo a decir que este país tiene serias dificultades en relación con sus muertos. Cadáveres extraviados, expatriados, mutilados, enterrados de pie, cadáveres en el río, cadáveres desaparecidos. Esos son los ritos de la muerte que acompañan nuestra historia y que están diciendo algo con su silencio, incluso con su ausencia. ¿Se tratará de una forma más del olvido? ¿O el recorte necesario para contar una historia que borra o distorsiona los rastros? Sin embargo, recordar a los muertos parece siempre un acto solemne en donde no cabe la alegría. Incluso parece de mal agüero recordar que todos y cada uno de nosotros vamos a morir, nadie quiere asomarse a esa posibilidad, como si la muerte fuera algo que le sucede a otros y deseamos que cuando llegue sea rápido y sin notarlo, como un arrebato para el que nunca, nadie, puede estar preparado. Los que estamos vivos alguna vez moriremos, no es una gran afirmación, se cae de maduro, también hay quien desea la muerte o quien no quiere prolongar la vida porque entiende que esa categoría es algo más que cumplir con las funciones vitales. Pero nos parece aberrante que alguien quiera morir o que alguien esté dispuesto a entregar su vida por alguna razón más que la de sólo respirar y durar. Cuando empezaron a morir las primeras personas que enfermaron de sida, para mí trajeron un saber nuevo que tenía que ver con ciertos ritos que rodearon esas muertes. Cierta frivolidad en sus últimos actos –chicos que pedían un maquillaje especial para el cajón, que ordenaban qué adornos querían para el velorio, comentarios de salón para sus últimos días, alabanzas extremas para las cosas pequeñas como la comida rica, los juguetes o la ropa– hacía más digerible la despedida, nos llenaba de asombro la falta de solemnidad, la forma en que podían desprenderse de todo menos de ellos mismos, hasta el final. Estaban diciendo, para mí, que la muerte no es más que el último paso, que las últimas palabras no dicen más sólo por ser eso, las últimas, y que no hay muertes heroicas sino vidas heroicas o vidas que valen la pena ser vividas. Aunque sea porque son la propia y porque se la navegó hasta el final con ánimo de expedicionario. Sin duda extraño a aquellos que no están, pero todos mis amores, mis amigos, mis afectos me habitan con la misma fuerza, vivos o muertos.

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