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Jueves 1 de Noviembre de 2001

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convivir con virus

Siempre que nos juntamos, hablamos de amor. O de sexo, que no es lo mismo, pero que acerca la ilusión de ser bella para otros ojos, y de detener el tiempo y sus circunstancias y de inventar promesas que nadie hizo. ¿Cómo evitarlo? Seguramente antes o después nos sentimos reinas de la noche, desplegando plumas y arneses como migajas para guiar a los peregrinos a la fuente de nuestros favores. Nos hemos desnudado en el extranjero, hemos dado albergue a los exiliados de todo deseo, bulímicas devoradoras de la insatisfacción permanente, amordazamos el dolor de cada día mezclando nuestras piernas con otras. Y ahora nos miramos con una complicidad tejida de nostalgia como viejas arañas que recorren su red reconociendo las trazas que dejaron caminos conocidos. No hay ningún arrepentimiento en esta historia compartida de guerreras heridas, en cambio sí un resto de excitación por las aventuras que faltan. A pesar de los cuerpos marcados por el descuido, por la soberbia, por la ansiedad, por el miedo de perder esas miradas que creíamos nuestro mayor valor. Nos juntamos y hablamos de amor porque el amor es una presa esquiva para los cazadores. Porque tememos más que a nada seguir perdiendo seguridades que es imposible retener porque no eran seguridades, porque los cuerpos cambian irremediablemente con el tiempo, con la medicación, con los excesos. Porque desnudarse ahora es enfrentarse, más tarde o más temprano, al miedo en otros ojos, en esos ojos que una desea como escultores de una ilusión tan antigua como, justamente, el amor. Siempre llevo la voz del optimismo en nuestras conversaciones, siempre creo que es posible y se lo digo, tal vez porque me he convertido en domadora de mis propias ansiedades. He conocido tantos rechazos como personas dispuestas a salvarme. Y seguramente porque ese amor esquivo que se enreda en la dificultad de los preservativos, el pánico, lo que se dice y lo que no se dice, el momento justo para las confesiones, la mirada de los otros, los amigos, la familia, la incertidumbre de los proyectos, el amor me toca con su estilete. ¿Habrá sido porque dejé de buscarlo? No es verdad, el amor no se busca, ni antes ni ahora. No es magia tampoco. En todo caso ese resto de audacia que desprecia las amenazas del dolor posible, ese ánimo de aventura que encuentra su mayor desafío en hacerse un ovillo en su costado, respirar su olor, vibrar su latido. Y también alguna percepción forjada en la experiencia que se pierde en la boca de quien no teme decir lo que siente. ¿Y el miedo? El miedo sí, es una larva en sus ojos y en los míos, que se desvanece cuando hacemos cucharita, mientras el sueño cae sobre nosotros con la promesa de lo que todavía no conocemos.

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