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Jueves 27 de Diciembre de 2001

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Hace exactamente una semana la Plaza de Mayo nos ardía en el cuerpo. Y cuatro o cinco días después asistimos a un rebrote de optimismo que para mí es tan difícil de digerir como una piedra. ¿De qué se ríe el nuevo presidente? ¿Cómo puede ser que por la radio se repita un optimismo vacuo que se hable de la decisión y la capacidad de acción de este nuevo Poder Ejecutivo? Me dolieron en el cuerpo la marcha peronista cantada en la casa rosada, las Madres de Plaza de Mayo hablando de la esperanza que trae la nueva gestión, los mensajes optimistas de los oyentes de radio, el borrón y cuenta nueva que se hizo en el país sobre los cadáveres de los pibes que quedaron tendidos en el centro de la ciudad o en el interior del país o en el medio de una refriega entre vecinos y comerciantes que ya ni saben qué carajo defienden. La verdad, no tengo nada que festejar. No soporto los relatos épicos sobre la batalla de Plaza de Mayo ni sobre el famoso cacerolazo que parece haber sacado de la cama a una clase media más movilizada por la imposibilidad de guardar su dinero bajo el colchón que por el hambre que padecen sus propias empleadas domésticas, por poner un ejemplo cercano. Sí, entiendo la decisión de la gente de no entregar la Plaza a la represión, de insistir en volver una y otra vez a pesar de los palos y las balas. Pero no me parece heroico poner el cuerpo de esa manera, como si lo que se estuviera defendiendo fuera la posibilidad de un cambio real, la propia libertad o alguna cosa que realmente nos haga dignos. Sé que me gano la antipatía de muchos, pero ese día eterno me llenó de impotencia. ¿Todo para que el justicialismo festeje como un triunfo propio haberse apropiado del poder? Sé que me gano la antipatía de muchos por no dejarme convencer por el heroísmo de los jóvenes que avanzaron sobre la policía, pero la verdad me pareció al pedo. Es cierto que entonces no se pensaba en resultados y que la protesta no fue organizada y entonces nadie tenía demasiado claro por qué estaba ahí más que para decir basta, dejen de hacer con nosotros lo que quieren. Pero lejos de parecerme ventajas, me parecen errores dramáticos si hay que revisarlos sobre cadáveres. Es verdad también que después de los hechos de la semana pasada la gente, el pueblo, tiene la oportunidad de apropiarse de un poder que se puso de manifiesto volteando un gobierno. Pero ese poder no se puede dejar livianamente en una banda de tipos que creen que pueden festejar impunemente como si hubieran ganado algo mientras la gente, el pueblo, se sigue desangrando, se sigue muriendo de hambre. Nada que decir del año nuevo, me duelen los heridos, los muertos, los presos, los saqueos, la miseria, ese miedo sordo de quienes ven en el vecino a un saqueador y se calzan viejas armas en la cintura para defender sus pocas cosas. Me duele esta sensación de no entender nada, me duele la alegría de algunos por una protesta “sin banderías políticas” como si eso legitimara salir a la calle. Me duele también el fin de la política, el desprecio por los pocos acuerdos que forman eso que se da en llamar contrato social y que hace rato que no existe. Puede ser que me esté poniendo vieja y tenga un pensamiento legalista, que se vean los pelos de gorila entre estas líneas, pero estoy harta de contar muertos que mueren en vano y de asistir a las ansias fascistas de esta sociedad que parece estar tranquila sólo cuando tiene un papi autoritario que la cuide.

marta dillon
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