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Hitos Vittorio Gassman por Vittorio Gassman

Esa indecencia
de envejecer

A siete meses de la muerte de Vittorio Gassman, Mondadori publica en castellano Memorias del sótano, una suerte de “novela construida con pedazos de realidad”, editada originalmente en Italia en 1990. A diferencia de su autobiografía, Un gran porvenir a la espalda, Gassman instala aquí a su alter ego (Vincenzo o V) en una suerte de refugio uterino desde donde desgrana cáusticas reflexiones a modo de catarsis de la depresión que tiñó sus últimos años y transformó su risa en una mueca.

Por Vittorio Gassman

No es una novela”, sentenció Sampiero. Maniobró con una llavecita unida a un manojo enorme, para abrir un mueble en lo alto de la pared y sacar de él un voluminoso manuscrito. Lo cerró de nuevo antes de sentarse en el escritorio y repetir: “No es una novela”. Para mí, sí, dijo V. Inacabada, desordenada, heterogénea, pero lo es. ¿Qué, si no? No la habrás tomado por una biografía. “Ni siquiera te has preocupado de esconder las analogías. Al protagonista lo has llamado Vicenzo, con tu misma inicial; le has dado cuatro hijos, como tú, tu mismo oficio”. Yo no soy un editor, ni un escritor profesional, dijo V. “El resultado es desconcertante. No podemos imprimir esta cosa como una novela: acaso es un puzzle, en el que has mezclado piezas auténticas y piezas falsas. La prueba es el desorden formal, el uso caótico de cosas escritas en distintas épocas, diálogos, guiones, poemas. ¿Qué aporta esto, para qué te sirve sino para hacer más difícil la lectura? ¿Quieres que te devuelva el material y así puedes pensar un arreglo diferente?”. El editor abrió una pequeña vitrina detrás de la cual se alineaban botellas y vasos. Bebieron un martini en silencio. Luego V se despidió con el último comentario: ¿Sabes por qué no he escrito un libro autobiográfico? Simplemente porque una verdadera autobiografía es imposible. Rescatamos fragmentos de memorias que aparentemente se conectan con algún aspecto de nuestra vida; luego los mezclamos con asociaciones mentales libres: y ya en ese momento, la ficción prevalece y lo despersonaliza todo. Es inútil que me lleve otra vez esos folios: Vincenzo es para mí un desconocido, no quiero tener nada más que ver con él. Hazlo desaparecer tú o déjalo en manos de su destino.

EL LABERINTO DE LA SOLEDAD
Vivía solo desde hacía dos meses; y su visión del mundo se había fragmentado en trozos. Partes enteras de una jornada se borroneaban en un bolo de gestos casuales, puros actos vegetativos que no dejaban huella en la memoria o en el intelecto. Así se difuminaba la frontera entre lo que hacía y lo que solamente había pensado hacer.
Arreglados –con cierta liberalidad– los compromisos financieros con la familia, y salvo frecuentes controles (frenéticas visitas, interminables llamadas a mujer e hijos), vivía la vida de un jubilado, comiendo en una trattoria con la que había estipulado una especie de acuerdo. Aparte del alojamiento y las comidas, había operado una drástica contracción de sus necesidades: alternaba no más de dos trajes por estación, conducía una vieja camioneta y sólo raramente iba al cine para dormirse en la última sesión.
Trabajaba, más que en su despacho, en algunos bares con salita interna, sorbiendo jugos de fruta mientras los ruidos amortiguados le facilitaban aquel poco de concentración al que aspiraba. En su habitación había instaurado un orden casi monacal, eliminando el televisor y cualquier objeto, amontonando contra la pared los pocos periódicos que constituían su residual contacto con el mundo.
Veía a pocos amigos, con más frecuencia a Aroldo y a Luca. A éste lo iba a ver a su despacho, encadenando fatuidades hasta que el amigo le hacía evidente que tenía que dedicarse al trabajo. Con Aroldo se encontraba en la pensión o en el café; hilvanaban conversaciones basadas en el interrogatorio recíproco: en la práctica, se psicoanalizaban mutuamente -sin resultados aparentes– o divagaban con ánimo cómplice sobre las maneras de evitar la realidad, encerrándose en cubiles mentales cada vez más desnudos e indoloros.

VERDE ES EL ARBOL DE ORO DE LA VIDA
Vincenzo apretó el encendedor del auto, canturreó dos frases del Esultate y encendió el cigarro que chisporroteó, dejando como siempre un residuo de tabaco medio quemado en el metal candente. Sacudió el encendedor en el volante liberando un abanico de chispas que salpicaron la alfombrilla, el tapizado, la camisa; dio un suspiro hondo y miserablemente calculado, que de alguna manera se ajustaba al ritmo del aria verdiana. “¿Qué le cuento hoy?”. Faltaban siete minutos, respetaría la puntualidad hasta el último segundo: con el analista es importante. Le volvió a la mente el consejo del terapeuta: Procure estar en contacto con la vegetación, apoyar la cabeza en un árbol relaja y repone energías. Espió entonces a su alrededor: el tráfico era escaso a esas horas; una hilerita de árboles bordeaba la avenida, a lo largo de un espacio verde a pocos metros de distancia. Bajó casi en cuatro patas, dejando la puerta del coche abierta, y se acurrucó al pie de un tronco de espaldas a la ruta.
“¿Qué le cuento?”. Se avergonzaba de no haber soñado, le pesaba como una deuda pendiente: eso era el análisis, una máquina de fabricar remordimientos. “Podría inventarme uno”. Se rió en voz alta, un gorgoteo áspero, pero modulado que parafraseaba la textura de los agudos finales de Otelo. Resistió la tentación de programar la conversación inminente; muchas veces el analista le había advertido que tenía que dejarse ir, ser totalmente espontáneo. Pero, como había previsto, no fue capaz. Sacó de la billetera una hojita densamente ilustrada con signos, números, horarios, breves citas, y en un margen virgen trazó una larva de apunte. ¿Cuántos de aquellos folios había escrito y después roto, en el curso de su vida?

ANALICEME
“Tengo sueños que subrayan mi ineptitud para establecer relaciones con el exterior. En ellos aparezco como un comparsa mudo: los demás aparecen en detalle, yo me hundo en un cono de sombra”.
“No importa. Cuénteme el más reciente”.
“En un trolebús, larga excursión nocturna por la periferia. Veo con exactitud a mis compañeros de viaje, adivino los detalles de su personalidad. Hay una bestia con dos pulóveres encima de la camisa; está sentado en una punta, con un cesto lleno de verdura y de botellas de aceite entre las rodillas. Canturrea Parlami d’amore, Mariù, interrumpiendo la cantinela para robar aliento con dificultad. Las rayas violeta que estrían su rostro carmesí me dicen que bebe vino en abundancia, engulle carne roja, ganándose día a día el golpe de apoplejía que tarde o temprano le caerá como un bastonazo, entre alaridos de mujeres y plegarias mezcladas con inmundas blasfemias. En el asiento de al lado, una muchacha angulosa, que para mí tiene el aire de una dependienta de grandes almacenes. Lee Amica, de vez en cuando da un respingo de asco incontenible cuando su mirada cae sobre el vecino. En su cuerpo delgado leo una sexualidad feroz, destinada a oscuros orgasmos vetados de sufrimiento. Aquél del fondo, cercano al conductor, es un perro salchicha con anteojos, canta antiguas glosas romanescas con una vocecita de miel y páprika. Un señor alto y vestido con cuidado, todo de gris oscuro: jubilado con dignidad, escribe dramas en verso sobre Marco Aurelio o la reina de Saba y tiraniza a sus familiares con una avaricia de programador, capaz de aprovechar tres veces las sobras de pasta, primero con ragú, luego rehervida y luego refrita. Hay tres vivillos que no me sorprendería que se esfumaran en la primera parada después de haber robado una cartera; una pueblerina digna del mercado de la plaza Vittorio, de voz estentórea y un enjambre de niños a los que sacudir. Disfruto de todos los tíos de aquel militar de cara chupada, la torpeza imbécil de un empleado que aprieta bajo el brazo un portafolios imitación de piel. Un poco más allá me fascina el rostro de un viejo que, a cada sacudida del trolebús, parece que planea un nuevo abuso contra los dependientes de su tienda. Me rodea un mundo de claras tipologías con las que veinte o treinta aventuras –en el silencio o en una riña, en la ciudad o en el desierto, de noche o a pleno sol– serían posibles, y quizá las disfrutaría. Pero no sucede nada, el texto se limita a hacer la lista de los personajes. En realidad, yo no podría tener nada que ver con ninguno de ellos: si me presentase, me tomarían por un zombie; si les escribiera una carta, se perdería. A la quinta parada eran la mitad; a la sexta bajo yo también, como para liberarme de un enjambre de fantasmas, encendiendo febrilmente un cigarro aún antes de que la puerta se abra”. “Parece un sueño en mitad de la noche. ¿Lo puede localizar?”
“Quizá sí. Acababa de dormirme”.
“¿Sueña alguna vez con su hija Olivia?”
Pero aquí interviene el ring del reloj que señala el final de la sesión. Vincenzo lanza involuntariamente una exclamación de alivio, murmura: “Un día hablaremos también de esto, o le daré a leer alguna cosa. Pero ahora déjeme conservar un fragmento de intimidad”.

AMIGOS MIOS
Ya no pensaba. En el cerebro se aglutinaban percepciones meramente físicas, formalizadas en períodos brevísimos, notas telegráficas:
“Me encuentro mal”.
“He de cuidar mi organismo”.
“No distingo el día de la noche”.
“Si puedo, prefiero ponerme bien. Si no, llegará mi hora”.
Y los hechos se precipitaron.
Cada vez más atento a espiar su cuerpo, descubrió en él sombras de ruina, armonías comprometidas. Procedió por orden, yendo a consultar a los especialistas de cada órgano por separado, subiendo de las extremidades inferiores hasta el encéfalo. Los diagnósticos revelaron en primer lugar dolencias secundarias: la sospecha de una flebitis, una leve esteatosis hepática, pereza funcional de la hipófisis. Los médicos ordenaron análisis profundos y generalizados, y organizarse en consulta. Testarudo, Vincenzo se negó. Quería que cada uno de los médicos agotara por su cuenta el análisis del sector que se le había confiado. Y plantaba ideales banderitas sobre el mapa de su envoltura, a medida que cada una de las partes era tamizada.
Algunos doctores abandonaron, otros prescribieron terapias imprecisas o arriesgadas, visto que el paciente parecía incapaz incluso de describir los síntomas subjetivos. Como un barco privado de brújula, Vincenzo recorrió en zig-zag el curso de una docena de virtuales enfermedades, debilitándose gradualmente hasta no poder dejar ya la cama. Luego los hechos se precipitaron: la fase psicosomática quemó en poco tiempo las resistencias físicas y estalló en una explosión de cesiones del organismo. Aparecieron claras señales de una metástasis que procedía con paso rápido, difundiéndose del riñón al páncreas, al esófago; tan violento como para desanimar una intervención quirúrgica.
Enrico, Antonio, Piera, desfilaron por el hospital para lo que parecía la despedida definitiva. Vincenzo agradeció la regularidad cronológica del ceremonial, graduó a cada uno de sus hijos unas palabras de consuelo, sin renunciar a la pizca de ironía que siempre acompañaba su expresión.
Y llegó el día en que Vincenzo quiso redactar sus voluntades. Normal administración, herencias e indicaciones para la subdivisión del patrimonio. Luego: “Dejo a mi amigo Silvano la estatuilla india de bronce que representa al dios Shiva en erección múltiple. Autorizo a mis tres o cuatro amigos íntimos a escogerse en la biblioteca los volúmenes que prefieran: sugiero a Piero los humoristas y los libros de viajes, a Luca los ensayos, a Aroldo la literatura psicológica con la que podrá definitivamente confundir las ideas sobre su estado psíquico. Deseo que sea destruido –en público y con adecuada cobertura por parte de los medios de comunicación– un cierto número de cuadros de mi propiedad, que durante largo tiempo han infestado las paredes de mi living y de mi espíritu. Dispongo que se realice la autopsia sobre mi cadáver: tengo fundadas razones para creer que se podrían encontrar curiosas anomalías y discrepancias respecto a algunos de mis órganos. Lego a alumnos y alumnas de mi taller mil botellas de champagne caro, para compensar su atónita escucha durante tantos años y para recordarles que cada una de las clases que les dediqué fue alimentada en igual proporción por la vis educandi y generosos riegos de alcohol de todo tipo”.

POSTSCRIPTUM DE V A VINCENZO
Has especulado tanto sobre el juego, has hecho de él tu oficio y tu visión del mundo... Juega contigo como con los demás ¿Qué importa si no ganas la partida? Nadie ha dicho que estabas condenado a ser el primero.
Rechaza los remordimientos. Tu mediocridad te ha salvaguardado de causar daño y dolor, sino en cantidades miserables.
Llama una vez tú primero a alguno de los amigos que, cuando lloras, te llaman.
No te compadezcas de ti mismo, no seas el juez payaso de ti mismo. La única culpa es la vileza. Por otra parte, no eres el único que ha anidado envidias, perezas, avideces.
Es imposible que no haya en el fondo de tu alma la sombra de algún modesto don.
Levántate de la cama un instante antes de lo que tú quisieras, como predicabas a tus actores, a tus hijos. Alzate y persigue los últimos destellos de tu show.
Gólpeate, sin el vicio de condenarte.
Renuncia a rumiar fórmulas. Desvíate del itinerario obligado.
Tira los amuletos.
Relee lo que has leído mal, o entendido mal, u olvidado. Reléelo todo, y luego vuelve
a olvidarlo.
Desgramatízate. Transgrede la puntuación.
Grita a una platea al fin vacía; actúa para los desconocidos, para las ausencias encantadoras.
Escribe.
Sí, eso: escribe un libro.
Pero no éste. Otro.

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