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Rebelión en la granja

Sobibor, 14 de octubre de 1943, 16 horas: día, mes, año y hora de la única rebelión exitosa en un campo de exterminio nazi y título de la última película de Claude Lanzmann. Quince años después del estreno del monumento cinematográfico Shoah (que por estos días sale en DVD), el realizador francés vuelve “para hacer justicia de una doble leyenda: la que quiere que los judíos se hayan dejado conducir a la muerte suave de las cámaras de gas sin presentimiento ni sospecha, y esa otra según la cual no opusieron ninguna resistencia”. A través del testimonio de Yehuda Lerner, uno de los protagonistas de la insurrección, Lanzmann explora un acto fundador en la historia: el día en que los judíos se reapropiaron de la fuerza y la violencia.

POR ALEJO SCHAPIRE, Desde París

“¿Ya había matado antes, el señor Lerner?”, pregunta en off la voz ronca e inconfundible de Claude Lanzmann. La intérprete, también invisible, traduce simultáneamente del francés al hebreo. En primer plano, el rostro magnífico de Yehuda Lerner, con una mirada fatigada pero que delata la emoción contenida, escucha con atención. La intensa expresión de sus ojos, sus gestos, sus sonrisas y sus silencios puntúan el relato de su propia historia, la historia de la única rebelión victoriosa de un campo de concentración, la Historia, con mayúscula. “No, no. No había matado a nadie, no”, dice Lerner. Ese 14 de octubre de 1943 tenía 16 años. Había llegado a Sobibor (Polonia) en tren, deportado junto a otros 1200 judíos entre los que se encontraban soldados del Ejército Rojo. Casi todos fueron enviados directamente a la cámara de gas. El resto, un grupo 60 personas seleccionadas por los alemanes, vio su muerte aplazada para realizar con urgencia algunos trabajos de fuerza y manutención. El exterminio de Lerner, como el de algunos sastres, zapateros, orfebres, carpinteros y lavanderas, quedaba programado para un futuro muy cercano. Así lo habían decidido los 16 oficiales SS que regenteaban el campo –vigilado por guardias ucranianos y letones–, que se felicitaban de la mansedumbre con que esos “sub-hombres” se dejaban conducir al matadero. “Es cierto que una tradición milenaria de exilio y persecución no había preparado a los judíos, en su gran mayoría, para el ejercicio efectivo de la violencia, que requiere dos condiciones inseparables: una disposición psicológica y un saber técnico, una familiaridad con las armas”, teoriza Lanzmann. Y si Sobibor fue una excepción, es porque entre los detenidos se hallaba Alexander Petchersky, un soldado soviético de carrera, que planificó en 6 semanas la insurrección. Su estrategia consistió en obtener el permiso de los alemanes para construir un taller de carpintería, lo que proporcionaría un acceso a las hachas. Una vez conseguido, cada oficial nazi fue citado en una barraca, por separado, para el 14 de octubre a las 16 horas, con la excusa de probarle una prenda recién confeccionada. La operación, secreta y, sobre todo, cronometrada, reposó íntegramente en la célebre puntualidad alemana. A la hora señalada, “las hachas estaban afiladas como hojas de afeitar”. Hay que ver a Lerner describiendo la llegada “exacta como un reloj” del alemán que le toca matar, Grischitz, “un metro noventa, alguien enorme”. Y Lanzmann, que tiene un timing perfecto para mantener el suspenso, preguntándole: “¿Tenía algún presentimiento, Grischitz?”. “No, ni en sueños. Usted sabe, los alemanes de este campo estaban tan seguros, tenían tal seguridad después de haber matado a cientos de miles de judíos...”. Lerner revive cada etapa: el sastre que le prueba al alemán el saco, el gesto del artesano señalando el ojal del traje que quiere decir “ahora”. El espectador sigue en el aire la pantomima del brazo de Lerner, pero en realidad lo que ve es el golpe: “El hacha que entra exactamente en el medio de su cráneo, puedo decir que le corté la cabeza en dos, exactamente en dos. No sé cómo ocurrió, es como si lo hubiese hecho toda mi vida, como si hubiese sido un especialista”, resume, con la satisfacción de quien ha cumplido la misión encomendada. Hubo que limpiar rápido la sangre: otro oficial tenía cita a las 16.05. Pero la violencia ya había cambiado de lado. O, como dice Lanzmann, había tenido lugar “el ejemplo paradigmático de lo que he llamado la reapropiación de la fuerza y de la violencia por parte de los judíos”. Por eso pensó en empezar su película Tsahal con la historia de Lerner. Lerner, que, después de haber degollado a su segundo verdugo, escapó bajo los tiros de los ucranianos junto a los demás presos, quienes también habían cumplido su parte del plan a la perfección. Lerner, que cruza los alambrados y se adentra en el frondoso bosque que bordea el campo y, tras haber mantenido durante toda la operación su sangre fría, extenuado, se desploma para caer dormido al abrigo de los árboles. Más tarde se sumaría a las huestes de los partisanos. La entrevista con Yehuda Lerner, que sale en el 2001 y describe un episodio que tiene lugar en 1943, fue filmada en 1979. Ese año, Claude Lanzmann recogía testimonios para Shoah, una obra capital para reflexionar sobre el genocidio (de 9 horas y media de duración), estrenada en 1985. A principios de este año, Lanzmann volvió a Polonia, a Bielorrusia, a Sobibor mismo, donde no había estado desde hace dos décadas. “Pude medir el paso del tiempo: la estación está todavía más deteriorada que antes. Un solo tren por día hace el viaje ida y vuelta Chelm-Wlodawa. La rampa por la que desembarcaron 250 mil judíos, que era entonces un talud cubierto de hierbas, está hoy groseramente cimentada para permitir el cargamento de troncos de madera. Sin embargo, el gobierno polaco decidió, hace 5 años, construir, en Sobibor, un pequeño y emotivo museo con un techo rojo... Pero museos y conmemoraciones instituyen el olvido tanto como la memoria.” Al final de la película aparecen en pantalla las fechas y los puntos de partida de todos los trenes que tenían por destino las cámaras de gas de Sobibor, donde murieron más de 250 mil judíos. Claude Lanzmann recita la estadística como una plegaria de los muertos. Su palabra, como la “viva voz” de Lerner, alienta la llama de una memoria activa.
No quiere hacer la entrevista. Llega 20 minutos tarde y de malhumor. Dice que está cansado. Deja caer su cuerpo de oso sobre un sillón mientras arranca con la zurda una hoja de fax que acaba de entrar y con la otra mano chequea el correo electrónico. Explica que a veces tiene 20 años y otras 200, pero hoy siente todo el cansancio que puede aguantar un cuerpo de 76 después de pasar una semana maratónica de promoción. Enfrente de su escritorio, sobre la biblioteca, se lo puede ver en fotos haciendo esquí acuático o saltando en paracaídas. En otras aparece junto a su hijo de ocho años. Tiene también una hija de más de cincuenta. Simone de Beauvoir, su antigua amante, tendría hoy 93. Ella también está retratada, junto a él y Sartre. Su fidelidad al amigo continúa a través de Los Tiempos Modernos, la revista fundada por el mandarín de St-Germain des Prés de la que Lanzmann es hoy director. Fue justamente con el autor de Reflexiones sobre la cuestión judía que comprendió “que es el antisemita quien crea al judío”. Pero no necesitó su ayuda para descubrir su condición. Cuando en 1942 arrecian las primeras razzias antijudías, ya estaba preparado para lo peor. Desde los Acuerdos de Munich (1938), su padre lo despertaba brutalmente por la noche haciéndose pasar por un oficial SS junto a sus perros. “Se ponía como loco. Mi hermano y yo corríamos a escondernos al fondo del jardín, pero como él siempre nos encontraba, nos retaba a gritos. Y tuvo razón.” Después de una breve negociación y algunos gruñidos, Claude Lanzmann aceptó conversar con Radar.
Usted registró el testimonio de Yehuda Lerner en 1979. ¿Por qué esperó 20 años para realizar Sobibor?
–Es mi derecho, ¿no? Es mi derecho al tiempo. Porque había que hacer una película a partir de esa entrevista y no me interesaba mostrarla como material en bruto, sin forma. Lo que me parecía muy importante era narrar al mismo tiempo la rebelión en el campo de exterminio de Sobibor y la vida de Lerner. Ahí adentro están las dos cosas. Para contar la vida de este hombre necesitaba volver sobre sus huellas y rehacer todo lo que él hizo. No podía tratarse únicamente de palabras. Quería hacer una película, y para eso había que tomar la decisión de volver a filmar a Sobibor 20 años después, lo que para mí no era muy fácil desde el punto de vista moral y financiero. Por otro lado, hay que entender que cuando uno hizo una película como Shoah, que me llevó once años, uno sale de esa experiencia en un estado muy particular. Uno no quiere volver a empezar enseguida. Para nada. Y además, lo que a mí me interesaba era Shoah, el corazón del proyecto. Lo demás, entre lo que se contaba la entrevista con Lerner, eramuy importante, pero resultaba, sin embargo, lateral. Hubo que esperar el paso del tiempo. Mientras tanto hice otras películas. Tuve que esperar lo que yo llamo “la convalecencia del tiempo”; lo necesitaba para volver a sumergirme dentro de eso. Y sabía que sería algo muy fuerte y bueno. Por otra parte, yo necesitaba tiempo para comprender que ese film era además un nexo, una verdadera bisagra entre Shoah y la película que hice después: Tsahal.
En ese sentido, la rebelión de Sobibor es un acto fundador.
–Sí, es un acto fundador.
¿La decisión de no integrar el relato de Lerner en Shoah obedece a que la rebelión de Sobibor constituyó una excepción?
–Sí, incluirlo en Shoah habría sido injusto. Injusto con la rebelión que, al no poderla tratar completamente, habría aparecido como un sobreañadido a Shoah. Además habría desafinado con la tonalidad general de esa película, que es absolutamente trágica. Se habla mucho de las rebeliones en Shoah: de la de Sobibor, diez minutos después del comienzo de la película, de la de Treblinka, de la del comando especial de Auschwitz, de la rebelión abortada en el campo de las familias checas de Theresienstadt, y se termina con la rebelión del ghetto de Varsovia. Pero el tono general de todo eso es la tragedia misma, más allá de la postura adoptada por los judíos. Ya sea la actitud de Adam Tcherniakov, presidente del Consejo Judío del ghetto de Varsovia, que se suicida el 23 de julio de 1942 (para no entregar los chicos a los alemanes: el día anterior, éstos habían anunciado la “transferencia de la población hacia el este”) o la rebelión del ghetto de Varsovia, con gente más joven, se trata de rebeliones heroicas y suicidas: no tienen ninguna chance, y lo saben. También se puede mencionar el caso del llamado “convoy paraguayo”, un transporte proveniente de Varsovia. Se trata de un tren en el que viajan pasajeros con visas paraguayas. En un momento hacen un alto en Vittel. Los alemanes examinan las visas y deciden que no son válidas –quizás eran efectivamente falsas– y los hacen esperar en el campo de detención de la ciudad hasta que, finalmente, los envían a Birkenau. Cuando llegan al gran vestidor subterráneo del crematorio 2, se les exige que se desvistan. Entre ellos, hay una bailarina de Varsovia que se adelanta desnudándose en un largo strip-tease frente al oficial SS Shilinger, encargado de acelerar la operación de quitarse la ropa. Y ella avanza hacia él moviendo las caderas del modo más provocativo y, de repente, le clava en el medio del ojo derecho el taco aguja de su zapato, se apodera del revólver y lo mata a él y al otro guardia. Pero ella tampoco tenían la menor chance, y lo sabía. Ése es el tono de Shoah, un tono de tragedia irremediable de principio a fin. Mientras que Sobibor es otra cosa. La tonalidad es distinta: es un tono de lucha, es lo que llamé la “reapropiación de la violencia por parte de los judíos”. Es, verdaderamente, un acto de libertad fundadora.
Sobibor puede verse como una respuesta a la idea según la cual los judíos fueron víctimas pasivas...
–Sí, es lo que explico en el texto que abre el film. Lerner forma parte de un grupo de 1200 soldados judíos del Ejército Rojo, aunque él mismo no lo es. Estos hombres del ejército soviético están familiarizados con el uso de las armas y tienen la disposición interior, intelectual y psicológica para servirse de ellas. Ahora, lo que hay que entender es que desde el momento en que llegan a Sobibor, 1140 de estas personas son inmediatamente enviadas a la cámara de gas sin poder hacer nada. Así que cuando se habla de “pasividad” o de “resistencia”, hay que pensar que se necesitan ciertas condiciones para que haya una alternativa posible. Lerner está entre los 60 que fueron seleccionados para trabajar. Estos ven que no van a ser asesinados enseguida, pero comprenden lo que está en juego. Y entonces toman la decisión de organizar la rebelión. Pero paraconcebir y planificar esto se necesita una formidable inteligencia. Alguien tiene que inventar que hay que decirle a los alemanes que hay que construir barracas de carpintería para conseguir hachas y apostar a la puntualidad alemana. Y el tipo que planificó todo esto, el oficial judío soviético Alexander Petchersky, es un héroe y un hombre de genio.
¿Por qué privilegió el testimonio de Lerner por sobre el de los otros sobrevivientes de Sobibor?
–Porque, le repito, las rebeliones no eran el tema de Shoah. Y las imágenes de Lerner las hice al finalizar una filmación en Israel en 1979, justo después de un rodaje en Alemania. Mi equipo y yo estábamos muy cansados y teníamos que volver a París al día siguiente. Era una suerte de alto en la película. Y ya había filmado largamente con otros sobrevivientes de Sobibor que no me habían contado la rebelión sino que me habían hablado de sus vidas de esclavos en el Campo Nº 1. Fueron ellos quienes me dijeron de ir a ver a Yehuda Lerner, que era uno de los héroes de la rebelión. Y lo vi el último día, estando muy cansado. Lo fui a ver para tener la conciencia tranquila. No sabía nada de él antes de llegar hasta ahí. Pasé 4 horas con él y nunca más lo volví a ver. Decidí parar la filmación exactamente en el momento en que dice que se duerme en el bosque. Le dije: “Bueno, paramos”. Además ya no me quedaba ni película ni dinero para comprar más. La película corría como mi sangre.
¿Cómo tuvo conocimiento del lugar central que ocupaba Lerner en la rebelión?
–Me enteré de todo en el lugar mismo. Con los demás sobrevivientes quería saber todo con anterioridad. Pero el encuentro con Lerner no lo había previsto. Al principio todo fue muy largo: él estaba cansado, no quería hablar, y yo tampoco tenía ganas de forzarlo a hablar. Además era un viernes, día de Shabbat, y la intérprete, que observaba la religión y era muy piadosa, quería irse.
La traducción simultánea entre el hebreo y el francés es magnífica, muy minuciosa.
–Sí, pero es una traducción consecutiva, muy difícil de editar. Me dio mucho trabajo.
En todo caso, el resultado es muy efectivo.
–Porque la gente no se tiene que aburrir. Lo interesante de la película es que es tan fuerte y vibrante que incluso la gente que no habla hebreo, al final de la película, cree que lo entiende.
¿Cómo descubrió la macabra función de los gansos?
–Fue Lerner quien me habló de los gansos. Antes me lo habían mencionado en Polonia pero, en realidad, no había entendido. Los polacos me habían dicho que los judíos gritaban como gansos. Y yo no comprendí en ese momento que había realmente gansos, aunque había visto muchos en Polonia durante el rodaje de Shoah. Lerner me contó que los alemanes corrían detrás de los gansos y los excitaban para que sus graznidos, que son muy potentes, cubrieran los gritos de las personas que eran empujadas hacia las cámaras de gas a latigazos y los alaridos de los que ya habían entrado. Todo eso se escuchaba en el exterior. Y como los convoyes eran muy importantes, de 40, 60 y a veces 80 vagones, tenían que dividir los trenes en tramos de 10 o 12 vagones por vez antes de dirigirlo hacia la rampa del campo donde los pasajeros eran descargados. Y cada vez que la gente de esta decena o docena de vagones era enviada a la cámara de gas, los alemanes corrían detrás de los gansos para que los que esperaban en los vagones el turno de morir no enloquecieran. Porque, con el pánico, todo se habría vuelto mucho más difícil. Los alemanes querían que todo transcurra con la mayor tranquilidad posible. De hecho, el sistema funcionaba como una máquina muy bien aceitada; ellos no eran muy numerosos, tenían a su disposición a ucranianos y a letones.
La secuencia de los gansos, filmada hace algunos meses, es una de las más intensas de la película. La utilización de estas imágenes contradice sin embargo su opinión, expresada cuando salió La lista de Schindler, en contra de la reconstitución, la utilización de archivos y de la ilustración en general. Usted siempre ha preferido la viva voz de los testigos...
–Sí, claro. La palabra tiene que tener su propia fuerza. La ilustración puede ser obscena y tenía mucho miedo de caer en eso. Pero cuando volví a filmar, entre fines del año pasado y principios de éste, busqué una manada de gansos al lado de Sobibor. Encontré una inmensa, de 800 gansos. Y los filmé diciéndome que de ninguna manera utilizaría esas imágenes. Porque sería no una reconstitución sino una ilustración, que es algo que aborrezco. Pero igualmente hice las tomas, para tener la conciencia tranquila, diciéndome: “Veremos”. Una vez en la sala de montaje, le dije a la editora que era imposible que funcionara. Y, efectivamente, no funcionaba, no podía funcionar. Entonces, súbitamente, tuve la siguiente idea: ya que el graznido de los gansos tenía por objeto tapar el grito de los hombres que eran asesinados, tenía que hacer luchar la voz de Lerner con los gansos. Uno primero escucha los gansos y después, de golpe, aparece la voz de Lerner que trata de hacerse escuchar y el todo se anuda como un río musculoso, como el Río de la Plata. Y ahí supe inmediatamente que funcionaría. Luego tuve la idea de cortar el sonido y todo se convierte en algo muy violento, en un silencio espeluznante, de muerte. Y esto remite a algo que está en Shoah. En Shoah hay un polaco que se llama Jan Piwonski que en 1942 era operario en la estación de Sobibor y que fue testigo del primer convoy destinado a las cámaras de gas. Explica que ese día agarró su bicicleta y se volvió a su casa. Le pregunto por qué y me responde que no sabía que esa gente iba a ser asesinada. Él creía que llegaban, como los que los habían precedido, para construir el campo. Y me dijo: “Cuando volví al día siguiente, un silencio ideal reinaba en la estación” (que estaba prácticamente dentro del campo). En ese momento entendió que un acontecimiento inaudito había tenido lugar. En Shoah le pedí que describiera el silencio, pero no pudo, me dijo no podía describir un silencio, me dijo que era un silencio en el que no se escuchaba un solo grito, que no se escuchaba nada. Así que, como se escucha en Sobibor, cortar el sonido de los gansos es la descripción del silencio ideal de Shoah. Entre ambas películas hay un diálogo permanente.
En muchos países, las películas La lista de Schindler de Steven Spielberg y La vida es bella de Roberto Benigni tuvieron mucho éxito, incluso dentro de las comunidades judías. Usted en su momento fue muy crítico con estos films. ¿Podría explicarnos en qué radica su objeción?
–Es cierto, en todas partes los organismos judíos oficiales han apoyado estos films, incluso en Israel. Me parece una pena. Y es porque a los judíos les gusta que se hable de ellos, incluso cuando se habla mal del tema. Creo que tienen tanto miedo de que se olvide todo esto que prefieren una versión rosa, suavizada y edulcorada a la verdad. Se equivocan, porque Shoah fue vista por 60 millones de humanos.
¿Qué le reprocha a la ficción?
–No se puede hacer una ficción. Es una realidad tan formidable que se resiste a ser convertida en una ficción. Es imposible. ¿Dónde está la nota del New York Times? (Revuelve sus papeles.) Dice que Hollywood jamás podría haber imaginado un suspenso tan fuerte, con tanta tensión como la que hay en mi película. Pero de todas formas ésta no es la única respuesta, la respuesta es que hay una imposibilidad de representar o de reconstituir 3 mil personas –hombres, mujeres y niños– muriendo juntos en una cámara de gas de Birkenau. Es imposible, eso es todo. ¿Quién osaría hacer eso? ¿Quién querría hacer eso? ¿Quién sería capaz de lograr esa imposibilidad? ¿Quién miraría eso? Después de Shoah, hubo unnorteamericano que hizo una película de ficción sobre la rebelión de Sobibor. No la vi, pero sé que no es nada buena. No puede serlo. Porque ya hubo películas sobre fugas, muy buenas películas, como La gran ilusión o El gran escape. Pero no tiene nada que ver.
¿Sólo la palabra viva puede restituir la rebelión de Sobibor?
–No. Hacer eso no es difícil. Lo que hay que ver es qué significa rebelarse en un campo de exterminación. Para mostrar eso hay que mostrar lo que es la exterminación. Volvemos al problema inicial.
Hace algunos días, usted participó en un programa de televisión bastante agitado junto a Esther Benbassa y Jean Christophe Attias (co-autores de ¿Los judíos tienen un futuro?), quienes generaron una polémica al denunciar la instrumentación de “la Shoah como una religión sin dios” que practica el culto de una “pasión mórbida”. ¿Cuál es su opinión al respecto?
–Es una vergüenza, es una estupidez. Los que dicen eso son unos imbéciles. Son judíos que quieren... Esa mujer dice “el judaísmo es alegre, el judaísmo son las fiestas”. Usted sabe, esta polémica empezó justo después de mi película. A los religiosos les molestó tanto ver una gran obra que se apresuraron a explicar que el judaísmo era algo alegre, positivo.
¿Cómo interpreta esta reacción?
–Es una polémica nauseabunda. Además entran en el juego de los revisionistas y los negacionistas. Es como aquel otro, Finkelstein, que habla de industria del Holocausto (se refiere al panfleto “La industria del Holocausto: reflexiones sobre la explotación del sufrimiento de los judíos”). Creo que este fenómeno forma parte del odio de sí mismo, de algo malintencionado. (Volviendo al programa de TV.) Yo tenía ganas de pegarles un tiro. Quería irme. Era una trampa. No sabía adónde me habían invitado. No me habían dicho nada. Estaba ese tipo horrible que se llama Rony Brauman (autor de una nota al final del libro de Finkelstein)... Es también el odio de Israel.
Brauman nació en Israel...
–Esos son los traidores. Ella está animada por el odio contra Israel. El odio de la Shoah y el odio de Israel son lo mismo. Si usted quiere una explicación, ahí la tiene.

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