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La cámara lúcida

Fotografía Desde hace más de 20 años se dedica a fotografiar ciudades. Pero lejos de la voluntad turística que impera en estos tiempos, las muestra casi vacías para exponer sus contrastes más ignorados: la vitalidad en una Beirut bombardeada, las ruinas industriales de una Milán próspera, el espíritu de Mondrian en un cableado público. De paso por Argentina para presentar su muestra Cityscapes e incluir a Buenos Aires en su trabajo, Gabriele Basilico explica su peculiar relación con las ciudades y habla de cómo mirar las ruinas de un siglo XX que está por desaparecer para siempre.

Por María Moreno

Es divertido. Como la mayoría de los hombres del siglo XX Gabriele Basilico habla de las ciudades como si fueran mujeres. Les siente el olor, el sabor, las escucha respirar, percibe sus intenciones devoradoras, aniquilantes. Fotografiarlas es para él un modo de tenerlas a raya, de relacionarse con ellas ataviado con el clásico chaleco de fotógrafo que da aspecto de corresponsal de guerra y con una lente de por medio. Injustamente considerado –aunque considerado en grado sumo– “documentalista”, Basilico es un fotógrafo sutil escondido tras supuestas misiones testimoniales. En el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires puede verse su muestra Cityscapes. Son paisajes urbanos que tienen por objeto privilegiado la arquitectura y las transformaciones sucesivas de los paisajes nacionales, los cruces tecnológicos antiguos y modernos negociando espacios, la recopilación de imágenes para el archivo político y social. Las fotografías emiten signos de una Humanidad en producción pero donde lo humano en cuerpo presente está como lo estaría en una maqueta, en un juego de playmobil o fuera de foco.
“En la historia de la fotografía hay dos posiciones: aquella que es la visión del espacio sin las personas y aquella que toma al hombre como sujeto”, dice este hombre robusto que se comporta amablemente a pesar de que se le señale siempre lo mismo. “Si se intenta tener las dos juntas, el hombre termina por anular al resto. El espacio se convierte en fondo, un atrás donde éste es el protagonista. Pero yo nunca pienso que el espacio está vacío. Pienso que está abandonado o que hay alguien”.
¿Utiliza andamios o cualquier otro elemento para alcanzar una posición determinada antes de hacer una toma?
–El cambio de lugar para encontrar el punto de vista es una construcción, por lo tanto es cierto y no es cierto. Pero no me gusta construir una fotografía con instrumentos como se construye un dibujo. Ni alterando la realidad. Trato de leerla así como es, aunque siempre será de modos diversos. Tú estás ahí y cuando va cambiando el día yo voy descubriendo cosas distintas. El domingo es un momento importante. Fotografiar Barracas un domingo me permitió entender cuál era la historia de ese lugar. Hoy, lunes, no sería posible, estarías distraído por miles de cosas.
Las huellas de la producción industrial están muy presentes en sus fotos.
–Y ésa es para mí una relación con la naturaleza. Por ejemplo, Milán, donde nací, es una ciudad que está en la llanura. Es muy cerrada, no tiene un horizonte: para verlo se necesita subir. Las montañas están lejos. Es una ciudad demasiado homogénea y yo trabajé en ella como si lo hiciera dentro de un cuerpo y con una gran necesidad de tener una relación con la naturaleza. Para mí “una relación con la naturaleza” no es hacer una fotografía de una montaña o del mar: es fotografiar la industria sobre el mar, o una central eléctrica en la montaña. Busco siempre el vínculo con nuestra contemporaneidad productiva o arquitectónica. Por eso me gustan los puertos. Los puertos eran lugares fantásticos porque eran lugares de producción industrial con grandes paisajes vacíos y también con la potencia iconográfica del horizonte del mar, del cielo, una naturaleza que cambia mucho: el mar se mueve, el cielo es fuerte.
En algunas fotos puede verse una ruina junto con algún elemento industrial o algo que no se sabe si está en construcción o si fue abandonado. Se vacila sobre si la fotografía alude a una crisis o a un desarrollo.
–Una de las cosas interesantes de la fotografía es una ambigüedad que al mismo tiempo le permite convertirse en documento. Yo tengo un especial afecto por los lugares con un poco de industria. La industria es la historia del siglo XX. Pero el mundo industrial terminó hace 20 años. Entonces lo que yo fotografío es la industria abandonada. Hago fotografías que sirven para construir la memoria histórica del siglo XX porque el siglo XX desaparecerá completamente. Y cuando se va a fotografiar algo queno se va a ver más, existe un sentimiento de gran humanidad, hay un valor ritual fantástico ahí. Al tipo de fotografías que hago yo lo incluyen -depende del crítico– en el género documental o descriptivo. Es un género que tiene una gran tradición. Se trata de fotografiar cosas reconocibles, con una visión verdaderamente directa. Sólo que esta visión directa cuenta cosas diversas. Pero sin maquillaje, sin truco.

Buenos Aires, esa histérica
Ver Cityscapes con el fondo real de una guerra moderna que no elude el bombardeo de lugares abandonados o ya en ruinas, ofrece un plus inquietante: contemplar los archivos gráficos de aquello que podría desaparecer sin reconstruirse. Pero aunque Basilico acate su pertenencia al género documental, su trabajo no es documentar las ciudades del siglo XX sino las diversas formas de mirar sus objetos. En la fotografía de Rotterdam, 1986 hay una cita de Calder o de Mondrian. Matosinhos, fotografiada en 1996, va aún más atrás, a Turner, no porque esté presente un mar encrespado sino por una traducción de un cierto tipo de luz al blanco y negro. Esos cables que atraviesan la imagen de un edificio de Milán en 1989 componen otra cosa diferente de aquella que intenta documentar el objeto. Lo que registra la fotografía tomada en Valencia en 1998 no es la arquitectura sino la arquitectura de la luz. Si Basilico habla de las ciudades como si fueran mujeres, Buenos Aires debió parecerle –de acuerdo a la arquitectura que el psicoanálisis, una de las ciencias diseñadoras del siglo XX, ha decidido para la mujer moderna– una histérica, enorme en su extensión y al mismo tiempo insoportable en sus personalidades múltiples.
–Con respecto a la ciudad se puede tener dos sentimientos contrapuestos: uno, el de la omnipotencia, que es el de los arquitectos y los grandes urbanistas, como Le Corbusier, que vino a Buenos Aires y dijo lo que había que hacer –y estaba muy seguro de lo que había que hacer y a lo mejor tenía razón–; el otro, el sentimiento de pánico frente a la posibilidad de que la ciudad te absorba o te trague como un mar tumultuoso hasta que desaparezcas. Tener una relación con la ciudad es usar las palabras que uso, mi cultura, mi historia, mis instrumentos, lo que me hace mirar acá en vez de allá.
¿Cómo ha ido cambiando su relación con las ciudades?
–A medida que pasa el tiempo, me resulta más difícil trabajar en una ciudad. Puede ser que me haya vuelto más exigente, que ahora tenga que hacer las selecciones con mayor precisión o que ya he hecho demasiadas cosas que ya no puedo volver a hacer. Para mí, trabajar en una ciudad no quiere decir dar vueltas para hacer “bellas fotos”. Eso me interesa muy relativamente porque la belleza de las fotos tiene que salir de un proyecto unitario, y un proyecto unitario tiene que salir de esa relación que mantengo con la ciudad. Imaginemos una ciudad que sea una cosa que se come. Yo inicialmente soy como un niño delante de una torta, que no quiere comer sólo un pedacito. Me la quiero comer toda porque sólo de esa forma voy a entender que estoy comiendo. Existe la necesidad de absorberla, metabolizarla. Pero esto es imposible. Debería estar en muchos lugares al mismo tiempo o tener muchas vidas, muchos años a disposición. Yo busco restituir en el que mira una idea de ciudad que no provenga de una visión turística, geográfica o de bellas fotos hechas por la calle de forma anecdótica.
Entonces, ¿no le interesan los contrates? Lo obvio, lo pintoresco, por ejemplo La Boca, ¿lo elude o lo busca para conseguir otra mirada?
–La Boca puede ser para un artista que trabaje sobre el kitsch o sobre la globalización de la imagen turística. Hay un fotógrafo inglés que se llama Martin Parr que viene acá y va sólo a La Boca. Hay un fotógrafo español llamado Umberto Rivas que trabajaría sólo sobre las formasnocturnas porque él busca la estructura más humanística y social de la ciudad. Yo busco muchas cosas complejas.
Buenos Aires está en este momento muy marcada por la idea de una ciudad oculta y amenazante, cuyos personajes se desplazan invadiendo y poniendo en peligro el centro.
–Como una “infección”.
Usted no fotografía villas miseria.
–Hice este tipo de fotos al inicio de mi actividad, cerca del 68-70, cuando existía en la sociedad europea una necesidad de usar la fotografía como denuncia. Hoy la fotografía de denuncia no tiene la misma fuerza. Están la televisión y el video. Existe una gran polución de comunicaciones, entonces ese tipo de fotografía prácticamente se ha extinguido. El de las villas miseria es un tema muy grande que exige una tensión disciplinaria sociológica más que espacial.
Más allá de la denuncia o del pintoresquismo hay en las villas diseños que son verdaderos documentos culturales.
–Pero yo me ocupo de otra cosa. Mi posición es la de un sujeto que mira, lanzando rayos en el espacio y con esos rayos construye la imagen. Esta imagen vive si el espacio restituye una mirada. Todo esto es muy metafísico, está muy ligado a G. De Chirico. La luz se mueve, gira, entonces tiene sombras que generan tensiones. Estoy acostumbrado a ver el paisaje con todas las señales, los postes de luz, los hilos, las rayas en el pavimento. Son para mí elementos de diseño que me permiten encuadrar el espacio. Es como cuando uno va al teatro. Al comenzar la función se abre el telón, se prenden las luces y llega el momento de mayor tensión. Recojo algo de la pintura metafísica italiana con las plazas de De Chirico vacías, en las que apenas había sucedido algo o estaba a punto de llegar un temporal.
Usted fotografió Barracas.
–Barracas, un domingo, es una serie de calles con edificios de muy diversas alturas, lugares comerciales antiguos que me hacen recordar a los de una ciudad de 1900. Estaban un poco vacíos, y sin la vida veloz de todos los días daban un sentimiento de gran nostalgia. Me acuerdo que existía esta nostalgia, no tanto en la fotografía sino en mi forma de mirar (después en consecuencia estará la fotografía), en el ir caminando con un cierto estado de emoción. Y este estado aparece precisamente cuando se va a buscar algo, a estimular una relación con la historia o con los contemporáneos. El problema de Buenos Aires es su dimensión. Uno debería vivir aquí 300 años y recién entonces podría leer bien la ciudad. Se pueden hacer fotos hermosísimas, pero cuando se las pone a todas juntas uno puede terminar preguntándose: ¿cuál es el proyecto de estas fotos? Las ciudades más chicas son más fáciles porque se pueden abarcar, abrazar.

La ruina, esa chantajista
¿Como fotografiar una ciudad bombardeada como Beirut, una belleza a la que los fenicios llamaban Beroth y que asoma sus miradores entre hoteles y universidades reconstruidos? Nada más potente que una ruina: se ha abierto paso a través de siglos, se hace intocable por el patrimonio cultural, triunfa sobre los avatares de aquello que la rodea. Una ruina que ha llegado hasta este tiempo para ser destruida es un documento. Pero Basilico no es sólo un documentalista. Cuando en 1991, tuvo que fotografiar Beirut no tuvo miedo de pisar una bomba sino de hacer un trabajo obvio.
–Esta misión sobre Beirut fue posible por voluntad de una escritora libanesa que vive en París, mi amiga Dominique, que como muchos libaneses en el exilio estaba conmovida por el fin de su ciudad. (Cuanto más bella y rica es una ciudad más te conmueve el hecho de que muera.) En aquellos años estaba este ministro Raffitiri que había conseguido una especie de equilibrio político por el que se estaba seguro del fin de la guerra. Ycomo en ese momento la guerra estaba detenida, los libaneses sabían que pronto comenzaría la reconstrucción, como si una gran pala limpiara el centro de Beirut (también porque Raffitiri tenía una de las más grandes empresas constructoras de la ciudad). Dominique encontró la forma de obtener dinero de una fundación y mandar allí a seis fotógrafos en el año ‘91, que era un año en el que prácticamente ya no se disparaba más, la ciudad era segura. Por lo tanto nosotros hemos trabajado en un momento muy importante, en el fin de una historia y en el comienzo de otra. Era un trabajo que tenía un gran valor simbólico, porque antes de Yugoslavia y de Kosovo, Beirut había representado, en la segunda mitad del siglo, el drama de una guerra interna, una suerte de suicidio, de autodestrucción. Porque Beirut nunca hizo una guerra de religión verdadera, detrás siempre hubo intereses muy fuertes, criterios monolíticos de control. Era una guerra típica que mostraba una radiografía de nuestra sociedad en su peor proyección. Y entonces hacer este trabajo ahí tenía una misión social para el mundo. Yo llegué ahí con mi asistente. El problema era que me asusté porque me encontré en medio de la ciudad sabiendo de la importancia de este trabajo. No sabía bien qué hacer, entonces comencé a caminar con una máquina pequeña en la mano, que no es la que uso siempre, buscando qué podía fotografiar para llegar a la cita un poco más preparado. Me sentía incapaz de pensar un proyecto porque pensaba que nunca podría llegar a ser del todo mío. Además tenía otro problema: había visto las fotografías de Beirut de otros artistas y no tenía ninguna gana de fotografiar las ruinas como si fueran una obra piranesiana.
¿La ruina funciona como una extorsión?
–La atracción estética de las ruinas es muy fuerte: la ruina es bella. Muy a menudo los fotógrafos están más interesados en las ruinas que en la arquitectura en general porque las ruinas dan sensación de poder. Yo no quería hacer esto. Quería tener con las ruinas una distancia, correcta, justa. Entonces un amigo de Dominique, escritor él también, me dijo: “Presta atención y ven conmigo”. Empezamos a subir por la ciudad. El hotel Hilton estaba todo destruido y sin ventanas pero aún quedaban las escaleras. Entonces fuimos a pie hasta el piso 17. Había cartuchos de proyectiles por todos lados, a cada paso tenía que prestar atención dónde pisaba porque podía haber una bomba. Cuando llegamos arriba se veía la ciudad y entonces él me dijo: “Mira bien de cerca, tú ves la ciudad destruida y después lentamente, a medida que el ojo se aleja, la ciudad cobra vida”. Porque la parte destruida de Beirut era la central, que ocupa un espacio de 1 kilómetro por 1 kilómetro, pero a medida que la ciudad se extendía se podía ver algún coche, alguna antena de televisión, ropa tendida. Esa ciudad podía ser Palermo o Nápoles. De acuerdo, había ruinas en el primer plano pero la ciudad vivía ¡tenía ganas de vivir, no estaba muerta! Mi amigo tenía razón, había hecho una descripción de fotógrafo. Por lo tanto cuando bajamos había comenzado a sacarme ese miedo que me acompañaba y empecé a hacer fotos en medio de la calle con mucha más libertad de la que tengo cuando estoy acá en medio del tráfico. Entonces trabajé de la mañana a la noche. Hice 530 placas grandes y salió un trabajo muy interesante.
No se trató entonces de documentar para el mundo “lo que queda de Beirut”.
–En mi trabajo sobre Beirut todos los signos de la guerra eran fuertemente visibles (había trabajado con una máquina grande y de cerca se podían ver muchos detalles), se sentía el espacio. Pero no he fotografiado un muro roto de cerca con alguna otra cosa atrás que mostrara lo que no había desaparecido pero que podía desaparecer. Beirut estaba ahí para mí como una bella mujer.

Traducción: María Mercedes Asaad

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