A los 9 o 10 años ya había empezado a tener mis propios ahorros, producto de algunos vueltos que me dejaban mis padres luego de un mandado, o el pago por alguna tarea doméstica como juntar césped recién cortado o lavar las alfombras plásticas del auto.

Se acercaba el día del padre y había decidido gastarlos en un regalo. Sentía que eso seria una especie de corolario de hijo emancipado. Tendría algo para darle que fuera fruto de mi trabajo y de mi inserción al mercado de capitales.

Mi viejo, Guillermo, ya había recibido cuadritos hechos con hilos de coser y clavos, dibujos de padre e hijo con la camiseta de Ñuls, ceniceros de cerámica, etc.

Pero esta vez yo tenía una suma de dinero, y eso me hacía grande. Compraría un regalo, así mi papá también se daría cuenta que ya no era un niño.

Fui a Casa Graciela, el bazar y librería más importante del pueblo. Empecé a mirar con una sola idea, equivocada: No quería gastar menos, y no podía gastar más.

Por esto de ser grande por el hecho de administrar mi dinero, solo mire aquellos objetos que valieran lo que llevaba en mi bolsillo. No tuve en ese momento la lucidez (o madurez) de pensar qué le vendría bien a mi papá, o mucho mejor aún, que le gustaría. Así encontré el regalo que valía justo lo que tenía: un gallo de metal. Parecido a esos sacapuntas con formas

de otra cosa o los llaveros de la torre Eiffel que trae cualquier turista que pasa por París. Pero el gallo no era ni sacapuntas, ni llavero, ni abrecartas. Era un objeto inocuo, a lo sumo podría ser un adorno para un fanático de las aves de corral, que no era el caso. Estuve ansioso desde

el día que lo compré, ocultándolo en un lado y otro, esperando que llegue el domingo.

Fui a despertarlo con el envoltorio, símbolo inequívoco de mi autosuficiencia y mi amor por él.

Lo abrió, se emocionó, me abrazó, me besó. Me quede tirado a su lado de para que me rasque la cabeza mientras escrutaba su regalo. En ese momento, quizás a consecuencia de mi adultez espontánea, me di cuenta que la había pifiado con el regalo.

Solo, porque mi viejo seguía rascándome en silencio.

 

Ese domingo, después de almorzar, vi el gallo ubicado en un estante del living. Ahí mismo lo agarré y le pedí a mi mama que al día siguiente me acompañe a cambiarlo. Me daba vergüenza aceptar frente al vendedor el sinsentido de mi regalo. Lo cambie por un llavero con el logo de Renault, la marca de nuestro auto. Y ahí si crecí, de verdad, al reconocer la ridiculez de mi regalo.

Desde que perdí a mi papá el día del padre fue tan insignificante como un Gallo en un estante.

Hasta hoy. Porque una hija me eligió para ser su padre, lugar que intento ocupar como mejor me salga. Lugar que cada tanto, y en estas fechas, siento vacío como hijo. Pocas cosas sé de antemano de lo que es ser padre, entre ellas, que cualquier gesto de mi hija hacia mí, nunca será insignificante. Siempre lo retribuiré con emoción, seguida un abrazo, un beso, una rascada de cabeza y mis ojos hacia arriba, por si Guillermo anda por ahí.