–Una vez le mostré todos los reinos del mundo.

–¿Por qué?

–Es un carpintero de Basilea, sus opciones de viaje son limitadas.

–Ah.

–¿Y qué dijo para enojarlos tanto?

– “Sed amables los unos con los otros”

–Ah, sí. Eso suele bastar.

Un ángel y un demonio protagonizan ese diálogo. Una pequeña muestra del humor sutil, burlón lo justo y elegante que caracteriza a Buenos presagios (Good Omens), la serie de Amazon Prime que adapta la novela homónima escrita por Neil Gaiman y Terry Pratchett, dos figuras claves de la literatura fantástica contemporánea británica. Muerto Pratchett sin concretar el proyecto, recayó en Gaiman la responsabilidad de llevarlo a bueno puerto. El escritor, guionista e historietista redactó el libreto televisivo y fungió de productor ejecutivo supervisando todo el proceso. El resultado es a la vez un relato ajustado al espíritu del original y cuyo delirio funciona muy bien en pantalla.

Detrás de la serie hay una historia tan apropiada para la ficción que creerla es sólo un acto de fe. Durante años Gaiman y Pratchett intentaron adaptarla. Hubo algunos proyectos que no llegaron a buen puerto. Cuando Pratchett falleció, su compañero anunció que no continuaría adelante con el proyecto. “Hicimos todo en colaboración, no tendría sentido hacerlo sólo”, explicó Gaiman. Hasta que le llegó una carta póstuma de Pratchett animándolo a continuar, casi como si de una profecía de la bruja Agnes (autora del libro Las buenas y acertadas predicciones de la Bruja Agnes, que motoriza la historia). El resultado está en esos seis capítulos que, además, integran conceptos de una continuación novelada que ambos habían planeado.

Al sólido trabajo de escritura y adaptación hay que sumar una serie de actuaciones fenomenales. De todo el conjunto, que casi no tiene fisuras (hasta los niños sostienen sus roles con altura), lo más importante para el resultado final es la química entre Michael Sheen (como el ángel Aziraphale) y David Tennat (como el demonio Crowley). Lo que sucede en cada interacción es magia pura y sus dos interpretaciones son una delicia para seguir la historia. Humor inglés de principio a fin, títulos con una músiquita de vals pegadiza y una burocracia del más allá (celestial e infernal) atravesándolo todo. Así las cosas, la serie sólo puede definirse como una comedia de enredos apocalíptica.

Porque lo que sucede es efectivamente eso: tras seis mil años pujando por el mundo, Cielo e Infierno ponen en marcha el Armagedón para definir al ganador en una última batalla. Simple, sencillo y ordenado según el “Gran Plan” divino. Crowley tiene la misión de asegurar la llegada del Anticristo. Y los arcángeles le sugieren a Aziraphale que nadie lo culpará si el caos finalmente se desata. “Arriba todos quieren una guerra”, le plantean sus superiores, siempre encabezados por el Arcángel Gabriel (un glorioso Jon Hamm).

Pero Aziraphale y Crowley están muy cómodos en la Tierra, entre los humanos. Uno disfruta sus exploraciones gourmet y de su tapadera como librero de usados, el otro ponerse creativo con sus maldades de baja intensidad (los mayores males, jura y requetejura, se le ocurren solitos a los humanos). Cada tanto se dan una mano con asuntos menores, como para trabajar menos. “Total, arriba y abajo importan los resultados, y no el cómo los logramos”, observa Crowley, milenios después de tentar a Eva con la manzana. Ahí se pone interesante la cosa, porque ambos empiezan a complotar entre sí y contra sus propios bandos para evitar el fin del mundo que todos parecen desear. Mientras el Anticristo despierta, la bruja intenta tomar el control de su vida, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis se reúnen, y las fuerzas del Cielo y del Infierno se acantonan, el fondo del relato es la amistad improbable entre dos miembros de bandos opuestos.

La premisa se completa con unos personajes de antología: la descendiente de una profeta (Adria Arjona, “la hija de” el cantante), un cazador de brujas entrado en años (un delirante Michael McKean) y el jovencísimo Sam Taylor Buck como Adan Young, el Anticristo.

Dentro de su solidez, y en época de series hiteras que compiten a ver cual llama más la atención o sacude con mayor intensidad las tripas de los espectadores, Buenos Presagios quizá no moverá muchos amperímetros. Sólo indignará a los supremacistas raciales, que ya se ofendieron porque Adán y Eva eran negros en las primeras escenas de la serie. Para el resto del público no tiene golpes de efecto y evita las estridencias innecesarias. Sin embargo, su delirio constante es disfrutable desde el primer segundo y ahí está su fuerza. Porque a la imaginación y la amistad no hay con qué darle. Ni siquiera con todas las fuerzas del Infierno.