Desde Ushuaia y Río Grande

Del lomo agrietado de un ratón sobresale una oreja humana. Envuelta en piel fina y tensa como el nylon que se usa para guardar alimentos en el freezer, exhibe con claridad el lóbulo y el pabellón. Con sus ojos rojizos, el lampiño roedor, al que bautizaron ear mouse, mira hacia un costado. Creado en un laboratorio, es un milagro de la biología molecular, que investiga cómo reproducir y mantener órganos humanos en otros seres.

La foto de este ratón, devenido oreja capaz de evitar el rechazo inmunológico de donantes, integra la instalación participativa que el artista y biólogo Pablo La Padula realizó en una de las sedes del Museo del Fin del Mundo, en la capital de Tierra del Fuego, sede lanzamiento de la segunda edición de Bienalsur, la Bienal Internacional de Arte Contemporáneo.

Con la participación de más de 400 artistas, las exposiciones que integran esta mega bienal están distribuidas en 43 ciudades de más de veinte países. Durante la semana del 24 al 29 de junio inaugurarán las exposiciones e intervenciones en la ciudad de Buenos Aires. Hay también muestras en distintas ciudades de nuestro país, y en Japón, Benín, España, Francia, Italia, Marruecos, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, México, Paraguay, Perú y Uruguay. Los ejes temáticos de la bienal son diversos: Cuestiones de género, Tránsitos y Migraciones, Arte y Espacio público, Modos de ver, Memorias y olvidos, Arte y ciencia/Arte y naturaleza. La cooperación internacional y la mirada curtorial están a cargo respectivamente de Aníbal Jozami, rector de UNTREF, y Diana Wechsler, directora artística y cultural del encuentro.  

Seres quiméricos

En la mesa de trabajo de La Padula –una interferencia conceptual, en el ámbito de un museo dedicado a las ciencias naturales– se despliegan imágenes que integran la historia de la ciencia biológica, desde Aristóteles y Plinio el Viejo hasta la más moderna biología molecular. La obra busca diluir la frontera entre la representación artística y la del campo de la ciencia. Es un caleidoscopio de miradas de distintas épocas sobre un mismo objeto acaso imposible de desentrañar: el mundo natural. Esas imágenes (incluyen audios que se activan al tocar algunas de ellas), creadas durante dos mil años de historia, nos acercan a formas de ordenar el mundo, de concebir la otredad y la naturaleza. “La biología aristotélica crea animales quiméricos; hoy la genética también crea esos seres, que conservan su ontología original”, dice La Padula refiriéndose a ear mouse. 

Esos seres fantásticos y mitológicos poblaron la cosmovisión de una época: con cabeza humana, cuerpo rojo furia y cola de dragón o escorpión, la mantícora disparaba a diestra y siniestra espinas venenosas. El monstruo de Ravena, cuya imagen a inicios de 1512 fue difundida en folletos y diarios europeos, tuvo diferentes versiones: tantas como quienes decían haberlo visto y lo dibujaron. Cuando era arrancada de la tierra, la mandrágora, una planta a la que se atribuía características humanas por la forma de sus raíces, estallaba en grito desgarrador al punto de enloquecer a quienes la oían.

Plantar bandera en el sur del sur

Aquí, en el punto más austral del planeta, llegaron en el viaje del Beagle, Robert Fitz Roy y el joven Charles Darwin para cartografiar la zona. En su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, Darwin recogió descripciones de las especies animales y vegetales, y costumbres de algunas comunidades de los territorios explorados. Viajaron con tres habitantes originarios de Tierra del Fuego, que Fitz Roy había capturado en una expedición anterior. Con la idea de “civilizarlos”, en Londres los matriculó en una escuela a pesar de que eran mucho más grandes que sus compañeros y, además, buscó convertirlos al cristianismo. Cuando Fitz Roy y Darwin los dejaron nuevamente en su comunidad de origen, el resultado fue espeluznante.  

El proyecto Draw Me a Flag, del artista francés Christian Boltanski, integrado por tres banderas en el Aeroclub de Ushuaia, conjura y resignifica la historia en el sur y el tema territorial, central en esta zona donde Malvinas es una herida abierta. La de Boltanski  lleva la palabra Utopía; la de la artista chilena Voluspa Jarpa, la leyenda historia/histeria y la de la artista argentina Magdalena Jitrik tiene un diseño con colores que representan la tierra, el cielo, el agua, la igualdad y el paisaje de nuestro país. 

Jarpa, que representa a su país en la bienal de Venecia, es una artista reconocida por trabajar durante 15 años con archivos desclasificados de la CIA. Investigó cómo el gobierno de EE.UU. fue artífice del establecimiento de dictaduras en Latinoamérica. En 2016, en el Malba, presentó una de sus últimas instalaciones sobre esta temática integrada por copias de archivos desclasificados de la CIA (pertenecían al Plan Cóndor y a otras operaciones de inteligencia) entre 1948 y 1994, de 14 países latinoamericanos. Analizó Estudio sobre un asesinato, un extenso manual instructivo sobre cómo cometer un asesinato. En ese documento, los Servicios de Inteligencia afirman que “matar a un líder político cuya floreciente carrera es un peligro claro y presente para la causa de la libertad puede ser considerado necesario. Pero el asesinato rara vez se puede emplear con la conciencia tranquila. Las personas que son moralmente aprehensivas no deberían intentarlo”.

En el Museo del Fin del Mundo, en la sede de la antigua Casa de Gobierno, Mariana Telleria, representante del pabellón nacional en la Bienal de Venecia, sumó una bandera argentina deconstruida al proyecto colectivo de Boltanski, creado para la Fundación Cartier. Cuenta con 90 banderas diseñadas por Guillermo Kuitca, David Lynch, Beatriz Milhazes y Agnès Varda, entre artistas de todo el mundo, y se podrá ver en la sede de Buenos Aires, en la Plaza Rubén Darío. 

También en esa sede del museo, con un video, Harun Farocki se zambulle en la relación entre extraccionismo, territorio y poder colonial, con foco en el desmantelamiento de Potosí. Y en el Museo Fueguino de Arte de Río Grande, capital nacional de la vigilia por Malvinas, Esteban Álvarez presenta su obra participativa Dos, tres, muchas, donde cada visitante puede hacer y llevarse una imagen de las islas Malvinas con la técnica del grabado del frottage: cada copia será diferente según la intensidad y el modo en que use el grafito.  

En este mismo museo, en El agua que apagó el fuego, el fotógrafo argentino Gustavo Groh, que vive hace 30 años en Ushuaia, registró con sensibilidad las huellas de una guerra que estuvo a punto de producirse entre Chile y Argentina, en 1979. Como un mundo ficcional detenido, en las costas del Beagle y en los bosques de ensueños de la zona siguen en pie trincheras, campos minados, refugios y cañones, entre otros dispositivos bélicos.   

Con sus videos, las artistas brasileras Lia Chaia, Rosângela Rennó, Dora Longo Bahía, y las argentinas Matilde Marín, Carla Zaccagnini y Graciela Taquini interpelan sobre cuestiones geopolíticas. Invitan a  repensar el pasado, a imaginar el futuro, y sobre todo, a reflexionar sobre la tensa y frágil relación entre el hombre y naturaleza. Como en Tierra quemada, de Gabriela Golder, que nos acerca a unos cerros devastados tras los incendios en Valparaíso, en 2014. Según un extraño informe policial, en el sitio donde se filmó este video las llamas se desataron por unos pájaros que se posaron en un cable de alta tensión dañado. 

Por ese palpitar

Hace tiempo que con sus archivos del corazón, Boltanski unió para siempre arte y vida. Iluminó el inexplicable lazo que nos une con los ausentes. Ya lleva compiladas grabaciones con latidos de más de 20 mil personas, algunas ya murieron. Esos registros se conservan en la isla de Teshima (Japón), un sitio visitado por quienes van a escuchar los latidos de sus seres queridos que ya no están. 

En La muerte de los glaciares, la artista franco polaca Angelika Markul se metió junto con un equipo de Bienalsur en las entrañas del Glaciar Perito Moreno. Con tomas híper cercanas, capturó los movimientos de los bloques de hielo, que estallan y dan la impresión de desprender brea pringosa. La música de la pieza fue producida especialmente para estas imágenes de una naturaleza atemorizante, con rugido propio. Al verlas uno no puede dejar de pensar en la atracción del abismo en clave del romanticismo nórdico y, además, en temas más actuales como el calentamiento global. No hay artilugios: sólo destreza cinematográfica.   

Como un extraño ser quimérico, vestida de dorado y con una máscara antigás, la reconocida performer brasilera Berna Reale camina sobre una red carpet tarareando Singing In The Rain. Habrá que esperar unos instantes para descubrir que ese sitio de aspecto glamoroso, por el que transita a paso seguro en su videoperformance, no es otra cosa que un infinito basural a cielo abierto, habitado por indigentes y restos humanos. Reale, que es técnica forense y abreva en su praxis profesional para hacer sus performances, camina con parsimonia en el basural. Calzada en su traje oropel y protegida con su máscara, no percibe el universo apocalíptico que la rodea.