Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Días atrás Rodríguez se despertó sintiéndose muy triste por la muerte del songwriter Tom Petty. Y, de acuerdo, dentro de no mucho se cumplirán dos años de la muerte de Petty; pero a Rodríguez no se le ha pasado aún la tristeza por su muerte. Por lo que la muerte de Petty sigue a su lado, continúa escuchándola como si se tratase de una de sus muchas grandes canciones. Así, Rodríguez dejó de oír a cantamañanas y a cantinelas con nocturnidad en la sollozante última jornada por el juicio al Procés o en comparecencias de políticos con risitas jugando al tri-pacto para las investiduras y proponiendo repartijas espacio-temporales en ayuntamientos y alrededores. Y optó por volver a escuchar una –otra– antología de Tom Petty de reciente aparición. The Best of Everything se llama. Entonces, de nuevo, esa emoción que lo embarga y lo empeña y empaña a Rodríguez cada vez que en el clásico “Free Fallin’” la voz de Petty (con esa pinta que a Rodríguez siempre le recordó a la de un mafaldesco Felipe que había crecido para triunfar como rock star y conseguir no sólo la más lograda fusión del sonido de The Beatles con el de Bob Dylan sino, también, compartir banda con uno de ellos y el otro único en The Traveling Wilburys) se duplica y pliega sobre sí misma a la altura de ese “Ventura Boulevard” por el que caminan los vampiros de Los Angeles. A pleno sol y sin temor alguno de volverse polvo estéril porque –como ocurre con las grandes canciones de verdad– se saben diamantes duraderos e inmortales.

DOS Los Angeles fue la ciudad por la que también rimó y remó Warren Zevon. Otro muerto cada vez más vivo. Menos exitoso y tanto más desafortunado que Petty, pero de igual talento a la hora de cantar el cuento. Rodríguez recién leyó una flamante biografía de Zevon: Nothing’s Bad Luck, de C. M. Kushins (y cuanto más cómodas y funcionales que son las bíos de músicos comparadas con las de escritores, porque es tanto más fácil oír en el acto on line que buscar una línea en un determinado libro). Y, ah, que formidable hijo de puta que fue el autor de “Mr. Bad Example”. Y qué gran escritor a secas. Y de ahí que a Rodríguez le guste tanto más el término songwriter que el de cantautor. El primero, le parece, es más justo y preciso. Y en los mejor casos y más brillantes especímenes acerca a su portador al terreno de la narración a secas. Mientras que el segundo siempre huele, para Rodríguez, a un cierto perfume/tufillo testimonial donde la figura de quien canta la canción busca imponerse a las figuras acerca de las que esa canción canta. 

Con igual ánimo, Rodríguez fue a ver Blaze: la nueva película de ese tipo cada vez más respetablemente raro que es Ethan Hawke ocupándose de la vida casi secreta del songwriter de culto Blaze Foley. Y admiró los nuevo de Richard Hawley (amo y señor de lo suyo, pero también descendiente directo de esos reescritores a su manera y sacudidos y auteurs de material ajeno como Sinatra y Elvis). Y también lo de Vampire Weekend (descendientes directos de ese científico exacto del songwriting que es Paul Simon). Y –para seguir recordando a su inolvidable prima argentina Mirta– Rodríguez fue a los conciertos de Andrés Calamaro y Fito Páez de paso por Barcelona. Y, oh, qué buenos que son estos dos hablando entre canciones; qué bien que cuentan cuando no cantan y que bien que cantan lo que cuentan y no: para Rodríguez, en España, no se consiguen songwriters así. Tampoco se consigue público como el argentino de importación: siempre empeñado en que todos sepan que es argentino (para subrayar aún más lo tachable, embutido en camisetas de su selección de fútbol) y en futbolo-lo-lo-lolizar patotera y cancheramente hasta a la melodía más íntima y sensible para reducirla a inflamante aullido de hinchada en off-side. Hordas de aullido horadante que van allí no para oír cantar a su artista favorito sino para que su artista favorito los escuchase a ellos berrear sus canciones. Pero no: en España no hay songwriters que, en directo, expliquen tan bien y con tanta gracia de qué va a tratarse la próxima canción de la noche y cómo fue que se la cantaron a sí mismos, por primera vez, en el escenario de sus mentes más o menos dementes; pensando en que ahora y siempre iban a cantar lo que se les canta ignorando con elegancia los reclamos de aquellos quienes, por haber pagado una entrada, se creen con derecho a cobrarle en repertorio a un artista al que consideran a sus órdenes y desórdenes.

TRES Y la noche de ayer, Rodríguez se puso a ver una película perteneciente al género “Soy rara, ¿algún problema?”. Se titula Under the Silver Lake. Y no estaba mal, aunque era una/otra de tantas que debería transferir parte importante de su recaudación a David Lynch. Y por ahí aparece un tal The Songwriter: el ominoso e inmemorial autor de todas las canciones que cantamos ya sean de Nirvana o de Justin Bieber. Todas. Incluyendo –aunque no se atrevan a mencionarlo– a las de Bob Dylan, protagonista de otro documental de Martin Scorsese. Éste –concentrándose en la legendaria y carnavalesca Rolling Thunder Revue del ‘75-’76– no es tan bueno como el anterior suyo acerca de él. Cuenta poco y canta muchos de los tracks de Desire, acaso el más cuentístico y novelesco de todos los de álbumes de Dylan. Leyenda viva, sí, pero para Rodríguez –quien nunca lo soportó demasiado– más legendario astuto que otra cosa. Aun así, tiene que admitirlo, podría pasarse horas viendo y escuchando a un entrevistado Dylan jugando a no revelar nada acerca de sí mismo. Allí, en el mentiroso y juguetón documental, lo más gracioso es la falsa conexión de Dylan con una por entonces muy joven pero ya tan grande Sharon Stone (también entrevistada y falseando desde el aquí y ahora con una elegancia casi sobrenatural) a la que el songwriter engaña/flirtea llevándola hasta las lágrimas cuando la convence de que compuso “Just Like a Woman” para ella y solo para ella.

Sobre el final, un Dylan que ya no parece tener edad asegura que ya nada queda de todo eso salvo “cenizas” y –por supuesto– la box de 15 cds que acaba de comercializarse con material de la gira.

CUATRO La pregunta, claro, no es cómo lo hacen los songwriters sino para qué. Y seguro que ya saben de aquello que contestó no hace mucho Keanu Reeves –luego de que contó, en un late-show de tv, que su próxima película tendría que ver con escribir una canción para sólo así poder salvar al universo todo– cuando le preguntaron, en broma, “¿Qué pasa después de la muerte?”. Entonces un muy en serio Reeves respondió: “Lo que pasa es que toda la gente que te ama te extraña mucho”.

En el último track de The Best of Everything –en el precioso y hasta ahora inédito “For Real”– el tan amable Tom Petty no ofrece respuesta, pero sí avisa que “Lo hice de verdad / Lo habría hecho gratis / Lo hice por mí / Porque era lo que me sonaba cierto / Lo hice de verdad / Y lo hice por ti”.

Pues eso.

Y allí va el vampirizado Rodríguez –con los oídos en los auriculares, en caída libre, sintiéndose altivo pero silbando bajito esa tan feliz canción triste– caminando por el cruce entre Paseo de (Des)Gracia y Desventura Boulevard.