La discusión a los gritos entre Carlos Monzón y Alicia Muñiz oficia de perturbador sonido de fondo del travelling que recorre con temor expectante cada rincón de esa casona en penumbras. El revuelo de muebles, la ropa ensangrentada y los objetos rotos esparcidos por el piso, son los indicios de una situación violenta que aterra al niño que se animó a salir de su habitación para investigar qué está pasando. Es la madrugada del 14 de febrero de 1988, en Mar del Plata. El ruido seco del cuerpo de Alicia Muñiz al caer desde el balcón del primer piso e impactar contra el suelo marca el fin de la primera escena de Monzón, la serie que el lunes a las 22 Space estrenó solo para Argentina. Esa decisión, la de iniciar la serie sobre la vida de Monzón desde su responsabilidad como femicida, es mucho más que un simple capricho narrativo: es la elección política de abordar al ídolo popular más allá de su talento pugilístico, marcando el tono de una ficción que atraviesa el bronce brillante del campeón para hundirse en el barro viscoso de su humanidad. Una ficción que, en su capítulo doble, mostró una impecable factura técnica, sólidas actuaciones y una trama que supo bifurcarse entre los primeros pasos en el boxeo de Monzón y la violencia que transpiraba cuando estaba abajo del ring.

La serie podría haber tomado como punto de partida cualquier otra noche en la vida de Monzón. Aquella histórica velada de noviembre de 1970, en Roma, cuando en el round 12 noqueó a Nino Benvenuti y se coronó campeón mundial de peso mediano, podría haber sido un buen comienzo para ficcionalizar su vida. Los brazos en alto sobre el ring del chico humilde de Santa Fe al que nadie fue a despedir a Ezeiza, tirando al piso al defensor del título en tierra italiana, hubiera sido una imagen potente. O la primera charla con Amílcar Brusa, el entrenador al que conoció en 1960 y que transformó al joven guapo en un boxeador de clase. "Quiero pelear por la plata y por las mujeres", le dice Monzón en la ficción. "Acá se pelea para ser campeón", le responde su entrenador. Su última defensa del título contra Rodrigo Valdez, en Montecarlo, tampoco hubiera sido una mala elección: a fin de cuentas se trató de su pelea final, y del comienzo de lo que todo lo que vino después. Sin embargo, la ficción producida por Disney Media Distribution Latin America y Pampa Films no eligió la gloria deportiva para comenzar su relato sino la noche en la que asesinó a su segunda esposa. Una decisión que trasciende lo artístico para hacerse cargo de su tiempo: la primera imagen de Monzón en la ficción es como femicida y no como campeón. Toda una declaración de principios. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto.

La decisión que esa escena sea la iniciática, y no otra, no es nada azarosa. Y tiene que ver con que la ficción basada "libremente" en el libro de Marilé Staiolo Monzón, secreto de sumario, pretende no solo echar luz sobre la gloria y el ocaso de campeón, sino también exponer todo un sentido cultural de época y contrastarlo con el presente. En los 80, la violencia contra la mujer solía ser camuflada bajo el genérico "drama pasional" o "familiar", los ídolos populares eran intocables y su culpabilidad en algún incidente era ocultado por los medios bajo la descripción de "confuso episodio"; la figura del femicidio no estaba tipificado en el Código Penal (Monzón fue condenado a 11 años de prisión por homicidio simple). De hecho, el de Muñiz es considerado el primer femicidio mediático. El machismo que imperaba entonces, legitimado por medios y prácticas institucionales incuestionables, en la biopic se expresa con elocuencia en el abundante material de archivo gráfico y audiovisual sobre el "caso Monzón" -subrayando el apellido del victimario y no el de la víctima- que forma parte del diseño de producción.

Los gritos de "asesino", entremezclados con los de "dale campeón", que oportunamente la ficción deja escuchar mientras Monzón hace la reconstrucción judicial de la noche en que asesinó a Muñiz, junto a los "favores" policiales que recibía por su condición de campeón, son elocuentes del estado de las cosas de por entonces. De una sociedad machista por dónde se la mirara, que no solo no hablaba sobre la violencias que sufrían las mujeres, sino que incluso las aceptaba en su gran mayoría. La escena -inmediatamente posterior a los títulos- en la que hay una referencia tácita a Michael Jackson, donde un grupo de hombres da como probable que "el negro" se bañe en leche para emblanquecer su piel pero descree de que abuse de menores, subraya otro eje que la ficción parece querer ahondar: la complacencia que la sociedad suele tener con los ídolos. La negación a que aquel cuerpo que triunfó en su profesión, que alegró a muchos, contenga dos rostros. O, en todo caso, uno solo que las luces del éxito suelen no permitir ver con claridad. "El es un monstruo. No puede entrar por una puerta y salir por la otra. No quiero escuchar a sus amigos en la televisión diciendo que era un buen tipo", le suplica la mamá (Soledad Silveyra) de Alicia Muñiz, conocedora del paño, al abogado defensor.

Claro que la biopic no se limita a contrastar una sociedad con otra. El principal atractivo de Monzón es que desnuda la dinámica social de fines de los ochenta sin descuidar el mito del joven humilde que desde su Santa Fe natal llegó a ser un recordado campeón del mundo de boxeo, y que con el tiempo se transformó en una estrella del jet set local, protagonizando películas y romances mediáticos, como el que tuvo con Susana Giménez. La elección de contar en paralelo el juicio por el homicidio y su carrera profesional como boxeador, a través de flashbacks, es otro de los grandes aciertos de la serie. Incluso, mientras para el eje judicial la narración asume un registro audiovisual más clásico, que se concentra en ese fiscal Parisi (Diego Cremonesi) de impecable traje, chaleco y corbata, para la reconstrucción de su vida el relato asume una densidad más cotidiana, aunque no por eso menos áspero. La dirección de Jesús Braceras (Estocolmo, Rizhoma Hotel), con una cámara que acompaña una trama con fluidez y un uso de primeros planos que "expresan" mucho más que lo que los personajes "dicen", atrapa la atención de los espectadores.

Al igual que Sandro de América, en Monzón también son tres (aunque el de la infancia tiene una participación escasa) los actores que personifican al boxeador-femicida. El primer Monzón en aparecer es el de la juventud, aquél pibe con sueños de sobrevivir al pueblo y al alcohol, que carga con un físico y una guapeza aún en bruto, personificado por Mauricio Paniagua. El segundo en aparecer es el campeón, el que está de vuelta y que carga sobre sí con la acusación del asesinato de su esposa, pero sobre todo con la soberbia de la impunidad, compuesto por Jorge Román (El bonaerense). Ambos comparten una característica que sobresale: un alto nivel de violencia, que se manifiesta no solo físicamente sino también en miradas cargadas de tensión. El machismo cultural de la época se corporiza en cada uno de sus gestos. "Por supuesto que voy a hablar. No tengo nada que esconder", desafía el Monzón de Román, cuando el fiscal le pregunta si va a declarar. "Yo soy Carlos Monzón", subraya, con la naturalidad y la brutalidad que marcaron a fuego su vida.