Sobre Rumania se dice mucho, pero a la vez prácticamente lo único sobre lo que hay consenso general es que es un misterio. Tal vez sea la definición del país misterioso: sus gitanos, Drácula, su lengua romance en territorio eslavo (la única que alguna vez fue escrita en cirílico) y su condición de haber sido uno de los últimos bastiones del comunismo, con poco y nada de comunicación con el mundo occidental hasta inicios de los ‘90.

Si se llega a Rumania por avión, seguramente sea a Bucarest, para nada su punto más turístico: es gris, rara, melancólica y amenazante a simple vista. Es también, a su forma paradójica, la ciudad más europea a la que se puede caer: es magnánime e imperial, es soviética, es afrancesada y es la viva huella de la guerra, el hambre y el exilio. A diferencia de otras capitales con características similares, en Bucarest no hubo tiempo, dinero ni interés de algún país u organismo externo para convertir las viviendas sociales en monoblocks cool de impecables colores pasteles, como en Berlín, o para conservar rigurosamente edificios del período romántico, como sí ocurrió en Francia, Austria o Hungría.

Lo que sí tiene es el Parlamento más grande del mundo, ridículamente enorme e imponente, construido a imagen de su entonces líder comunista, el controvertido y odiado Nicolae Ceausescu, fusilado antes de terminar la obra en 1989. Y sí que tienen monoblocks y viviendas sociales por doquier, pero herrumbradas, venidas abajo y escalofriantemente vacías, aún en pleno centro, producto del éxodo masivo que vivió el país luego del fin de la tiranía de Ceausescu, que hizo de Rumania uno de los pocos países europeos que perdió población en las últimas décadas en lugar de incrementarla.

Los borrones de los que partió Europa para reconstruir su historia desde mediados del siglo pasado hasta acá no fueron hechos en Bucarest: todos los procesos de construcción, destrucción y deconstrucción están a la vista. El paso del tiempo no puede negarse: está ahí, como una alarma y un recordatorio. Por todo esto es una capital hipnótica, intrigante, donde siempre querés encontrar un recoveco más, mirar un poco más dentro de ese edificio, pasar por ese pasillito, ir más adentro de un parque que parece que no se termina. Todo en Bucarest es tan distinto y está tan poco puesto para mostrar que invita a mirar dos, tres veces.

Rumania se convirtió en un sitio de interés turístico moderado pero creciente en los últimos años, gracias al turismo joven de un mundo en crisis: tiene historia, una oferta cultural pujante y variada, raves e imponente naturaleza, pero comer, hospedarse y moverse es más barato que en cualquiera de los destinos europeos mainstream. Los precios son prácticamente latinoamericanos y hacer el cambio de pesos a lei, la moneda oficial, es un verdadero respiro si se viene de gastar euros en otro destino vecino.

Comer en un restorán típico con enfoque gourmet en un edificio histórico en pleno centro turístico es más que posible y recomendable. Checkear sino el señorial e absolutamente increíble Caru Cu Bere: sale lo mismo que ir a McDonald’s en España, por ejemplo. A pocas cuadras de ahí, también en el casco viejo, se puede disfrutar de un café o un trago más narguila (un plan muy común en la zona, llamado shisha) en el encantador pasaje Macca Villacrosse, una galería espléndida y decadente, de techo vidriado y arquitectura parisina, amueblada con estilos árabes y egipcios. Si de comida callejera se trata, es posible comer shawarmas o kebabs auténticos en casi cualquier esquina, por monedas, y las panaderías que ofrecen productos típicos a través de ventanitas a la calle son una parada obligatoria y recurrente. ¿El plato típico? Empezar por una sopa de cerdo servida en pan y terminar con sarmale, su deliciosa versión de los niños envueltos en repollo.

A la vez, Bucarest es un lugar espectacular para comprar moda vintage: todas las inmediaciones al centro y la zona turística están plagadas de tiendas de ropa usada donde pueden conseguirse joyas de todos los estilos y épocas a precios irrisorios. La cerveza es de las más baratas del continente –y del resto de los continentes, se puede arriesgar–, a menos de 2 dólares en cualquier bar. Lo mismo sucede con el transporte público y también con la comunicación interregional del país: si bien ir de un punto al otro no es fácil, dada su geografía y el estado de su infraestructura, con tiempo y paciencia se puede recorrer el país por precios más que amables.

El verde, mejor dicho el bosque –así, como concepto– siempre está presente: en cada espacio verde de las ciudades, en los trayectos siempre sinuosos entre una ciudad y otra. El verde profundo, misterioso, que parece contener todos esos secretos que la dureza de los edificios y las carreteras pretenden disimular. Por ejemplo, en Bucarest, el parque Cismigiu es el más antiguo de la capital y es un fascinante pedazo de bosque repleto de secretos: bustos soviéticos y de escritores, un lago con barquitos, máquinas que por monedas te leen la mano, variedad increíble de flores y hasta un baño público increíble, cilíndrico y con puertas electrónicas.

El trayecto desde la capital a Transylvania –cuyo nombre significa, no casualmente, “detrás del bosque”– es la postal perfecta de un país que merece todas las leyendas que protagoniza. Ese es uno de los caminos más transcurridos tanto por los locales como por los turistas, ya que en Transylvania, que no es una ciudad ni un pueblo sino una región, están concentradas varias de las ciudades rumanas más importantes. La manera más extendida, rápida y poética para llegar es en tren: poco más de dos horas desde Bucarest a Brasov, ciudad en el centro del país y la más cercana a Bran, la pequeña villa en la montaña donde se encuentra el afamado “Castillo de Drácula”.

Por menos de 10 euros se puede hacer ese recorrido en un tren antiguo que sale cada hora y hace valer la estadía en Rumania de por sí: montaña, bosque y la clásica arquitectura de la región, salpicada en forma de casitas con ventanas que aparecen entre las tejas a modo de ojos y que asoman a las vías reunidas en pequeños caseríos que parecen detenidos en el tiempo. Y camino a Sibiu, la ciudad más importante de la región y capital de las casas con ojitos en el techo, pueden observarse paisajes rurales y pueblos mínimos en los que conviven asentamientos gitanos con enormes mezquitas e iglesias bizantinas, todo en un perímetro de pocas cuadras.

Rumania es un país joven, que se constituyó como tal en 1881, y en su siempre agitada historia fue terreno en disputa tanto de otomanos como astrohúngaros. Transylvania fue inicialmente territorio húngaro, volvió a ser dividida durante el nazismo y esas asperezas aún no está saldadas entre vecinos, que no se guardan cariño en absoluto. Sin ir más lejos, todas las leyendas de vampiros y los personajes involucrados en las mismas siempre son una ensalada entre ficción y realidad, entre húngaros y rumanos históricos e inventados. Castillos no faltan: el de Peles sin duda es más bello y espectacular que el de Drácula (el Bran Castelul, en rumano).

Lo que se aprende visitando Bran es más impresionante que el interior del edificio: que la leyenda de Drácula está inspirada en varios personajes, entre ellos Vlad Tepes, alias El Empalador. Narrado como monstruo hacia afuera, Vlad Tepes es un héroe en la historia rumana: príncipe de la región de Valaquia, el único que realmente hizo frente a los otomanos, ahuyentándolos con sus hileras de cadáveres empalados. ¿Sangriento y terrible? Seguro. ¿Necesario para un país cuya historia está escrita con toneladas de sangre? También. A la salida del castillo, los carísimos souvenires (que no lo valen) evidencian el sincretismo de esta leyenda: desde cajitas de caramelos con la cara de Tepes a capas y dientes de vampiro.

Los centros urbanos de Transylvania son mucho más turísticos, pequeños y están mucho mejor conservados que los de la capital, lo cual los vuelve más pintorescos y menos sórdidos. Siendo Bucarest la postal de bienvenida de un país que fue gobernado con puño de hierro bajo el comunismo más duro por el mismo líder durante más de 30 años, toda la arquitectura soviética y los grandes símbolos de este poder incuestionable se encuentran allí, junto con las huellas de la que fue una de las revoluciones más sangrientas y extremas del mundo posmoderno.

Como las ciudades más importantes y turísticas, Brasov y Sibiu son puntos ideales para descansar el ojo de lo soviético y sumergirse en lo que es una clásica arquitectura de Europa del Este, con sus techos y colores que harían a las delicias de Wes Anderson. En Brasov es imperdible dar una vuelta por el paredón de la ciudad amurallada, de lo poco que quedó intacto post incendios, alemanes y Stalin: es un recorrido mágico, misterioso y absolutamente gratuito, donde se cruzan tanto góticos sacándose fotos como adolescentes rumanos besándose al lado del pequeño río que la bordea. Y no hay que dejar de preguntar por el cartel luminoso que la corona, tipo Hollywood: la historia es fascinante.

Todo Free Walking Tour que se pueda hacer vale la pena, así como charlar con gente en bares, museos, restaurantes o en la calle. Rumanos y argentinos empatizan con facilidad: la mayoría de los rumanos, sobre todo los jóvenes, disfrutan de contar la historia de su pueblo y agradecen el interés y la curiosidad extranjera. Serán coletazos de una Segunda Guerra Mundial en la cual el país fue dividido y repartido entre nazis y soviéticos, luego sacudido por el Holocausto (estaban alineados con el Eje) para luego terminar bajo el ala de la URSS en lo que resultó casi medio siglo de aislamiento. Se siente en el pueblo rumano una necesidad imperiosa de contar su versión de los hechos, o simplemente el orgullo de haber construido su propia historia.

En 1989 –acá nomás–, el pueblo Rumano se levantó contra el líder comunista Nicolae Ceausescu, quien mantenía al país bajo el hambre y la frugalidad, la desinformación, el aislamiento y una intervención prácticamente total en todos los aspectos de la vida privada en un contexto mundial de creciente globalización y apertura. Luego del levantamiento popular, Ceausescu y su esposa decidieron huir (en helicóptero, un 21 de diciembre... por si suena familiar) pero fueron encontrados, enjuiciados y ejecutados en la televisión abierta, el 25 de diciembre de 1989.

Familias enteras se reunieron a verlo, recordándola como la primera navidad feliz en muchísimo tiempo, aunque lo que vino después estuvo a la altura de la densidad de la anécdota fundacional. ¿Qué se puede hacer ante un relato así, más que quedarse helado, reflexionar e intentar comprender? Muchos de los jóvenes adultos que hoy pueblan Rumania son hijos de padres que no tenían baño en sus casas, hace escasas décadas. Muchos perdieron a parte de sus seres queridos por los sangrientos episodios o el exilio. Muchos fueron enseñados desde bebés a que no deben confiar en nadie, pues nadie te da nada y además el gobierno siempre te está espiando.

Hay algo de todas las grandes tensiones que fundan al mundo moderno que se palpa en este país: oriente y occidente, capitalismo y comunismo, civilización y barbarie, lo viejo y lo nuevo. Rumania es un un destino complejo, barato, divertido y es la verdadera Europa, aquella que nos quieren hacer creer que ya no existe pero está ahí: terrible y fascinante.